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Por: Juan Diego García – marzo 21 de 2009

El pasado 6 de marzo marcharon en Colombia los familiares de los civiles inocentes asesinados por los militares y presentados como guerrilleros ‘dados de baja’ para cobrar jugosas bonificaciones, en parte financiadas con fondos de la ayuda europea. Son los conocidos falsos positivos que, según las mismas autoridades, ascenderían a más de 1.200, pero cuyo número puede ser bastante superior. Al mismo tiempo, en diversos lugares del mundo, grupos de ciudadanos manifestaron su solidaridad con la lucha del pueblo colombiano, condenaron la estrategia militarista de Uribe Vélez y exigieron de sus gobernantes el fin de toda colaboración con el belicoso autócrata andino. A pesar de las inclemencias de un invierno tenaz, que desalentaría al más valiente, numerosos activistas se han dado cita en calles y plazas como muestra de solidaridad.

Para denunciar hay motivos de sobra y, a pesar de la hipocresía de los gobiernos que alegan estar apoyando una democracia ejemplar en lucha contra el terrorismo, la campaña cómplice de mentiras y ocultamientos de los grandes medios de comunicación y la actividad de las transnacionales que justifican el saqueo como una ‘ayuda al desarrollo’, la verdad sobre la realidad colombiana se abre paso.

Actos como éstos contribuyen notoriamente al esclarecimiento de la verdad y llegan como voz de aliento a una población sometida a una violencia oficial y paramilitar que, tan sólo en la última década y según cifras conservadoras, ha producido al menos 30.000 desaparecidos, más de 1.200 falsos positivos y alrededor de 4,2 millones de desplazados –el diez por ciento de la población del país–. Ya no es posible, entonces, ocultar este dramático balance, agudizado de manera notoria durante la administración de Uribe Vélez, como tampoco se pueden ignorar las más de 3.000 fosas comunes, el asesinato sistemático de sindicalistas, los miles de exilados políticos, las minorías nacionales amenazadas, la persecución a los activistas de derechos humanos, periodistas, maestros, profesores universitarios, intelectuales, indígenas y otros colectivos, estigmatizados siempre como ‘auxiliadores de la guerrilla’, una acusación que en Colombia constituye un señalamiento directo y una incitación al asesinato a manos del ‘gatillo fácil’ de los paramilitares o de las mismas ‘fuerzas del orden’. El propio presidente Uribe señala así a los opositores más molestos y como él actúan sus ministros, asesores y medios de comunicación afines, alimentado una atmósfera de miedo, intimidación y autoritarismo.

A estas alturas, resulta inútil la estrategia gubernamental que intenta evadir toda responsabilidad, presentando la violencia como el ejercicio de grupos al margen de la ley y al Estado como un garante de los derechos de la ciudadanía amenazada. En realidad, el primero que se coloca al margen de la propia legalidad y combina ‘todos las formas de lucha’, legales e ilegales, es el propio Estado colombiano.

Ésta es la forma más dura y sangrante de la realidad colombiana, junto con la pobreza generalizada, la miseria que aumenta día a día, la migración obligada de casi cuatro millones de personas, la descomposición moral, la inexistencia de futuro para las mayorías, la corrupción, el nepotismo, la politiquería y demás vicios de esta ‘democracia ejemplar’. Por todo esto, el viernes 6 de marzo alzaron su voz los propios afectados en Colombia y se dieron manifestaciones de solidaridad en muchos países.

La denuncia del compromiso de los gobiernos y las transnacionales de Europa y los Estados Unidos en Colombia es una forma muy eficaz de solidaridad. Los gobernantes que apoyan política y económicamente al gobierno colombiano lo hacen con los impuestos de la ciudadanía, ajena por completo a los crímenes que se cometen en su nombre. Los empresarios que invierten sus capitales, aprovechándose de una legislación laboral injusta y retrógrada que ninguna persona del primer Mundo aceptaría para sí, son los mismos que ven con buenos ojos, cuando no fomentan directamente, la eliminación sistemática de líderes sociales y sindicales. Más grave aún cuando estos intereses particulares, defendidos de manera criminal, se convierten en boca de las autoridades en los ‘intereses nacionales’ a defender. Unos y otros son cómplices necesarios del dolor y la muerte que enluta a la población pobre de Colombia. Ya no es posible alegar ignorancia. Ya no es posible ocultar que, en buena medida, los enormes beneficios de las empresas trasnacionales gringas y europeas, obtenidos en tales condiciones, están teñidos de sangre inocente.

La denuncia, por pequeña que sea, sirve. No es casual que el gobierno colombiano tema tanto estas demostraciones de solidaridad. Su personal diplomático tiene órdenes precisas de contrarrestarlas mediante la mentira y la intimidación. Las mismas prácticas que se realizan en Colombia son trasladadas al extranjero: ya no es raro ver a la cancillería de Uribe criminalizando a extranjeros solidarios como supuestos ‘enlaces guerrilleros’ y, por ende, ‘terroristas’, para lo cual cuenta con la ayuda o, al menos, la tolerancia calculada de las autoridades locales. Y, como complemento, actúan con diligencia los llamados ‘cien mil amigos de Uribe’, una red internacional de delatores a sueldo, chivatos y provocadores organizados para este propósito. Todo aquel que, en el extranjero, denuncie violaciones a los derechos humanos, todo el que se oponga a Uribe y su estrategia de ‘seguridad democrática’ será tildado de ‘auxiliar de la guerrilla’. Ya hay antecedentes en España, Italia, Dinamarca, Suecia y Suiza, y el propio Uribe Vélez anuncia que vendrán más.

La Red Europea de Hermandad y Solidaridad con Colombia y las múltiples iniciativas que se desarrollan en todo el mundo apenas aparecerán en los medios de comunicación, pero no por eso carecen de trascendencia. La persistencia en el empeño permite ganar espacios de opinión cada día mayores. De hecho, el llamado a solidarizarse con las víctimas del paramilitarismo y los crímenes de Estado en Colombia va ganando en profundidad y fortaleza.

El viernes 6 de marzo, en muchas plazas, se ha demandado el fin de las ejecuciones extrajudiciales y los ‘falsos positivos’ por parte de las Fuerzas Armadas, se ha condenado el genocidio de indígenas y comunidades negras, así como el desplazamiento forzado de comunidades campesinas, los juicios amañados que tienen las cárceles repletas de opositores –más de 7.000, según cifras recientes–, las masacres y la tolerancia oficial hacia el nuevo y el viejo paramilitarismo. Cada vez son más los que claman por el intercambio humanitario, mientras crece con gran entusiasmo la exigencia de una salida negociada del conflicto bélico.

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