Por: Emir Sader – marzo 13 de 2008
Recuerdo la preocupación de García Márquez cuando veía lo que estaba ocurriendo en Argentina, alrededor de 1977, porque Colombia no se transformase en otra Argentina. Él, que no había recibido todavía el Premio Nóbel que dio a su país un relieve mundial, había advertido el camino por el que se dirigía Colombia.
Tres décadas después, Colombia continúa siendo uno de los epicentros de la ‘guerra infinita’ del gobierno de George W. Bush. Álvaro Uribe es producto de esa política: el aliado más estrecho –uno de los pocos con que cuenta en América Latina– de la política belicista de Washington. Uribe fue electo con la promesa de la famosa ‘mano dura’, en la búsqueda, para Colombia, de una solución ‘iraquí’, ‘bushiana’, que consideraba que las tentativas de pacificación de los anteriores presidentes mediante negociaciones habían fracasado.
Un país cansado de la violencia vio como un presidente, en connivencia con los grupos paramilitares y, a través de ellos, con los cárteles del narcotráfico, concentraba recursos militares puestos a su disposición por el gobierno norteamericano en unas operaciones militares pretendidamente capaces de allanar el camino del triunfo de la democracia en el país. El aislamiento de las guerrillas favoreció la consolidación de Uribe, quien –como otros presidentes neoliberales del continente, como Fujimori o Cardoso– reformó la Constitución del país durante su mandato para poder optar a la reelección, y ahora intenta conseguir un tercer mandato.
Hizo una política interna ortodoxamente neoliberal, sin percatarse del agotamiento de la misma en todos los países del continente. Llevó a la práctica una política represiva que interfirió claramente en los derechos democráticos de la población, contando –como ocurre con todas las políticas antipopulares– con el apoyo de los grandes medios de comunicación oligárquicos. Asimismo, se aisló de los procesos de integración regional intentando firmar un Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, no cerrado hasta ahora sólo por las objeciones que el Partido Demócrata formuló contra las precarísimas condiciones de los Derechos Humanos en Colombia bajo su presidencia.
Uribe no quiere que se concrete el canje de prisioneros de las FARC por los prisioneros de su gobierno. Su apoyo interno depende de la demonización de las FARC, que le permite aparecer como el hombre del ‘orden’. Cuando su reelección, Uribe tuvo como principal oponente a Carlos Gaviria, candidato del Polo Democrático Alternativo, un partido de izquierda que desbancó a los partidos Liberal y Conservador, constituyéndose en la mayor amenaza para la continuidad de Uribe. […] Uribe nació de la violencia, y sabe que su supervivencia política depende de que la violencia no termine. Los diversos intentos de desbloquear la propuesta de las FARC de intercambio de presos de la guerrilla por presos del gobierno revela el papel de cada gobierno del continente, muestra quién busca soluciones pacíficas y democráticas para las crisis, y quién, en cambio, desea perpetuar la espiral de violencia en Colombia. La situación pudo ser desbloqueada gracias a la actuación del presidente de Venezuela, Hugo Chávez. Cuando el proceso estaba en curso, Uribe echó mano de un pretexto menor para excluir a Chávez de la negociación, a sabiendas de que la mediación de éste desde el comienzo ya había acumulado el crédito necesario para que el acuerdo prosperara. A favor de Chávez están la confianza de los familiares de los presos, el diálogo con las FARC, su capacidad de iniciativa y la declarada simpatía de los sectores políticos democráticos de Colombia y de muchos gobiernos de la región.
Para disgusto de Uribe, las FARC devolvieron al presidente venezolano a las negociaciones, disponiéndose a entregarle tres de los detenidos, a modo de desagravio ante la actitud arbitraria del presidente colombiano. Ese primer gesto, que despejaba el camino para que todos los presos pudieran ser canjeados, permitió que Chávez confirmase toda su capacidad de iniciativa política y de movilización de apoyos, revelando el papel de cada quien en la región.
Mientras el gobierno norteamericano, el colombiano y el conjunto de la gran prensa oligárquica hacían todo lo que podían para que las negociaciones fracasaran, los gobiernos de Venezuela, Brasil, Argentina, Bolivia, Cuba y Ecuador –con apoyo de los gobiernos europeos— participan activamente del proceso de pacificación y de liberación de los cautivos de ambos lados. […] El ex presidente argentino, Néstor Kirchner, y Marco Aurelio García, asesor del presidente brasileño Lula, representaron directamente a sus gobiernos, haciéndose merecedores del apoyo de la izquierda y de todos los sectores democráticos que hasta ahora asisten pasivamente a los acontecimientos. Mostrando su compromiso consecuente con la pacificación de Colombia, primer paso para que otra Colombia –sin violencia, sin narcotráfico, sin paramilitares, sin secuestros– sea posible, Hugo Chávez se dispone a dar cobertura al proceso, apelando incluso a operaciones clandestinas, con tal de conseguir la libertad de los prisioneros.
De la suerte de esas negociaciones depende el destino futuro de Colombia. Un futuro de pacificación, soluciones negociadas, democratización e integración continental, o al contrario, de perpetuo enquistamiento del clima de violencia y de guerra. A favor de la primera alternativa está la gran mayoría de los gobiernos de la región, que pueden contar con la simpatía de la mayoría del pueblo colombiano, identificado con los familiares de los cautivos. A favor de la segunda, los Estados Unidos y el gobierno colombiano. Una solución de liberación de todos los secuestrados apunta a otra Colombia posible y necesaria para su pueblo y para el continente todo.
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