Por: Juan Diego García – septiembre 13 de 2007
Quienes se presentan como desinteresados defensores de la democracia y ven un proyecto de dictadura en la propuesta de reforma constitucional de Hugo Chávez apenas consiguen ocultar la defensa de sus privilegios y, sobre todo, la manipulación grosera de los principios que dicen defender. Basta considerar los contenidos de esa propuesta para tener claro a qué colectivos mayoritarios favorece y a qué minorías perjudica, y, especialmente, confirmar que el proceso que empieza con el debate público y concluye con un referendo popular de aprobación o rechazo satisface las exigencias democráticas más rigurosas.
Los críticos internos de esta propuesta prefieren, sin duda, la versión raquítica de la participación, tan común en los procesos electorales tradicionales, manipulados y ‘corregidos’ para evitar los excesos de estos pueblos levantiscos y tropicales. Los críticos externos ven peligrar los enormes privilegios que les han permitido, durante siglos, saquear sin compasión a estos países y considerarles entes de segundo rango, a los que no asiste el derecho de afirmar su propia identidad y soberanía. Los colonialistas de ayer son los neocolonialistas de hoy y sus argumentos resultan muy similares. Ya se sabe: el zorro pierde el rabo pero no las costumbres. Unos y otros, opositores internos y externos, tienen, sin embargo, muy difícil armonizar sus posturas con los principios democráticos que dicen defender con tanta pasión.
En efecto, proponer la elección indefinida es tan democrático como establecer límites al ejercicio de la presidencia. En España, cualquier persona puede ser elegida tantas veces como se postule y la elija la ciudadanía. En otros países, sin embargo, este derecho se limita a uno o dos periodos y en ambos casos se trata de decisiones plenamente libres y democráticas. Algo muy diferente ocurre con los presidentes vitalicios –tipo Duvalier, en Haití– porque son formas encubiertas de dictadura, aunque se acepta sin mayores reparos la figura del senador vitalicio o la realidad de los gobiernos ‘vitalicios’ –siempre de la derecha– que en Japón (liberales) o en Italia (democracia cristiana) se han eternizado en el poder, no siempre con métodos y apoyos confesables. Tampoco despierta inquietudes el binomio demócrata republicano de los Estados Unidos o el dúo inseparable de liberales y conservadores de Colombia, a los cuales sólo una mente muy generosa definiría como dos partidos en juego democrático por la alternancia en el poder.
Del proyecto de Chávez se suele enfatizar tan sólo la elección presidencial indefinida, pues resulta útil para acusarle de promover la dictadura. También sirve para ocultar que su propuesta tiene otros propósitos, de claro beneficio para las mayorías de la población, acomodando la normativa legal a las nuevas realidades del país, pues no es posible llevar a cabo el programa electoral que apoya más del 60% de la ciudadanía sin introducir cambios sustanciales en la relación del Estado con la economía, la ampliación de los derechos laborales, el carácter de la propiedad y las formas de participación que vayan más allá de la simple delegación mediante el voto. La vieja estructura institucional ya no resulta operativa.
La propuesta del gobierno bolivariano amplía la función del Estado: de simple impulsor y protector de la economía privada pasa a favorecer igualmente la propiedad pública, las empresas mixtas y el área novedosa de la economía social. Todas estas formas existen en Europa y en los Estados Unidos. ¿Qué molesta tanto a los críticos? Seguramente que se fortalezca el rol económico del Estado nacional y la función de lo público en las empresas mixtas –sobre todo con entidades extranjeras– y se apoye a las cooperativas y empresas asociativas que florecen al calor de la Revolución Bolivariana, aunque nada de esto resulta incompatible con la democracia, ni siquiera con el capitalismo.
Es perfectamente legítimo que el Estado decida recuperar el control de la banca central del país, convertida hoy en Latinoamérica en un ente controlado por grupos minoritarios de la oligarquía criolla, la banca extranjera y los funcionarios del FMI o el BM. No es posible que semejante resorte funcione a espaldas de la voluntad popular y la soberanía nacional, en manos de técnicos y funcionarios al servicio de intereses espurios. Se alega que con la autonomía de la banca central se evitan las aventuras financieras del Ejecutivo o de legisladores irresponsables. Sin embargo, en ninguna de las profundas crisis recientes en este continente tal independencia ha protegido sus economías. Más bien, cabe preguntarse si su papel no ha sido, precisamente, propiciar las crisis favoreciendo a especuladores de todo tipo.
Se denuncia sin paliativos a Hugo Chávez por ‘intervencionista’, pero la crítica feroz se convierte en murmullo discreto y complaciente si se trata de Sarkozy quien, en un arranque de puro intervencionismo, propone precisamente revisar la relación entre la banca central de Francia y el Banco Central Europeo, en su opinión, demasiado independiente y demasiado alejado de asuntos que atañen a la soberanía de su país. Más aún, la andanada de tanto demócrata de última hora y de tanto neoliberal enfurecido de ambos lados del Atlántico contra Hugo Chávez por su ‘intervencionismo’ ocurre, precisamente, cuando los bancos centrales de Estados Unidos y la Unión Europea inyectan más de 200.000 millones de dólares para detener el caos mundial que provoca la crisis inmobiliaria, en una de las mayores intervenciones estatales en la economía que se recuerde en los últimos tiempos. Por supuesto, se trata del dinero de los contribuyentes para salvar a la banca privada, no de fondos destinados a los ciudadanos ahogados por el monto de sus hipotecas. Esta intervención se saluda como sabia decisión, la de Chávez, de dirigir los esfuerzos gubernamentales en beneficio de los más pobres, se condena por ‘populista’. Como señala Ralph Nader al respecto: “esos capitalistas corporativos deberían ser denunciados cuando siempre dicen que el gobierno es el problema, cada vez que actúa para ayudar a la gente de a pié con regulaciones sanitarias y de seguridad, por ejemplo, pero que el gobierno es maravilloso en cuanto llama a los burócratas a realizar misiones para rescatarlos de su propia codicia y demencia”.
También es afirmar soberanía nacional fortalecer el control público de la inversión extranjera, como propone ahora el gobierno de Venezuela, sin excluir las expropiaciones, una medida normal dentro de las reglas de juego del capitalismo. Contrasta la dureza de la crítica con el silencio interesado acerca de la manera como el gobierno venezolano las realiza: todas y cada una han recibido la indemnización correspondiente.
Tampoco mencionan los críticos de Chávez que la propuesta de reforma constitucional amplía los derechos de los asalariados, la cobertura de los trabajadores autónomos, reduce la jornada laboral, garantiza pensiones y otros servicios sociales –como la atención médica universal– normales en el estado del bienestar en Europa. Por primera vez en la patria de Bolívar, la riqueza petrolera no se dirige a satisfacer los gustos de la elite blanca, ignorante y corrupta que ha regido los destinos del país desde siempre, y eso es precisamente lo que les molesta e indigna.
A algunos les preocupa mucho el capítulo referido a las nuevas formas de democracia directa. Les angustia ver cómo las formas burocráticas del poder delegado se ven limitadas por el surgimiento de los Consejos Comunales, en los cuales la ciudadanía debate, analiza y decide sobre los asuntos de su propio interés. El presupuesto local escapa, entonces, de las manos de los administradores tradicionales y la corrupción se dificulta ante los ojos vigilantes de la comunidad. Si la democracia directa se practica en Suiza –aunque sea para expulsar extranjeros o negar el voto a la mujer–, la democracia sin intermediarios es loable. Pero si se impulsa entre negros, mestizos, zambos, blancos pobres e indios de un país en plena revolución, entonces, la medida es digna de las mayores condenas. Más aún, si tales consejos los realiza Uribe Vélez, el vecino presidente de Colombia, en verdaderas encerronas en las cuales la población nada decide y sólo escucha las promesas y regaños del belicoso presidente de la ‘seguridad democrática’, a ninguno de los críticos parece inmutarle este debilitamiento de las formas clásicas del poder delegado que se impulsa en este país andino como ‘Estado comunitario’, éste sí de connotaciones claramente fascistas.
Lo que más duele a los críticos es que la Revolución Bolivariana no se aparta un milímetro de las reglas del juego y cuando éstas deben cambiarse, la decisión se somete a debate y se lleva a la aprobación libre y mayoritaria de la población, en cumplimiento riguroso de otra de las reglas de oro de la democracia. No hay ni imposición ni dictadura: todo cambio sustancial se somete al Constituyente Primario y a éste se entrega la potestad de dirigir directamente sus asuntos, en la medida en que la racionalidad lo aconseja.
La oposición interna poco o nada podrá hacer dentro de las normas de la legalidad. Por eso resulta tan peligrosa, pues desesperada acude y acudirá, cada vez con mayor ahínco, a los caminos de la conspiración, del golpe militar, de la revuelta financiada o de la misma invasión extranjera. La oposición externa, por su parte, teme por sus intereses –que no son precisamente los del pueblo de Venezuela–, su esperanza radica en una lejana y oportuna intervención de marines y mercenarios, aunque de momento se contenta con prepararla, convirtiendo a Chávez y su proyecto en un riesgo para la democracia occidental, la paz en la región y la estabilidad mundial. Como resulta evidente, en este asunto está en juego mucho más que un cambio en el texto constitucional.
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