Por: Maureén Maya – junio 2 de 2008
En Colombia, miles de personas fueron torturadas en batallones militares durante las últimas décadas. Estos casos no han sido denunciados con el despliegue merecido y el país se resiste a asumir sus evidentes costos. Es tiempo de hablar de las víctimas no reparadas de la tortura y de los militares condecorados por sus crímenes de lesa humanidad.
La actual crisis institucional, política y de valores que atraviesa Colombia, con todos sus anuncios decadentes, no es extraña. Al contrario, es el claro resultado de un proceso histórico marcado por la complicidad institucional, la indolencia, el desvergonzado saqueo del erario público, la filtración de la mafia y la creencia de que todo es susceptible de ser comprado y que el crimen tarde que temprano se olvida. El fin justifica los medios es la regla de oro de mediados y finales del siglo XX en Colombia. De hecho, al actual mandatario le cala muy bien. En el país se roba y se prostituye el alma y el cuerpo para pagar lipo esculturas, se tranza el destino del país para tener carros de lujo, rubias ensiliconadas y haciendas de gusto traqueto, se mata para garantizar supremacía en el poder y evitar la confrontación de las ideas. Vivimos bajo la ley del consumo en su máximo esplendor y en el más absoluto desprecio por la vida humana.
A lo lejos, bajo el puente presidencial que esgrime la bandera de la seguridad, está la miseria que nadie quiere ver: los barrigones desnutridos, mujeres como esqueletos ambulantes, hombres sin provenir y sin derechos. Desplazados, aterrados, encerrados y desterrados tal como ayer. Ésa es la realidad de nuestra patria y, cierto es, no podría ser de otra manera: es lo que desde el silencio, la cobardía y el cinismo hemos construido como sociedad.
Cuando se avanza en el camino del encubrimiento cínico, de la hipócrita permisividad y de la indiferencia social no se puede esperar una nación limpia, sana democráticamente o que esté orientada hacia la consolidación de un Estado soberano, en paz, con desarrollo y prosperidad; nada mejor que un Estado controlado por mafias asesinas podemos tener.
Si quisiéramos echar un vistazo a nuestro pasado para encontrar el punto exacto en el que se perdió el rumbo, tendríamos que reconocer o que siempre estuvo perdido o que sucedió hace tantas décadas atrás que sería difícil precisar en qué momento se gestó el horror que recién enfrentamos hoy en día o quiénes fueron sus directos responsables. Es difícil saber porque en ello se conjugaron tantos elementos a fin de garantizar la permanencia en el poder de una clase social excluyente y perversa que ni siquiera los rostros de los últimos siete u ocho mandatarios podrían darnos la respuesta: tras ellos estaba una oligarquía criminal, una dirigencia corrupta permeada desde hace por lo menos 30 años por el narcotráfico, unas fuerzas Armadas adiestradas para asesinar en total impunidad, una Iglesia de derecha que siempre se hizo la de la vista gorda frente a los crímenes porque sólo le interesaba mantenerse como aliada de un poder que se legitimaba a través del engaño, la compra de conciencias y el delito. Uribe es el resultado de todo eso, no hay porque alarmarse.
Hace rato perdimos la cuenta de las masacres que nunca fueron investigadas, de los delincuentes premiados y nombrados en cargos diplomáticos en el extranjero, del número de violaciones a los derechos humanos encubiertas por el Estado, de los lideres asesinados o desaparecidos. Si acaso, a veces recordamos que un partido político fue exterminado bajo el silencio cómplice de varios gobiernos de turno, que jamás se atrevieron a levantar la voz para censurar las persecuciones y menos para impulsar las debidas investigaciones o, al menos, para brindar protección a los sobrevivientes, muchos de los cuales viven sólo porque partieron para el exilio, y habrá uno que otro, como Ricardo Palmera, que optó por la lucha armada.
En Colombia se calcula que bajo el régimen de Turbay fueron torturadas en batallones militares cerca de 15.000 personas. La Corte
Suprema llevaba 1.800 procesos cuando se produjo la toma del Palacio de Justicia. No se sabe con exactitud cuantas personas fueron desaparecidas por agentes uniformados que portaban armas de uso privativo del Ejército y jamás estos militares fueron ni siquiera señalados, investigados o de algún modo sancionados. Y era natural, no tenían por qué ser siquiera amonestados cuando ése era el procedimiento habitual, lo que garantizaba el ascenso en las carreras militares, y esto continua reproduciéndose hasta nuestros días. Ahora, por vez primera en la historia, se encierran a algunos mandos por haber desaparecido civiles y guerrilleros en la toma del Palacio de Justicia, pero hay que ver la calidad de sus reclusiones, las libertades y los lujos de los que gozan, burlando una vez más la justicia colombiana. Es decir, cuando la sanción debería ser ejemplar porque, además de sus delitos, traicionaron la confianza de la sociedad, de las instituciones, usaron las armas, su poder y el uniforme para cometer actos criminales y encima se garantizaron impunidad, son llevados a clubes militares donde los soldaditos les sirven de mucamas y de meseros, y encima nos dicen que eso es justicia.
En Colombia la tortura ha sido una práctica constante que nunca ha sido sancionada ejemplarmente, ni siquiera tibiamente. La llamada ‘tortura del agua’, inventada en tiempos de la inquisición y que legitima el gobierno de Estados Unidos denominándola ‘interrogatorio duro’ es una violación a los derechos humanos. En el Cantón Norte, en la Escuela de Caballería de Usaquén, en la escuela de Facatativá, en la Charry Solano y en muchas más se practicó la tortura del agua y esto no es secreto: cientos de miles de personas fueron sometidas al submarino, al estiramiento con caballos, a las colgadas al aire libre, choques eléctricos en el cerebro y los genitales, y a toda clase de técnicas medievales con las que se pretendía inducir confesiones, atemorizar a las personas y diezmarlas en todos los sentidos, en medio de la peor y más abyecta degradación humana. Abogados defensores de derechos humanos que siguieron estos procesos han corrido la misma suerte, como en el caso de Alirio Pedraza, quien fue torturado y descuartizado por oficiales del Ejército, o Eduardo Umaña Mendoza, acribillado a tiros en su propia casa. A los militares asesinos de Colombia nadie los toca, ellos son el poder real, y ésa ha sido la histórica consigna.
Hoy sabemos perfectamente donde están esos militares que torturaron y desaparecieron civiles acusados de ser simpatizantes de la guerrilla, por ser lideres de izquierda, comunistas, maestros o artistas. Hasta el poeta Luis Vidales fue arrancado al amanecer de su casa para ser interrogado en batallones militares, García Márquez se tuvo que marchar de Colombia, como muchas otras mentes brillantes, y todo aquel que fuera interpretado como una amenaza, en razón de sus ideas, fue torturado y los responsables hoy en día ocupan altos cargos dentro del Ejército, se han pensionado con honores, uno que otro ha sido sepultado como héroe de la patria y algunos otros han sido asignados como agregados militares en distintas embajadas de Colombia en el exterior.
Y las víctimas de la tortura, ¿dónde están? ¿Quién las reparó? ¿Quién reconoció en ellas el abuso del Estado? Las víctimas de las torturas siguieron adelante con sus vidas hechas añicos, marcadas para siempre. Hoy muchas de ellas prefieren no tocar el tema, sufren de pesadillas, de odio, de rabia e impotencia. Algunos miran con sospecha a todo aquel que se les acerca, no logran conciliar el sueño si no se han asegurado de que la puerta tiene doble seguro y de que la luz del dormitorio está encendida. Algunos, cada que se emborrachan, entran en angustiosos estados de pánico, no soportan los ruidos fuertes, las luces incandescentes o los espacios cerrados. Nunca han olvidado lo que les tocó vivir, aunque se resistan a recordar, y lo más grave de sus experiencias, lo que las convierte en algo insuperable, es que jamás recibieron justicia.
Una torturada cuenta que, por accidente en alguna oportunidad, reconoció a uno de sus torturadores: él ya la había olvidado, ella nunca lo olvidó y su triunfo personal fue no experimentar odio hacia él ni deseos de venganza. “Tiempo atrás no lo hubiera resistido, hubiera echado a correr presa del pánico o de ira me le hubiera abalanzado encima”. Ella dice que lo superó tras años de terapia, que por suerte su familia le pudo costear, de ir y venir en el tiempo, de traer al presente su impotencia, el horror de saberse sola e indefensa, abrazada a su ideología como bandera moral, frente a unos hombres de uniforme que la insultaban, la sumergían en pozos de agua fétida hasta perder la conciencia, la amarraban y colgada de vigas la golpeaban con varillas y palos, la violaron infinidad de veces hasta con armas, le arrancaron las uñas, esas si nunca le sanaron, y los pezones con alicates. Ella hoy se siente triunfadora: el objetivo de la tortura era diezmarla moralmente como ser humano y eso nunca lo consiguieron. Sus verdugos continúan libres, incluso algunos de ellos llevan soles en la solapa, miran con altivez con sus zapatos bien lustrados y los periodistas les hacen reverencias cada que van a recoger un informe oficial, de esos que se emplean para elaborar las noticias y falsear la memoria de este país.
Tengo otra amiga que también fue torturada, brutalmente torturada en los calabozos del DAS y en el Cantón Norte. Ella nunca lo superó ni se declara victoriosa. Fue violada por batallones completos de bestias de uniforme militar, asistió a simulados fusilamientos en estado de embarazo. Su hijo, que hoy tiene 20 años, es el testimonio claro de la rebeldía de la vida, pues, contra todo pronóstico, logró nacer aunque no puede procesar el odio que su madre dice sentir hacia él. Ella sabe quiénes la torturaron, incluso señala directamente al director del DAS de aquella época, al querido y ejemplar ciudadano devoto del Divino Niño que le hizo el milagrito de salvarlo de morir en un atentado. “¿Para qué denunciar? –me dice ella– ¿para que me vuelvan a encerrar, a torturar y, esta vez, a desaparecer? No vale la pena, fuimos muchos los torturados, a los que el Estado nos inyectó el veneno del odio y la desconfianza en la sangre, a mí ya nada me salva –dice–, ni siquiera en un manicomio encontraré redención. Lo hecho, hecho está y en Colombia no existe la justicia”.
¿Cómo, entonces, podemos creer en un nuevo país, cuando el odio y la injusticia nos dominan? A las víctimas que he observado en canales extranjeros, a las que les arrebataron hasta las ganas de vivir, les encuentro en el rostro una luz de esperanza cuando saben que lo que sufrieron no quedó en la impunidad y que sus verdugos fueron condenados. En Colombia las víctimas sobreviven solas, marginadas, condenadas al silencio y a la urgencia por encontrar el olvido o por ejercer justicia por mano propia. Quizás todo el país merezca el psicoanálisis, un pare en el camino para poder confrontar, a la luz de la verdad, nuestra cadena de odios y venganzas sin resolver. Lo que vivimos hoy –la motosierra, la parapolítica, los escuadrones de la muerte, los que escriben las amenazas, los que intentan paralizar en el miedo a quienes no piensan como ellos– es el resultado de esta tragedia inconclusa, de un Estado cómplice de acciones terribles, un Estado que, bajo el pretexto de preservar unas instituciones podridas en mora de ser restauradas, prefirió esconder la barbarie si es que no patrocinarla, legitimar el crimen y hacer de la justicia un dolorosa burla para los millones de compatriotas que, ante su ausencia, no han encontrado la paz ni el equilibrio necesarios para poder seguir adelante con sus vidas. ¿Qué noción de patria, de democracia y de justicia puede tener en Colombia una víctima de la tortura jamás reparada o alguien a quien las Fuerzas Armadas le desaparecieron a un ser querido sin que jamás nadie haya sido señalado o responsabilizado por ese crimen?
Creo que ha llegado el tiempo de confrontar nuestro pasado infame y, considerando que los delitos de lesa humanidad no prescriben, es necesario que las víctimas se vistan de valor y se decidan a hablar para poder sanar su alma, para que logren procesar del mejor modo posible sus tragedias y vislumbrar un mejor mañana. Es hora de que las víctimas de la tortura se integren como una coalición de apoyo, donde cuenten con asesoría sicológica y jurídica, donde puedan ser escuchadas, valoradas y re dignificadas. Es tiempo de que encaremos como sociedad esta tragedia, porque sólo confrontando el pasado podemos escribir un mejor futuro. Sólo cuando se abran los debidos procesos y haya justicia podremos soñar con un país sin odio ni violencias. Éste es un tema impostergable, si es que de verdad queremos que nuestros hijos y nietos hereden un país mucho mejor del que nos tocó a nosotros.
En Colombia no tuvimos dictaduras militares como las del Cono Sur. Nunca fue necesario porque el disfraz democrático bajo un poder civil garantizaba toda suerte de desafueros e impunidad para esas Fuerzas Armadas de Colombia, adiestradas en la Escuela de las Américas. Pero, del mismo modo, bajo el Plan Cóndor y la DSN, con todas sus perversiones importadas desde Estados Unidos, se impartieron las mismas técnicas de terror, muerte y violencia. Tal como en Chile o Argentina, las mujeres fueron violadas en batallones militares por tropas completas y por animales salvajes, sus hijos fueron robados para ser, en algunos casos, adoptados por militares; decenas de civiles o de guerrilleros fueron lanzados vivos desde aviones militares; muchos hombres fueron castrados, quemados, reducidos en toda su integridad; y los sobrevivientes aún cargan las secuelas físicas y emocionales de toda esta barbarie legitimada, sin que el país haya asumido jamás, con valor y dignidad, esta tenebrosa realidad para abrazar a las víctimas y buscar castigo para los militares asesinos y sus cómplices religiosos, políticos y civiles.
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