Por: Gearóid Ó Loingsigh – octubre 31 de 2015
El acuerdo sobre justicia firmado entre las FARC y el gobierno colombiano el pasado 23 de septiembre fue anunciado con bombos y platillos. Al igual que con los otros acuerdos, estalló un gran regocijo entre las ONG, el gobierno, una parte de la prensa y los llamados intelectuales. Olvidaron por completo que las FARC, en un comunicado de 2014, había declarado que no se someterían a la justicia, pero, como todo lo dicho por las organizaciones insurgentes en distintas partes del mundo, lo que anuncian que no harán es el más claro indicio de lo que piensan hacer. Así, tenemos un acuerdo sobre justicia.
¿Realmente se justifican el optimismo, la alegría y la esperanza? Y, si son justificados, ¿qué significan? Cuando las FARC firmaron los otros acuerdos sobre la cuestión agraria, drogas y participación política tuvimos que aguantar las declaraciones de las ONG y los llamados intelectuales anunciando no sólo el fin venidero del conflicto sino la transformación del país. Cuando finalmente publicaron esos tres acuerdos pudimos ver cuán equivocados estaban, o mejor dicho, cuán cínicos eran.
El acuerdo agrario es un documento patético y vacío de contenido, que no sólo no acuerda una mínima reforma agraria sino que la descarta y enfoca la cuestión sobre las tierras de narcotraficantes y no sobre las de la oligarquía contra la cual las FARC se sublevaron hace tantos años. Además, no dice nada que no exista en la legislación actual de Colombia. Cómo lo señaló, en su momento, la senadora Claudia López:
Es muy importante que hayan hecho públicos los acuerdos con las FARC. No veo en esos acuerdos nada exótico, al contrario, yo los leo y me pregunto: ¿por esto nos hemos matado 60 años, por esto nos hemos dado tanto plomo, por esto hay seis millones de víctimas? ¿Por esto, por actualizar el catastro, por acordar que se financie el desarrollo rural, garantizar que a la gente no la maten si hace política? Esto a mí lo que me produce es vergüenza de patria. La gran revolución de las FARC terminó exigiendo que se cumplan las leyes que ya teníamos. Qué pena con el país, con las víctimas. Semejante matazón por cosas tan elementales.
Tiene toda la razón. Ni siquiera el fondo de tierras es nuevo. En Colombia existe desde los años 60 una especie de fondo de tierras, se llamaba Incora y hoy en día se llama Incoder. Funciona mal, no hace lo que debe, pero es un fondo de tierras, nos guste o no. Claro, este fondo de tierras es corrupto en extremo hasta tal punto que en vez de entregar tierras a los campesinos entregó 38.000 hectáreas en Vichada a parapolíticos y amigos del paramilitar ‘Macaco’. Existe también un modelo agrícola que desmiente cualquier intención de hacer siquiera una reforma parcial. Ese modelo es la entrega de baldíos de la nación a grandes empresas extranjeras y nacionales que el analista José Hilario López Rincón ha llamado el modelo Riopaila.
La empresa compró 42.000 hectáreas en el Vichada, para lo cual constituyeron 27 sociedades por acciones simplificadas a las cuales Riopaila les prestó el dinero para comprar los terrenos. A su vez, estas ’empresas’ le arrendaron los terrenos a Riopaila por el término de 30 años y por el mismo valor de los baldíos.
El caso de Riopaila no fue el único y todo eso ocurría mientras las FARC ‘negociaban’ el acuerdo agrario. De pronto, lo más decepcionante es que sus puntos claves no sean nada más que una copia del acuerdo firmado entre las Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) y el gobierno de ese país, donde sabemos que, sin lugar a dudas, no tuvo ocasión ninguna reforma agraria sino una contrarreforma a punta de proyectos palmeros, azucareros y mineroenergéticos.
El acuerdo de justicia
Entonces, viendo cómo fue con el acuerdo agrario, ¿cómo nos puede ir con el acuerdo de justicia? El gobierno anunció el fin del conflicto para marzo de 2016 y salieron los de siempre a decirnos qué gran acuerdo era.
Valga aclarar que, por el momento, sólo tenemos acceso al comunicado conjunto y que el acuerdo como tal no se ha publicado. Aún así, se ha levantado mucha polémica. Aquí no vamos a referirnos a las diatribas de la derecha colombiana representada por Uribe, pues en todos los procesos de paz, las estupideces y bobadas de esa clase de gente sólo sirven para distraernos de la realidad.
El acuerdo tiene varios puntos, como una jurisdicción especial para juzgar a los guerrilleros, participación de jueces extranjeros, juzgamiento de agentes del Estado y mecanismos para establecer la verdad o, mejor dicho, asegurar que los que entran en el proceso digan toda la verdad.
Algunos comentarios enfatizaron el hecho de que también se juzgará a agentes del Estado y que el acuerdo reconoce la existencia de delitos políticos y delitos conexos por los cuales nadie será castigado. Es decir, que el guerrillero que haya matado en combate no será procesado. Eso es visto como un avance y logro de las negociaciones, pero debemos recordar que la idea de que el guerrillero es un criminal es algo relativamente nuevo y forma parte del nuevo orden mundial, después del ataque a las torres gemelas. Antes se veía como un sublevado en armas, un actor altruista que no buscaba un beneficio personal, así que el logro es muy relativo aunque no por eso deja de ser importante.
Sin embargo, no es cierto que los crímenes del Estado se pongan al mismo nivel que los de la insurgencia. El acuerdo no dice eso sino todo lo contrario. Mientras, los ‘intelectuales’ aplaudían sin reservas al acuerdo cómo algo histórico, el Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes del Estado (Movice), se atrevió a hacer unas preguntas pertinentes y un cuestionamiento sobre el alcance del acuerdo.
Al Movice le preocupan varias cosas: que no se conoce qué mecanismo se empleará para seleccionar los casos y los postulantes a la jurisdicción especial, que los agentes del Estado recibirán un tratamiento especial, que no se sabe cuántos fiscales se encargarán de los casos de agentes de Estado y que falta de claridad frente a la no repetición de los crímenes de Estado, entre otras cosas. El Movice afirma:
De otro lado, en la mayoría de crímenes de Estado no se han siquiera vinculado dentro los procesos penales a los máximos responsables y beneficiaros de estos hechos, por lo que el mayor número de casos no se remitirán a la Jurisdicción para la Paz y continuarán en la impunidad, repitiendo lo sucedido con la llamada Ley de Justicia y Paz, en donde la mayoría de los paramilitares desmovilizados nunca fueron investigados por su responsabilidad en crímenes internacionales y, por tanto, nunca pasaron por el procedimiento establecido en la Ley 975.
Efectivamente, en el proceso con los paras nunca se tocó a los máximos responsables, nunca se tocó a las empresas. Salvatore Mancuso declaró que la mayoría de las petroleras en Casanare pagaban a las AUC y, sin embargo, no se les abrió investigación. En 2006, José Felix Lafaurie, capo máximo de los ganaderos agrupados en Fedegán, reconoció que los ganaderos habían financiado a los paramilitares de las AUC y, además, dijo que poseía información sobre los pagos de empresas nacionales, internacionales, palmeras y arroceras. No le pasó nada, nunca fue investigado ni tampoco le pidieron la información que tenía. Hay quienes quieren promover la ingenua esperanza de que gentuza como Lafaurie será procesada o contará la verdad. Si no pasó en el momento del proceso con los paramilitares no va a pasar ahora, en el proceso con las FARC.
Algunas organizaciones defensoras de derechos humanos andan por el mundo promoviendo ilusiones en los sistemas de justicia y en los acuerdos de paz que se celebraron en otros países, sin siquiera mirar cuál fue el resultado real de esos procesos. Así, se habla de Sudáfrica como si fuera un gran éxito. Algunos policías no fueron indultados por sus crímenes pero a De Klerk, el máximo jefe de los escuadrones de la muerte, de los torturadores, del sistema de apartheid en sí, pues a él le dieron un premio nobel.
Tal fue la impunidad en Sudáfrica que nunca tocaron a ninguna de las empresas beneficiarias del sistema y hoy en día Colombia es víctima de ese proceso, pues la empresa minera Anglogold fue uno los principales beneficiarios y victimarios del apartheid y ahora anda suelta por Colombia: no sólo ha podido implantarse en este país sino que será uno los beneficiarios de la paz, como lo fue en Sudáfrica. En 2012, la Policía asesinó a 34 mineros en Marikana (Sudáfrica). Uno de los directores de la empresa minera era Cyril Ramaphosa, hoy vicepresidente del país. La impunidad no es sólo para las empresas de ayer sino para las de hoy también.
Si miramos a Guatemala, vemos que allí no hubo justicia para las víctimas de los crímenes de Estado. Después de mucha presión se hizo un intento de llevar al genocida Ríos Montt a juicio por la masacre de más de 200.000 personas que terminó fracasando. Esto, a pesar de que el Acuerdo Global Sobre Derechos Humanos, firmado en 1994, estipuló que:
1. Las partes coinciden en que debe actuarse con firmeza contra la impunidad. El Gobierno no propiciará la adopción de medidas legislativas o de cualquier otro orden orientadas a impedir el enjuiciamiento y sanción de los responsables de violaciones a los derechos humanos.
2. El Gobierno de la República de Guatemala promoverá ante el Organismo Legislativo, las modificaciones legales necesarias en el Código Penal para la tipificación y sanción como delitos de especial gravedad, las desapariciones forzadas o involuntarias, así como las ejecuciones sumarias o extrajudiciales. Asimismo, el Gobierno promoverá en la comunidad internacional el reconocimiento de las desapariciones forzadas o involuntarias y de las ejecuciones sumarias o extrajudiciales como delitos de lesa humanidad.
3. Ningún fuero especial o jurisdicción privativa puede escudar la impunidad de las violaciones a los derechos humanos.
Así de claro. El documento también prohíbe expresamente la existencia de grupos armados de justicia privada. Aunque llevaron a juicio a algunos militares, generalmente de bajos rangos, hubo impunidad total para los altos mandos, entre ellos Ríos Montt, y por supuesto reina la impunidad frente a los asesinatos cometidos por los grupos de justicia privada hoy en día, no obstante la conformación de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala. Sin embargo, impunidad es lo que hay.
En su reciente informe, Amnistía Internacional señala que:
En mayo, el Congreso aprobó una resolución no vinculante en la que manifestaba que no se había cometido genocidio durante el conflicto armado interno. La resolución contradecía frontalmente una investigación realizada por la ONU en 1999 que concluía que durante el conflicto, en el que 200.000 personas murieron y 45.000 fueron sometidas a desaparición forzada, se habían cometido genocidio, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. Más del 80% de las víctimas de homicidio y desaparición forzada durante el conflicto eran indígenas mayas.
Mientras tanto, el mismo informe señala que:
En julio, Fermín Solano Barrillas, exmiembro de la oposición armada durante el conflicto armado interno, fue condenado a 90 años de prisión por dirigir la masacre de 22 personas perpetrada en 1988 en El Aguacate, departamento de Chimaltenango.
Es decir, que mientras Ríos Montt sale libre y el Congreso dice que el genocidio cometido por él y otros es un cuento de hadas, sí se persigue a los exguerrilleros. Puede que tengan toda la razón con el caso del guerrillero, pero no deja de ser un contraste fuerte con el caso de Ríos Montt. Esto es una clara muestra de lo que se puede esperar en Colombia, donde podemos decir claramente que no habrá mayores sanciones contra los altos oficiales de la Fuerza Pública y mucho menos contra políticos a raíz del acuerdo sobre justicia.
En El Salvador se aprobó la Ley de Amnistía de 1993, un año después del final del conflicto, esa ley es la garantía de impunidad en el país y la razón por la cual los militares, políticos y empresarios duermen tranquilos todas las noches.
Juzgar a los políticos
La tinta sobre el papel no se ha secado y ya estallaron las primeras controversias. El fiscal General de la Nación, Eduardo Montealegre, en declaraciones a la prensa, dijo que bajo el nuevo acuerdo se perseguiría penalmente al expresidente Uribe Vélez. El Estado reaccionó rápidamente y Yesid Reyes, ministro de Justicia, dijo que “jamás se pensó que los expresidentes tuvieran que acudir a ese tribunal”, según indica la revista Semana, agregando que esas suposciones “terminan haciéndole daño al proceso”.
Hay que escuchar bien al ministro, no solo se descarta cualquier posibilidad de juzgar a semejante personaje sino que dice que quienes lo proponen hacen daño al proceso de paz. Esta frase se escuchará mucho en el futuro: ‘en nombre de la paz, no pidan más, no exijan más’. Las víctimas buscando justicia serán los nuevos terroristas que quieren desestabilizar al país. Eso no sólo se ha visto en otros países sino que en Colombia hemos visto ejemplos de lo mismo cuando la Iglesia Católica ‘exige’ a las víctimas que perdonen a los victimarios, tal como dijeron explícitamente en el proceso con los paramilitares. El perdón es sólo la mitad de la consigna que se busca destruir: “Ni perdón ni olvido”. Habrá que perdonar y habrá que olvidar. Eso es lo esencial del acuerdo respecto a los agentes del Estado.
No sólo se debe juzgar a Uribe sino a todos los presidentes, pues Uribe no hizo nada que no hicieran los demás en algún momento. Inclusive, sus acciones en los noventa como gobernador de Antioquia fueron amparadas por el decreto de Gaviria y el gobierno de Samper: no montó las Convivir solo, lo hizo aplicando la legislación vigente y con el beneplácito del Estado.
Humberto de La Calle en el banquillo
De paso podemos pedir que el jefe del equipo negociador del gobierno colombiano podría ser juzgado por esa jurisdicción especial. De La Calle fue ministro del Interior entre 1990 y 1991, cuando la masacre de Trujillo llegó a su punto más feroz. La III División del Ejército, bajo el mando de José Manuel Bonnet Locarno, futuro comandante del Ejército, asesinó a centenares de personas. Bonnet no asumió ninguna responsabilidad, ni siquiera por línea de mando, pero el Presidente Samper sí aceptó la responsabilidad del Estado por esa masacre. Entonces, ¿será que los ministros de gobierno de ese entonces tienen alguna responsabilidad y, si no la tienen, por qué?
Pero, las hazañas de Humberto de La calle no terminan ahí. Fue vicepresidente de Samper, durante los primeros dos años, y renunció por una cuestión ética: la entrada de dineros del narcotráfico a su campaña electoral. Eso fue algo importante y ético para él, sin embargo, no renunció por las Convivir. Es decir, formar, organizar, dotar de armamento a grupos de civiles que luego asesinaron a otros civiles y se convirtieron en la fachada legal de los grupos paramilitares no fue una cuestión ética. No es descabellado proponer que De La Calle sea juzgado en esa jurisdicción especial y que nos cuente toda la verdad para obtener los beneficios jurídicos aplicables en el caso.
Pero nada de eso ocurrirá. Como en todos los otros procesos de paz, los principales beneficiarios no perderán su estatus de beneficiario y sus privilegios, y, por supuesto, no perderán su libertad. La razón es sencilla, pero casi nunca se dice: las FARC perdieron la guerra, el Estado ganó. La única persona que ha dicho esto es Humberto de La Calle. Los procesos de paz se basan en una mentira: que nadie gana ni pierde y que la paz es un proyecto de todos. Pero no lo es. Las FARC se retiran de la batalla y se disuelven, el Ejército oficial no. Está claro quién gana una guerra, pues es quien queda en pie y el vencedor echa la culpa por todos los males que aquejan el país, todo el horror de la guerra, todo el sufrimiento a un solo actor, el perdedor. Es por eso que las FARC serán juzgadas, perdieron, y como una migaja algunos militares de bajo rango pueden ser juzgados, aunque con un tratamiento especial.
El periodista William Ospina lo describió bien en su columna de El Espectador:
Pero, aunque las Farc admitan ser las principales responsables de los crímenes y las atrocidades de esta guerra, yo tengo que repetir lo que tantas veces he dicho: que es la dirigencia colombiana del último siglo la principal causa de los males de la nación, que es su lectura del país y su manera de administrarlo la responsable de todo. Responsable de los bandoleros de los 50, a los que ella armó y fanatizó; de los rebeldes de los 60, a los que les restringió todos los derechos; del M19, por el fraude en las elecciones de 1970; de las mafias de los 80, por el cierre de oportunidades a la iniciativa empresarial y por el desmonte progresivo y suicida de la economía legal; de las guerrillas, por su abandono del campo, por la exclusión y la irresponsabilidad estatal; de los paramilitares, que pretendían brindar a los propietarios la protección que el Estado no les brindaba; responsable incluso de las FARC, por este medio siglo de guerra inútil contra un enemigo anacrónico al que se pudo haber incluido en el proyecto nacional 50 años antes, si ese proyecto existiera.
Lo que me asombra es que la astuta dirigencia de este país una vez más logre su propósito de mostrar al mundo los responsables de la violencia, y pasar inadvertida como causante de los males. A punta de estar siempre allí, en el centro del escenario, no sólo consiguen ser invisibles, sino que hasta consiguen ser inocentes; no sólo resultan absueltos de todas sus responsabilidades, sino que acaban siendo los que absuelven y los que perdonan.
Como dijo Julio Cortázar en “El Libro de Manuel”, “es muy importante comprender quién pone en práctica la violencia: si son los que provocan la miseria o los que luchan contra ella”. El proceso de paz con las FARC y, sobre todo, el acuerdo sobre justicia niegan ese elemento. Es el Estado el principal responsable de la violencia y si buscamos criminales de guerra los encontraremos en el Congreso de la República, en el Estado Mayor de la Fuerzas Militares y, por supuesto, en el equipo negociador del Estado en La Habana.
Los reclamos del Movice
Está bien que el Movice haga reclamos, que haga preguntas, que exija la participación de las víctimas en el proceso de selección de casos, etc. Pero el Movice tiene que comenzar deshaciéndose de sus ilusiones en el proceso y el acuerdo. Su lucha contra la impunidad no se acerca a una etapa final sino que apenas comienza. El acuerdo y el proceso no inauguran una nueva época de justicia y el fin de la impunidad sino que la impunidad gozará de nuevos mecanismos y a los que buscan la justicia se les acusará de buscar el ‘fin de la paz y la reconciliación’. Tendrán que luchar como los guatemaltecos para llevar ante la justicia a personajes como Ríos Montt, tendrán que buscar fiscales valientes, sabiendo esos fiscales que por su osadía y coraje ellos serán perseguidos y hostigados, como fueron sus homólogos en Guatemala.
La impunidad no es sólo un problema en América Latina. En Irlanda, los responsables estatales de masacres y torturas nunca fueron identificados. Ni hablar de ser procesados. Los asesinos de abogados como Pat Finucane no han sido procesados ni plenamente identificados, aunque sí se sabe que agentes estatales participaron. Los británicos involucrados en los atentados de Dublín y Monaghan tampoco han sido identificados y, hasta hoy, tanto el Estado británico como el irlandés niegan la participación de agentes estatales. Se estableció una comisión para investigar la masacre del Domingo Sangriento, donde trece civiles fueron asesinados delante de las cámaras de televisión. Esa investigación concluyó que los soldados rasos tenían algo de culpa, no los mandos militares, ni el gobierno ni mucho menos la reina Isabel, quién condecoró el mando encargado de la masacre.
El Movice también tendrá que deshacerse de sus ilusiones en la justicia internacional. En su comunicado se refiere a la presencia de jueces internacionales como una garantía de imparcialidad. ¿Realmente creen eso? No obstante los fallos de la CIDH, la justicia internacional funciona en la práctica como una especie de imperialismo jurídico. Hasta el momento, la Corte Penal Internacional sólo ha juzgado a africanos por las guerras allá y ha pasado por alto la participación de intereses extranjeros en todos esos conflictos. En el caso de Sierra Leona, condenó a varios africanos pero ni a uno solo de los europeos involucrados en el tráfico de los llamados ‘diamantes de sangre’. Ni siquiera se ha planteado la posibilidad de juzgar a algún europeo.
Si se trata de juzgar a algunos militares, puede que algún juez extranjero sea imparcial, aunque debemos recordar que en años recientes el sistema colombiano ha logrado enjuiciar y condenar a varios militares de alto rango por los ‘falsos positivos’. Pero, si en algún momento se intenta tocar el tema de las empresas extranjeras los jueces internacionales no serán imparciales, como nunca lo han sido en ninguno de los conflictos donde los intereses económicos de los países imperialistas están en juego. Y esto no sólo se refiere a Iraq y a Siria sino a las guerras sucias en América Latina. ¿Acaso creen que se juzgará a los directivos de Chiquita que ya han reconocido su papel en la guerra sucia en Colombia? Un juez canadiense no dirá mucho sobre el papel de las mineras canadienses y un juez británico tampoco será tan imparcial como se cree a la hora de juzgar a BP por lo que hizo.
Quizás esperen que el juez Baltasar Garzón ayude en la lucha contra la impunidad. A fin de cuentas, es el juez preferido de las ONG de derechos humanos en Colombia, muy a pesar de ser un violador de los derechos humanos en el País Vasco, donde cierra periódicos, limita el derecho de asociación y donde procesa a reos que han sido torturados.
Aceptar la realidad tal cual es
Si no se acepta que las FARC han sido derrotadas militarmente y que el contenido de los acuerdos muestra una profunda derrota política, las organizaciones campesinas, obreras y de derechos humanos no podrán avanzar en su lucha contra la impunidad.
Lo primero que hay que hacer es tomar cuenta la situación en la que el movimiento popular se encuentra. Entonar cantos de una falsa e inexistente victoria –o siquiera de un avance– no ayuda a nadie. Hay que aceptar la derrota por lo que es y organizarse en medio de esa realidad. Actuar según la lógica de la gran victoria o avance que significan los acuerdos es prepararse para futuras derrotas aún más profundas, como ha ocurrido en todos los procesos de paz con organizaciones insurgentes donde las organizaciones sociales no reivindicaron su autonomía frente a los acuerdos firmados sino que se sumaron a ellos de una forma acrítica y no estaban en una posición de avanzar en sus luchas por haberse amarrado a unos acuerdos firmados entre entes ajenos: la insurgencia y el Estado.
Es la hora de distanciarse del proceso. A fin de cuentas, son organizaciones independientes y deben mostrarlo. El fin de la balacera no corresponde a nadie más que la insurgencia y el Estado, los acuerdos sociales se negocian con los actores sociales y deben tener criterios propios. Criticar u oponerse a un acuerdo no es lo mismo que pedir más guerra, como algunos intelectuales mentalmente empobrecidos quieren hacernos creer. Las opciones siempre son más amplias que la falsa elección entre más guerra o el proceso de paz.
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