Por: Juan Diego García – diciembre 26 de 2014
Una de las manifestaciones de la crisis en curso en el sistema capitalista en el Viejo Continente ha sido el deterioro de los partidos que tradicionalmente representaron respectivamente al capital y al trabajo. La democracia cristiana, de una parte, y los partidos comunistas y socialdemócratas, de otra, parecen haber perdido toda la energía y el vigor de otras épocas.
Los demócratas cristianos abandonaron desde hace mucho tiempo el ideario reformista de antaño y han devenido en una fuerza conservadora, en el ala dura del modelo neoliberal. La socialdemocracia, por su parte, ha experimentado un proceso similar de abandono ideológico al punto que, con matices, representa hoy la cara amable del mismo modelo neoliberal, o al menos lo intenta. Son excepcionales los partidos que mantienen una cierta fidelidad a los idearios que permitieron en su día la creación del Estado protector, un modelo de equilibrios entre capital y trabajo, y de bienestar básico asegurado a toda la población. En su lugar, se procede a ‘americanizar’ Europa, es decir, a imponer un modelo basado en enormes desigualdades y en el predomino casi absoluto del mercado.
Por su parte, los viejos partidos comunistas, otrora la fracción más combativa de las fuerzas obreras, han ido perdiendo protagonismo social y sólo en algunos casos conservan la dinámica de antes. Los partidos comunistas de Portugal y Grecia son seguramente los mejores ejemplos de esto último. Los más destacados, como los de Italia, Francia y España, o se han disuelto o han quedado reducidos a fuerza menores en el escenario político y electoral. El derrumbe del Campo Socialista ha jugado, sin duda, un rol importante en este proceso. Hay que decir, sin embargo, que en líneas generales estos partidos practicaban una estrategia basada en las reformas del sistema, no muy diferente de la llevada a cabo por los socialdemócratas. Ni siquiera en donde había dictaduras fascistas, España, Portugal y Grecia, los partidos comunistas llegaron a proponer algún tipo de toma revolucionaria del poder.
Este panorama lúgubre en la izquierda tradicional contrasta notoriamente con la creciente respuesta popular a las ‘reformas’ aplicadas prácticamente en todos los países de la Unión Europea. Mientras la izquierda tradicional, comunista y socialista, perdía fuelle o desaparecía del panorama político, los movimientos sociales florecen con una fuerza sorprendente y en algunos casos han llegado a convertirse en fuerzas parlamentarias de consideración. Die Linke, en Alemania; el Partido Anticapitalista en Francia; Syriza en Grecia y, más recientemente, Podemos, en España, han conseguido ocupar buena parte del espacio electoral que antes correspondió a la izquierda comunista y socialdemócrata. El proceso afecta igualmente a las organizaciones sindicales de todas las tendencias, aunque al parecer en mucha menor medida.
El florecimiento de este movimiento popular en defensa de los logros sociales y económicos en el Viejo Continente, que está asociado sin duda al Estado de Bienestar, es en algunas ocasiones un proceso espontáneo, una reacción que termina por desbordar los mecanismos tradicionales de la movilización y que, al mismo tiempo, provoca la reacción del poder. Proliferan las leyes ‘antiterroristas’, se limitan los derechos ciudadanos, se incrementa la represión y se reducen drásticamente los derechos colectivos e individuales. Se respira una atmósfera de intolerancia y miedo que trae a la memoria de las gentes mayores otros días de ingrata recordación.
Bastante rápido estos movimientos parecen hacer consciencia de los límites de la espontaneidad y, por tanto, de la necesidad de organizarse. La madurez y la necesidad les llevan a superar los prejuicios contra la acción política, seguramente muy justificados a juzgar por el panorama de corrupción y descomposición de los partidos, y a apostar de forma decidida por las vías parlamentarias para, desde el gobierno, aplicar un programa diferente, que empiece recuperando lo perdido en derechos sociales, económicos y políticos, con lo que abren alternativas a formas esencialmente diferentes al capitalismo.
A juzgar por sus proyectos, la mayoría de estas nuevas fuerzas de la izquierda europea se decanta por alcanzar, al menos, el objetivo inmediato de la reforma del sistema, sin entrar aún en el debate sobre otras alternativas de futuro. Se trataría, por ahora, de salvar la democracia y de recuperar el espacio perdido en todas las esferas de la vida cotidiana. Otros grupos, seguramente por ahora minoritarios, aunque están de acuerdo con esta estrategia para el futuro inmediato entienden que no habrá solución de fondo si no se desmantela el sistema capitalista como tal y en su lugar se construye un orden nuevo, socialista, el único capaz de superar los retos que se imponen: entre otros, superar la crisis económica, resolver el reto medioambiental, conjurar el peligro inminente de una guerra mundial y dejar atrás el deterioro ético profundo en el que han caído todas las instituciones.
No es por azar que el revolucionario Karl Marx aparezca de nuevo en escena con tanto vigor, tampoco lo es que en su programa inmediato de reformas la nueva izquierda retome tantas ideas de Keynes. En ambos autores parecen encontrar estos nuevos partidos una fuente de inspiración válida, más allá de seguidismos empobrecedores y de ortodoxias paralizantes. Las propuestas de reformas de estas nuevas fuerzas sociales y políticas son perfectamente viables y nada tienen de infantil o romántico, aunque suponen, eso sí, dar un vuelco radical a las tendencias actuales en todos los órdenes. La situación actual y, sobre todo, las amenazantes perspectivas de futuro lo ameritan no sólo aquí sino en todo el mundo.
Como sentenciaba en verso el gran poeta oriental: “Reina un gran desorden bajo los cielos. ¡La situación es excelente!”
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