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Por: Centro de cooperación al indígena (Cecoin) – junio 3 de 2008

En la plaza del Cuzco, en el año 1572, tiene lugar la ejecución del Inca de Vilcabamba, Felipe Túpac Amarú, en medio de una multitud de indígenas y no indígenas convocados para presenciar este crimen cometido por el virrey Francisco de Toledo, conde de Oropeza. Esto con el fin de frenar la rebelión indígena contra las injusticias impuestas por los invasores.

En el Cuzco, el 18 de mayo de 1781, los conquistadores españoles ordenaron que Tupac Amarú II fuera descuartizado, tirado por cuatro caballos y decapitado, luego de presenciar el exterminio de su familia. En el mismo año, en Bolivia, el 14 de noviembre, es masacrado Tupac Katari, al ser amarrado a las cinchas de 4 caballos que no lograron descuartizarlo; después de arrancarle la lengua, los españoles lo descuartizan.

Estos crímenes de lesa humanidad contra los indígenas, perpetrados hace 500 y 300 años se siguen viviendo en Colombia: día a día son amenazados, desaparecidos, torturados, masacrados y asesinados muchos líderes indígenas, hombres y mujeres cuyo único delito ha sido defender su derecho a seguir viviendo como indígenas, en su territorio, con su cultura y con su gobierno propio.

A esta historia de terror hay que añadirle un nuevo acontecimiento protagonizado por las autoridades del Estado colombiano: el 15 de marzo de 2008, el presidente de Colombia, Álvaro Uribe Vélez, califica de delincuentes a quienes adelantan el proceso de liberación de la Madre Tierra durante un Consejo Comunitario llevado a cabo en la ciudad de Popayán (Cauca), en un claro desconocimiento al derecho de los pueblos indígenas, al territorio y, por consiguiente, a la propia existencia, y, como en las más retrógradas historias de hace más de trescientos años, ordena poner precio a la cabeza de los indígenas.

El presidente Uribe dice: “¿Hemos pagado alguna recompensa por información sobre invasores? […] ¡Ofrezcámosla! Eso ha sido muy útil en el país. Dicen: no, es que están allá, están consolidados, que no los rompen. Los rompen. Los delincuentes terminan rotos. A uno le dicen: no, esa gente es muy unida, se unen para invadir y nadie va a delatar al otro. Mentiras. Los delincuentes terminan acusándose los unos a los otros”.

Señala también que “los delincuentes terminan traicionándose y la recompensa ayuda a que se traicionen. Hay que romperlos con la recompensa, mi general”. En consecuencia, ordena: “las autoridades militares y de policía quedan esta noche autorizadas para ofrecer recompensas por estos casos y facilitar la judicialización”.

Estas declaraciones, por lo demás indignas del más alto funcionario gubernamental, son una agitación para alentar mucho más las prácticas racistas en contra de los pueblos indígenas. Con este discurso, el presidente Uribe está dando carta blanca a los militares, a la Rama Judicial y a toda la sociedad para que, como antaño, lleguen con la cabellera de un indio o con su cabeza, su pierna, su brazo o su lengua como muestra de que están haciendo la tarea que el virrey les ha encomendado.

Recordemos que las autoridades y gran parte de la sociedad colombiana aplaudieron un reciente hecho en el que se paga una recompensa por asesinar a un guerrillero, cercenar su mano y llevarla a las autoridades, legalizando de esa manera la pena de muerte y la mutilación de cuerpos, contraviniendo el postulado de la Constitución colombiana, que reconoce el derecho, sin excepción, a tener un juicio justo.

Si bien las recompensas han sido útiles para dar con el paradero de autores de delitos atroces, éstas deben tener unos principios y unos límites, porque, como lo señala el propio discurso del presidente Uribe, estos mecanismos conducen a la traición, a la deslealtad, a los falsos positivos y montajes; y, como ha quedado en evidencia, llevan a la justificación del asesinato, la tortura y el desmembramiento.

Resulta cínico que, en el mismo Consejo Comunitario, el presidente señale que la Ley es permisiva con los indígenas y que por ello se ha perdido el respeto. Pero pasa por alto que la mal llamada Ley de Justicia y Paz premia a los autores de delitos atroces, cuyas penas parecen ser inversamente proporcionales a la gravedad y cantidad de los crímenes cometidos.

Justamente por la permisividad de esta ley, los grupos paramilitares se reorganizaron y siguen causando el terror en contra de los colombianos y colombianas. Es igualmente cínico, que se llame invasores y delincuentes a los indígenas, cuyos territorios han sido y siguen siendo invadidos por terratenientes, monocultivos y megaproyectos, que son favorecidos por grupos criminales como las autodenominadas Águilas Negras o Nueva Generación.

Con estos actos irresponsables, el gobierno de Uribe Vélez hace explícito, nuevamente, su propósito de frenar el reconocimiento de los derechos territoriales de los pueblos indígenas, a favor de los grandes terratenientes que mantienen la tierra ociosa o que la destinan a monocultivos u otros proyectos no sostenibles, al igual que lo hizo al impulsar la aprobación de la denominada Ley de Desarrollo Rural.

El pueblo colombiano, que ha padecido la violencia durante casi toda su historia, y el resto de la comunidad internacional no pueden permitir que el gobierno colombiano incite a la violencia contra los pueblos indígenas.

De ser tolerantes con ese discurso, en muy corto tiempo se llegará a la justificación del exterminio total de los pueblos indígenas, el cual avanza a pasos agigantados durante el actual gobierno del presidente Álvaro Uribe Vélez, tal como lo demuestran las cifras de asesinatos, desplazamientos, torturas y otras violaciones a los derechos humanos de los pueblos indígenas.

El mundo ahora cuenta con una Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los Pueblos Indígenas, firmada después de muchos crímenes cometidos en contra de los indígenas de América y de todo el mundo.

El presidente Uribe Vélez no puede sustraerse a esta trágica historia y a la nueva realidad, para devolverse más de quinientos años a ofrecer recompensas para formar su propio apilamiento de cabezas, cabelleras, lenguas, brazos y piernas de indios, cuyo único delito es liberar la Madre Tierra.

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