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Por: Juan Diego García – noviembre 4 de 2007

Ni el Plan Colombia ni el que será, con bastante probabilidad, el Plan México constituyen iniciativas de cooperación internacional destinadas a combatir el crimen organizado. No es ése, al menos, su principal objetivo y, vistos los resultados en Colombia, tampoco se avala su eficacia como instrumento para combatir a las mafias. En Colombia se abandona pronto el objetivo antidroga para centrarse en el combate a la insurgencia y la represión de la protesta social. Desde un principio quedó claro cuál era el verdadero objetivo y fue evidente que la lucha contra el crimen organizado era tan sólo una excusa. Por otra parte, en Colombia ni se ha logrado someter a la insurgencia armada, ni se acallan las protestas sociales –cada vez más amplias– ni el comercio de la droga disminuye. Los datos de la DEA, la ONU y las autoridades nacionales difieren sensiblemente, pero en ningún caso permiten optimismo alguno. En pocas palabras, el Plan Colombia, en todas sus versiones y renovaciones, ha resultado básicamente un rotundo fracaso.

¿Por qué, entonces, mantener ese plan en Colombia y extenderlo ahora también a México? ¿Es posible esperar resultados diferentes en el país azteca?

La respuesta al primer interrogante es sencilla: esos planes forman parte de una estrategia global de los Estados Unidos en la región, de la cual el ALCA es su capítulo económico y político y los ‘planes’ la nueva forma de intervención militar, una estrategia que se mantiene y recompone ante los enormes rechazos que despierta. El fracaso del ALCA, por ejemplo, se compensa con los tratados de libre comercio acordados con ‘países amigos’, en espera de mejores circunstancias que permitan doblegar a los gobiernos poco afectos o abiertamente contrarios a los planes de Washington mientras la resistencia al control militar se intenta debilitar mediante estos planes de supuesta lucha contra la delincuencia organizada y el terrorismo. En un contexto regional poco favorable por la negativa de Ecuador a prolongar la cesión de su base militar de Manta, la renuncia de Bolivia a enviar sus oficiales a las academias gringas, la expulsión de la misión militar estadounidense por conspirar contra el gobierno legítimo de Chávez o los programas nucleares de Brasil y Argentina, Washington intenta compensar instalando nuevas bases militares en Paraguay, Centroamérica y el Caribe, y extendiendo iniciativas como el Plan Colombia.

La segunda cuestión tampoco parece demasiado complicada. En México, el plan también fracasará, al menos como operativo antimafias. Y la principal razón es la misma que en Colombia: las intenciones reales son otras y no existe voluntad real de acabar con el crimen organizado. En realidad, frente a las actividades económicas ilegales, la idea de fondo parece ser que antes que extirparlas lo mejor es asimilarlas, pues, a fin de cuentas, ¿qué capitalista que se precie puede arrojar la primera piedra? ¿Existe realmente una contradicción tan antagónica entre estas diversas formas de capital? ¿Por qué, entonces, embarcarse en una guerra de resultados tan inciertos?

En efecto, el origen mafioso de muchas fortunas no es extraño al capitalismo ni sería la primera vez que el ‘capo’ de ayer devenga en el honorable empresario de mañana. La mafia se acomoda bien al funcionamiento del capitalismo y no parece tener demasiados problemas con el resto del empresariado. En el caso de México, por ejemplo, el comercio de cocaína y heroína genera enormes capitales a ambos lados de la frontera y el tráfico de seres humanos –que somete a millones de desheredados, víctimas de los ‘ajustes’ de la globalización– deja, por su parte, márgenes de ganancia enormes a los empresarios de Estados Unidos, explotando la barata mano de obra ilegal que viene del sur. En Colombia, el dinero de la droga representa tanto o más que el aporte en divisas que hacen millones de emigrantes a la riqueza nacional, igualando o superando las exportaciones tradicionales –café, petróleo, etc.– y en Italia –según reporte de Laura Lucchini desde Milán (El País, Madrid, 22.10.07)– los negocios de la mafia representan un 7% del PIB. En los Estados Unidos es difícil separar mafia de capitalismo y el fenómeno florece con vigor en la Europa del Este, precisamente cuando sus economías desembarcan frenéticas en el capitalismo más feroz.

No debe sorprender que estas guerras contra la delincuencia organizada apenas inquieten a los empresarios vinculados al negocio. En efecto, no habrá disminución sensible en la demanda de precursores químicos para los laboratorios de las mafias, ni disminuirá el tráfico de armas y avituallamientos para los ejércitos mafiosos. Pequeñas disminuciones momentáneas se ven pronto compensadas con generosas demandas posteriores, como demuestra el caso colombiano. Por su parte, los empresarios de la guerra estarán ahora frotándose las manos ante las fabulosas futuras ventas de armas sofisticadas, equipos de comunicaciones y transporte, y las toneladas de productos químicos que serán esparcidas sobre los campos de amapola, marihuana y coca.

Como en el caso colombiano, el Plan México no va a terminar con la delincuencia organizada pero sí conseguirá los verdaderos objetivos que no son otros que multiplicar la presencia estadounidense en el país, aumentar la influencia y control de las fuerzas armadas locales y atar a México al carro de posibles aventuras gringas en el área. Existe, además, otro factor que no debe desdeñarse: no hay una institucionalidad con fuerza suficiente para hacer frente al entramado mafioso, pues el Estado está penetrado por sus intereses y la policía y las fuerzas armadas resultan impotentes para combatirle: la delincuencia organizada está hondamente infiltrada en sus propias filas, no menos que en el resto de las instituciones.

Por otra parte, tampoco puede confiarse en los agentes gringos, que más de una vez se han visto implicados en el tráfico de estupefacientes, ni en Washington, que usualmente da un ‘tratamiento político’ a estas iniciativas, sin excluir pactos y arreglos con la mafia, mientras lo justifiquen sus llamados ‘intereses nacionales’. Así fue con Lucky Luciano, así corrió con Noriega, con el cartel de Medellín y con la Contra nicaragüense; así está ocurriendo con los señores de la guerra y el tráfico de opio en Afganistán. No otra cosa pasa en Colombia, cuyo plan sirve de modelo para México. Allí, los vínculos de la DEA y de las autoridades locales con los paramilitares y el narcotráfico explicarían muchos acontecimientos oscuros, muchos pactos secretos y hasta los ‘arreglos’ de los grandes jefes de las mafias con el gobierno estadounidense, al punto que, como señalaba recientemente un analista bogotano, ahora los narcos prefieren ser extraditados a los Estados Unidos que purgar sus penas en Colombia, siempre y cuando, claro está, puedan llegar a acuerdos ventajosos con las autoridades gringas –incluyendo, por supuesto, la ‘prisión atenuada’–. Nada de esto parece perturbar la filosofía del Plan Colombia y no existen motivos para pensar que será diferente en México.

No faltan, pues, razones a quienes ven en estos planes una iniciativa estratégica estadounidense con fines continentales. Con el Plan Colombia el objetivo es convertir el país en base de apoyo para futuras aventuras bélicas contra Venezuela, Ecuador o cualquier otro país del área que decida distanciarse de los designios imperialistas de Washington. Se trata del control militar del área andina y de la Amazonía. Se busca recuperar la influencia perdida en los países cuyos votantes han llevado al gobierno a fuerzas políticas poco afectas al sometimiento y decididas a ejercer de veras la soberanía nacional. Para tales propósitos, Bush cuenta con las lealtades de Álvaro Uribe y Felipe Calderón. Y para cada uno, su plan.

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