Por: Tomàs Gisbert Caselli y Maria Jesús Pinto – abril 20 de 2014
El auge de los últimos años de las actividades extractivistas minero energéticas en Colombia ha venido acompañado de una fuerte militarización de las zonas donde el sector minero energético opera.
Las Fuerzas Armadas colombianas, con 281.400 efectivos, tienen el segundo ejército más grande de toda Latinoamérica, sólo superado por el de Brasil. A ellas hay sumar los 159.000 miembros de la Policía Nacional, cuerpo militarizado que depende orgánicamente del Ministerio de Defensa. En Colombia hay 6,2 soldados por cada mil habitantes, proporción que paradójicamente casi cuadruplica la de Brasil.
El auge de los sectores de la minería y el petróleo ha estado acompañado por una política de militarización en la que el gobierno colombiano ha creado, a lo largo de los últimos años, los denominados batallones energéticos, mineros y viales. Su crecimiento ha acompañado la política de atraer la inversión extranjera de las empresas multinacionales del sector para la implementación de la política neoliberal extractivista: la denominada ‘locomotora minero energética’. Si a inicios de 2011 eran 11 los batallones minero energéticos, en 2014 ya son 21.
La totalidad de estos batallones minero energéticos están formados por 80.000 efectivos, el 36% del total de efectivos del Ejército, y representan casi un 30% de las Fuerzas Armadas.
La fuerte militarización de las zonas extractivas no ha significado una mayor seguridad de las poblaciones afectadas. Censat Agua Viva y Mining Wacht Canadá advertían que “las regiones ricas en recursos son la fuente del 87% de los desplazamientos forzados, 82% de las violaciones a los derechos humanos y al Derecho Internacional Humanitario y 83% de los asesinatos de líderes sindicales”. La función de estas unidades, contra lo que pudiera parecer razonable, no es proveer seguridad pública sino asegurar las inversiones extranjeras y la extracción minero energética.
Varios de estos batallones están radicados en el interior mismo de las instalaciones de las empresas o minas, como es el caso del Batallón Militar 15, localizado desde octubre de 2011 dentro de los campos petroleros de la multinacional Pacific Rubiales en Puerto Gaitán (Meta), donde la empresa además les aporta vehículos y combustible; o el Batallón Energético Vial número 8, radicado en los terrenos e instalaciones de la minera Frontino Gold Mines en el municipio de Segovia (Antioquia), tal como indica la página web del Ministerio de Defensa.
La colaboración entre Ejército e inversionistas es fluida. Como indica el director de operaciones del Ejército, coronel Jorge Arturo Matamoros Blanco, el Ejército analiza los proyectos que elaboran las propias empresas inversoras y los deriva a la división militar correspondiente para su protección.
Aunque las autoridades militares siempre lo han negado, hay evidencias de que la protección de las empresas extractivas conlleva la concertación de ‘convenios’ entre empresas extractivas y Fuerzas Armadas, en los que las empresas pagarían altas sumas económicas al Ejército a cambio de seguridad y poder desarrollar sus planes. Estos acuerdos son secretos, pero han trascendido a los medios de comunicación, ya sea por investigaciones periodísticas o porque directivos de las mismas empresas, sin ningún pudor, así lo han expresado.
La comunidades locales afectadas ven con desconfianza el despliegue militar, pues no sienten sus intereses protegidos por la Fuerza Pública sino que, por el contrario, ésta va a asegurar las actividades y los intereses de las grandes empresas extractivas, en abierta contradicción con sus medios de vida tradicionales y el medio ambiente que los permite.
La presencia del Ejército también ha ido acompañada de graves violaciones a los derechos humanos de esas zonas, de violaciones a las mujeres y de las ejecuciones extrajudiciales contra los opositores y las opositoras a los proyectos mineros. Uno de los muchos casos denunciados ocurrió en septiembre de 2006, con el asesinato de Alejandro Uribe Chacón, opositor al proyecto de gran minería de la empresa Kedhada SA en el sur de Bolívar. Según testimonios, Alejandro fue asesinado por efectivos del Batallón Antiaéreo número 2 Nueva Granada y presentado posteriormente como guerrillero dado de baja en combate, doce días después de que interpusiera una queja por presuntas persecuciones del Ejército por sus denuncias contra la minera.
También es significativo el caso del apoyo del Ejército a la entrada de la empresa Muriel Mining Corporation en el norte del Chocó, donde apoyó sus actividades a pesar de un proceso fraudulento de consulta previo, tal como dictaminó la Corte Constitucional, restringiendo la movilidad de los habitantes ancestrales en sus territorios y provocando graves abusos y el desplazamiento forzado interno contra las poblaciones indígenas y afrocolombianas.
Es evidente, pues, que aunque estas unidades militares estén emplazadas en zonas dónde el conflicto con la insurgencia ha sido más agudo, y ése es el argumento que ha utilizado el gobierno para su existencia, el objetivo clave es la defensa de las transnacionales en contra de los derechos legítimos al territorio de las comunidades indígenas, campesinas y afrodescendientes, lo que ha provocado fuertes conflictos sociales, masacres y desplazamientos directamente relacionados con esta política invasiva, muchos de ellos realizados en connivencia de Ejército, paramilitarismo y empresas.
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* Tomás Gisbert es investigador del Centre Delàs de Estudios por la Paz. María Jesús Pinto es activista e investigadora en derechos humanos. Este artículo fue publicado originalmente por War Resister’s International.
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