Por: Mar Candela – enero 18 de 2016
¿Qué es ser una ‘mala mujer’? Eso es tan ambiguo y abstracto como conveniente.
Seremos tan ‘mala mujer’ como incomodemos con nuestra libertad. Nuestra honorable sociedad dice que las peores mujeres son las prostitutas y las ‘busconas’, y valida la idea de que una mujer por ‘buscona’ merece una sanción social y que si la matan es porque ‘no era tan buena muchacha’. Objetar tu libre desarrollo de la personalidad parece ser asunto de principios para la gente.
Inicio el año pensando y repensando en eso de ‘ser mujer’, en eso de ‘una mujer de verdad es…’, en aquello que dicen que ‘una mujer hace esto o lo otro’, en la máxima de que ‘una mujer debe…’ y en todas esas frasecitas similares, tan comunes y corrientes como venenosas.
Esas ‘frases antesala’ que tanto escuchamos, las usamos dependiendo de las circunstancias, ya sea para lanzar juicios de valor sobre otras o para justificar nuestras decisiones personales. Se supone que, como mujeres, debemos explicar cada decisión que tomamos sobre nuestra vida personal, incluso sobre nuestro cuerpo, y desde que somos niñas sabemos que debemos explicarle al mundo todo sobre nuestra vida para no ser tachadas de ‘malas’ y que es necesario complacer las expectativas sociales para ser una ‘mujer realizada’.
Uno de los obstáculos más siniestros que debemos enfrentar las mujeres para lograr la plena justicia social es el peso que cargamos todas de tener que encajar, de lograr el mérito de ser la ‘mujer idónea’. Hay que romper de una buena vez el ideal de ser la ‘mujer perfecta’ para el sistema o para el ‘amor’. Debemos dejar de pretendernos mujeres perfectas para hombres imperfectos, porque al final eso termina por pasar factura.
Es todo un reto porque no hemos sido educadas para decidir sobre nuestra vida sino para sacrificar nuestra vida por un bien que se supone mayor y que la mayoría de veces excluye nuestro deseo personal. El amor: amor a la familia, amor al trabajo, amor a los hijos, amor a la pareja o cualquier otro amor.
Nos educaron para ser sacrificadas y sobre cualquier mujer que decida no sacrificar su vida por amor pesa la condena de ser considerada una ‘mala mujer’, un mal ejemplo, una anomalía a corregir. Y para algunas mujeres eso de señalar y apedrear a ‘la mala mujer’ sirve de parapeto para validar que ellas sí son buenas, que sí cumplen con los requisitos, que sí son ‘valiosas’.
Yo, la más desencajada de todas, me he negado desde que me di de bruces contra este mundo a permitir que algún molde sea impuesto en mi vida. Y, desde mi cuerpo, siempre he resistido a toda la moralina que la religión, la política y la sociedad han querido imponer sobre mi vida
¿Qué estoy diciendo? Debería hablar sobre la vida de todas porque no soy la única ni estoy sola en esta sociedad que odia la libertad de las mujeres. La lógica debería llevarme a decir que me opongo a los moldes impuestos sobre todas las mujeres, pero, aunque eso también es cierto, la realidad es que sería hipócrita al decir que siempre he pensado los derechos de todas.
Inicié mi rebelión contra todo molde impuesto sobre mi vida sin más, sólo por supervivencia, por justicia y por verdad. En esa época no estaba pensando en una mujer diferente a mí misma, luego me hice madre de mujer y, al parecer, ese fue el detonante que me llevó a pensar en otra mujer diferente a mí. Esa experiencia desembocó en una mirada a todas las realidades de las mujeres. Fue allí cuando comprendí que nací feminista y no lo sabía y que esta lucha individual ha sido legendaria y siempre colectiva y diversa.
Llevo ya años gritando a voz en cuello que todas las mujeres somos putamente libres, con una consciente irreverencia absoluta como terapia de choque ante las conciencias alineadas al sistema de odio hacia las mujeres, como una terapia de choque para cuestionar su desdén y apatía frente la violencia de género, como una catarsis personal que protesta y exige que no nos sigan cargando con algún ‘deber ser’. En las calles lo he hecho con ropa y sin ropa. Siempre he buscado dinámicas para hacer que se repiense el argumento flojo de que ‘algunas mujeres se buscan su suerte y merecen ser violentadas’, de que la ‘mala mujer’ debe ser castigada.
Hoy, como siempre, debo levantar mi voz en nombre del derecho a ser, del derecho de todas a decidir qué mujer queremos ser, sea cual sea, y exigir que no nos sancionen por ello. Ese derecho está amparado en el derecho al libre desarrollo de la personalidad, tan poco reconocido en Colombia y que resulta tremendamente vivo en las palabras de Friedrich Dürrenmatt: “El legítimo derecho a disentir es un derecho existencial de la persona”.
Hoy, nuevamente, mis letras son dedicadas a combatir la idea de la monogamia como único modelo amatorio válido. Reitero que la monogamia impuesta es principal asidero de la violencia de género y del feminicidio.
Hoy, mi causa vibra del lado de Daniela Murcia, a quien no necesito conocer para sentir asco de esta sociedad principalmente católica y cristiana que se ha dedicado a señalarla y a cuestionar su libertad sexual y afectiva con el derecho que le da su moralina, en la que hasta quienes presenciaron escarnio al que era sometida Daniela pedían que fuera golpeada y algunos, incluso, pedían apedrearla.
Es esta una Sociedad de ‘gente de bien’, una que postula abundantes preceptos de ‘ decencia y moral’, la misma que olvida la historia bíblica de la mujer adúltera a la que Jesucristo sabiamente perdona al responder a quienes le preguntaron si debían apedrearla que “el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Si en este momento, dadas las circunstancias, me pidieran una sola palabra para definir la sociedad colombiana, esta sería ‘repulsiva’.
Menos mal no estamos en Afganistán, porque la habrían asesinado. Comprendo el dolor de la mujer que fue engañada, su ira, su impotencia y deseo de venganza. Me explico. Sé que fuimos educadas para ser ‘grandes damas’ y mantener la presión de sonreír y ser amables todo el tiempo, para reprimir nuestras emociones y así poder agradar, para lograr el amor de un hombre que nos jure ‘amor eterno’ y para dedicar nuestra vida entera a ser ‘mujeres idóneas’. Por eso renunciamos a nuestra vida social, a nuestros sueños y objetivos personales, y a muchos de nuestros instintos para lograr ganar el respeto y el corazón de algún ‘caballero andante’ y luego nos damos cuenta de que él no es otra cosa que un ser humano, un mortal más con instintos que lo llevan a buscar aventuras y nuevas experiencias y que no está dispuesto a amarnos como lo dice la ‘sagrada iglesia’ y la ‘respetable sociedad’, es decir, en exclusiva. De verdad que lo comprendo: es un escenario doloroso, es injusto vivir tanta mentira.
Pero no podemos mirar este asunto de la infidelidad como quien mira una novelita rosa, este asunto es escabroso y tan real como humano. Señoras y señores, la imposición del amor monógamo como único amor valido desde la religión y desde el Estado obliga a que personas poliamorosas vivan una doble vida afectiva y mientan por miedo, lo cual desemboca siempre en tragedias, desde escarnio público hasta los asesinatos.
Las mujeres tenemos que comprender que el amor en exclusiva es una posibilidad, pero no la única, que podemos llegar a sentirnos humilladas por el engaño de nuestra pareja y estar listas para superar el amor romántico y aprender otras dinámicas amatorias o renunciar a lo que sentimos por una persona que no tiene en su naturaleza la posibilidad de amarnos desde nuestra misma práctica amatoria.
Reflexionemos sobre esto: a las mujeres nos enseñaron a infantilizar a los hombres, a considerarlos débiles frente a las ‘bellas’, a creer que ellos no son responsables de sus infidelidades, a sostener que ‘el hombre propone y la mujer dispone’ y a que asumamos que si la mujer dispone ser ‘la segunda’, entonces, que sea castigada porque ella no tiene derecho a portarse mal, porque ‘él es hombre, él puede’. Ella no puede, ella tiene la obligación de negarse sin importar su deseo.
Para mí, es claro que la infidelidad es una decisión de dos y que cada quien debe responderle a su pareja por sus decisiones, independiente de las razones. Muchos hombres siempre dejan que las amantes y las esposas riñan y nunca dan la cara, nunca intervienen para asumir los hechos. No sabemos si Daniela tenia conocimiento de causa sobre ese matrimonio y, de ser consciente, no era ella quien debía dar explicaciones a la esposa.
En el asunto de la infidelidad no veo culpables, para mí todas las partes son víctimas sociales de un sistema político respaldado por una religión que impone la monogamia como único modelo amatorio válido y aceptable, que somete a las mujeres al molde de ‘putas’ o ‘damas’, y que entre chistes dice que las mejores mujeres son ‘unas damas muy putas’.
Es, precisamente, este mismo sistema el que quiere que todas seamos ‘santas’ pero que ellos puedan ser ‘pecadores’ sin mayor sanción, que no sanciona la infidelidad masculina igual que la femenina y que considera que la infidelidad del hombre es natural y la de la mujer no. Se trata del mismo sistema que se empeña en satanizar a las ninfas porque, lo crean o no, tanto aquellas como los sátiros tienen su versión en la vida real y no son malas personas por vivir su sexualidad, libre de las imposiciones doble moralistas.
En resumidas cuentas, es un sistema que sólo pretende que hombres y mujeres seamos hipócritas. No necesito ser cristiana para saber que violentar a Daniela por decidir libremente sobre su afectividad no es justo, no necesito ser católica para comprender el dolor de la mujer engañada y que nada justifica la violencia ejercida.
Aprender a vivir el poliamor y a no mentir es un reto. No asumir las cosas cuando somos descubiertos es cobardía y castigar los hecho es una tontería. Las mujeres debemos considerar empezar a replantear nuestras dinámicas afectivas y romper con toda dependencia afectiva.
He comprendido que si mi pareja me engaña, si yo no puedo superar el hecho de no ser un amor en exclusiva, debo separarme, debo dejar ir y empezar de nuevo. Asimismo, que la mujer que decidió estar con mi pareja no me debe ninguna explicación, puesto que mi compromiso marital no es con ella.
Invito a todas las mujeres a replantear sus dinámicas amatorias para ser mujeres empoderadas de su afectividad. Debemos hacerlo por el bien de todas. Nuestras hijas agradecerán que no las eduquemos para encajar sino para ser felices. Al final, la mayoría de personas en el fondo quisiera ‘portarse mal’ y follar libremente cuando apetezca, por las razones que consideren mejores, lejos de todos estos ‘mandamientos’ sociales.
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