Juan Diego García – diciembre 2 de 2021
Evidentemente, la firma del expresidente Santos en el acuerdo de paz no comprometía a la clase dominante que él se supone que representaba al negociar con una parte de la guerrilla colombiana.
Esta sería, probablemente, la principal razón para el balance tan pobre que se puede registrar hoy, a cinco años de la solemne firma del acuerdo. Si el gobierno de entonces prometió unas reformas que no habían sido acordadas con los principales centros del poder real del país hubiese sido un verdadero milagro que las hubiese podido cumplir. Santos no tenía entonces el apoyo político necesario de quienes tienen el poder real en el país y le habían elevado a la presidencia.
Adicionalmente, a su gobierno le quedaba ya muy poco tiempo y el nuevo presidente, Duque, ya había anunciado que haría “trizas” ese acuerdo. Y en la práctica lo ha cumplido: de lo acordado –ya muy recortado y desdibujado– queda casi todo por realizar y en la coyuntura actual, de cara a unas elecciones decisivas para el cambio de gobierno en 2022, resta tan solo la esperanza de que un nuevo gobierno reformista asuma ese pacto y proceda con realismo a cumplirlo aunque solo sea parcialmente. Si gana la derecha se mantendrá o profundizará la estrategia actual y este acuerdo de paz será uno más de los muchos que el gobierno colombiano ha firmado e incumplido en el pasado.
Además de carecer de ese respaldo político, Santos no tenía el apoyo parlamentario indispensable ni contaba tampoco con el poder Judicial –básicamente partidario de la derecha– ni, menos aún, con el cuerpo de funcionarios indispensables –sobre todo en sus niveles superiores– para hacer real lo pactado. De esto último debe destacarse el rol de las fuerzas armadas y de policía que, en esta ocasión, más que apoyar el acuerdo aparecen como un elemento disociador, desconfiable, resultado de sus vínculos nada desdeñables con la violencia que se pretende superar. Esto, sobre todo en lo que tiene que ver con las ejecuciones extrajudiciales de civiles inocentes, llamadas aquí ‘falsos positivos’, y no menos en sus vínculos con el paramilitarismo.
En síntesis, asumiendo que Santos hubiese tenido la intención real de cumplir con lo pactado lo cierto es que no tenía ni el respaldo político indispensable de la clase dominante ni instrumentos mínimos institucionales para impulsar el cambio. Ni podía o, como algunos afirman, tampoco quería realmente cumplir, pues su intención era tan solo adelantar algunas concesiones menores pero dejando el orden social intacto, el mismo orden que es el generador de la insurgencia armada. Tal como los gobiernos de este país han procedido siempre en circunstancias similares.
El gobernante actual, el señor Duque, ha cumplido casi al pie de la letra aquello que anunció su partido en campaña de volver “trizas” lo pactado y, más allá de las formas indispensables y de las declaraciones de rigor, lo cierto es que ha cumplido en lo fundamental esa promesa. De lo pactado en La Habana y de lo firmado luego en Bogotá queda una versión muy limitada en sus alcances –si se cumpliesen– y una aplicación muy reducida de lo que quedó, luego de los mil recortes a que ha sido sometido el acuerdo.
Santos tampoco tuvo un apoyo decidido de la opinión pública, una parte importante de la cual vive ahora en las ciudades, no cuenta con la sensibilidad necesaria por los problemas del campesinado y percibe, en porcentajes nada desdeñables, la lucha guerrillera como una suerte de ‘guerra lejana’ que apenas les afecta. La sistemática campaña de manipulación y control de la opinión pública adelantada por la derecha y apoyada plenamente por los mayores medios de comunicación, que se encuentran en manos de grandes empresarios nacionales y extranjeros, produjo el triunfo del ‘no’ en el plebiscito que debía refrendar lo acordado con la insurgencia, si bien superando al ‘sí’ por un porcentaje mínimo, que rondaba el 1% de los votos emitidos en un país que registra desde hace más de medio siglo una abstención que en promedio puede ser superior al 50% del censo electoral –otra muestra más del nulo valor que su población da a las instituciones–.
Si todo esto afectó a Santos, a Duque le ha servido de justificante para adelantar su estrategia de hacer “trizas” lo pactado. Hay, sin embargo, otros indicadores que sugieren que el apoyo al cambio es mayoritario ya que prácticamente todos los puntos claves del acuerdo de paz coinciden con las reivindicaciones populares manifestadas en los masivos movimientos de protesta de este y de años anteriores en Colombia.
Si el nuevo gobierno que salga de las elecciones de 2022 tiene la intención de cumplir con el acuerdo de paz –además de otras reformas indispensables reivindicadas mayoritariamente por la ciudadanía– tendría que buscar que esa clase dominante acepte de buena gana la realización de esas reformas o, en caso contrario, dotarse de los instrumentos suficientes para imponerlas en nombre de las mayorías que le lleven al poder. Además de ganar la presidencia tiene que asegurar apoyos suficientes en el resto de los poderes del Estado (Legislativo y Judicial) y proceder a cambios substanciales en el aparato burocrático, decisivo para que las medidas aprobadas se puedan llevar a cabo.
Entre estas reformas se destaca la remodelación de los entes de la Justicia y, por supuesto, la transformación a fondo del cuerpo militar y policial que siempre ha sido la carta final con la cual la clase dominante consigue derrotar a los gobiernos reformistas que afectan sus intereses. No andan muy descaminados quienes ya están llamando la atención sobre el riesgo de un magnicidio para impedir el triunfo de la izquierda en las próximas elecciones, pues no sería la primera vez que esto ocurriera en la historia reciente de Colombia: sucedió en 1948 con el asesinato de Gaitán, un nacionalista reformador que ganaría las elecciones contra los candidatos de la burguesía criolla; o con Galán en 1989, un liberal reformista que también tenía asegurado el triunfo en las elecciones presidenciales del año siguiente contra los candidatos del régimen y fue asesinado.
El balance del acuerdo de paz entre el Estado colombiano y la antigua guerrilla de las FARC-EP no puede ser más decepcionante y permite reflexionar sobre los retos que tendría que enfrentar un gobernante reformista que pueda ganar las elecciones de 2022. Esto, no solo para darle cumplimiento a lo pactado sino para adelantar las muchas otras reformas que está solicitando un porcentaje mayoritario de la población. Tiene que intentar ganar el mayor espacio posible en las instituciones, poderes del Estado y en el cuerpo de funcionarios, de lo cual resultan decisivos los cuarteles para impedir que por medio de la violencia una minoritaria clase dominante consiga impedir el cambio.
Tal objetivo está lejos de ser imposible: la izquierda tiene que consolidar el actual movimiento de protesta, darle mayor organización y elevar su nivel de conciencia política. Asimismo, debe ampliar sus apoyos populares, incluyendo a sectores de las clases medias (mediano y pequeño empresariado), y hacer llegar el mensaje del cambio también a los cuarteles pues la inmensa mayoría de policías y militares son gentes del pueblo y de sectores medios a los cuales el cambio también les favorece. Tiene que ser posible que en el futuro inmediato en las escuelas de la Policía de Colombia no se elogie al Tercer Reich ni se disfrace a sus miembros de Adolf Hitler, como sucedió la semana pasada; tiene que ser posible un día en que el Ejército se limite a defender la integridad territorial del país y la Policía sea garante de un orden público destinado a proteger a la ciudadanía.
Si encuentras un error, selecciónalo y presiona Shift + Enter o Haz clic aquí. para informarnos.