Por: Juan Diego García – abril 17 de 2015
La denominación de ‘Estados fallidos’ que las potencias capitalistas utilizan para criminalizar a ciertos gobiernos incómodos y justificar su derrocamiento debería, en realidad, aplicarse en primer lugar a la idea misma de Estado, al menos en su versión burguesa clásica de ‘Estado social de derecho’, inspirado en los principios del humanismo y como instrumento equilibrador de los conflictos sociales.
La estrategia neoliberal, que empezó hace unas décadas y persiste con todo vigor, es la responsable de la forma tan drástica como se manifiesta la crisis actual del capitalismo. Una estrategia que intenta resucitar el liberalismo clásico, el ‘capitalismo puro’ del laissez faire, y según la cual ‘el Estado es el problema y no la solución’, llevando necesariamente al debilitamiento del Estado tradicional. Qué tan lejos ha llegado esta estrategia suicida –vistos los resultados– en cada país responde naturalmente a condicionantes locales, pero es fácil constatar cómo en todos los casos se perciben características comunes. El resultado es siempre la generación de ‘estados fallidos’, al menos desde una perspectiva burguesa democrática.
Imponer la lógica del mercado y limitar o anular los controles públicos sobre los principales mecanismos del funcionamiento de la economía explica la intensidad y los alcances que presenta la actual crisis y, sobre todo, la impotencia de las instancias políticas para controlarla. No podría ser de otra manera si las pretendidas fórmulas de superación de la crisis son impulsadas por los mismos que la crearon –la gran banca, sobre todo–. Fórmulas éstas que, en todo caso, no van más allá de retoques cosméticos. En el fondo, se argumenta que más neoliberalismo es precisamente la fórmula mágica para la solución de los problemas.
En este contexto no hace falta la política, entendida en Occidente como el mecanismo que permite gestionar los conflictos sociales con la finalidad de recuperar equilibrios. Tampoco hace falta la llamada democracia representativa. Nada extraño, entonces, que los parlamentos se hayan reducido a instancias inanes cuya función primordial es otorgar legalidad a las decisiones que se toman en los consejos reservados de las grandes compañías y en las juntas directivas de los monopolios, sobre todo transnacionales.
Como resultado, los partidos políticos del sistema –los burgueses y los asimilados– pierden importancia, dejan de ser correas de transmisión entre la opinión ciudadana y los gobernantes, y aparecen de manera creciente como simples empresas electorales de clientelas cada vez más reducidas –la abstención crece de forma alarmante, aún en las llamadas ‘democracias consolidadas’ del mundo metropolitano–. Los partidos no escapan a la corrupción –otro mal que se extiende como una plaga–, carecen de principios –que no sean su propio beneficio–, padecen un extendido descrédito y dejan campo libre tanto a nuevas fuerzas de oposición ciudadana como al resurgimiento del fascismo, el de viejo tipo pero también el nuevo que busca capitalizar el sentimiento de indignación de la ciudadanía, como antaño, sobre todo de los ‘sectores medios’ y los bajos fondos, la delincuencia organizada.
La reacción popular se manifiesta de múltiples maneras y con variados alcances. El sistema es cada vez menos capaz de asimilarla y responde en consecuencia. Mientras el Estado tradicional, ‘social y de derecho’, se va convirtiendo en un recuerdo del pasado, por el contrario y en abierto contraste, crece y se fortalece el Estado como ente de represión y control social. Se debilita su función social pero se fortalece en gran medida su función represora, algo que ya no sólo se registra en la periferia del sistema capitalista mundial sino también en el mundo rico, en las ‘sociedades del bienestar’ y del ‘respeto de los derechos individuales y colectivos’.
Crecen sin medida los cuerpos armados del Estado. En eso no existe ‘fallo’ ni se deja nada al azar. Se limitan de manea creciente los derechos sindicales, de asociación, de protesta y, en general, toda forma de participación popular que suponga algún riesgo, que canalice el descontento, que pueda darle forma política a la protesta y que lleve a las urnas alternativas viables. Proliferan los grupos paramilitares y crecen los partidos de la extrema derecha al calor de una cierta impunidad, garantizada desde las instancias más altas del sistema.
Se cambian a diario las normas legales y se adelantan nuevas disposiciones supuestamente destinadas a combatir el ‘terrorismo’ pero que afectan a las mayorías sociales, completamente ajenas a este fenómeno –creado y fomentado, precisamente, como estrategia de las potencias occidentales en sus continuas guerras y que hoy funciona como rueda suelta, como realidad incontrolable–. Se espía masivamente, se interceptan comunicaciones sin orden judicial, se inventan formas nuevas de represión y hasta la tortura se ha convertido en práctica habitual de los Estados, incluso, de manera muy general, en los llamados ‘Estados democráticos’, como acaba de poner en evidencia el informe del Senado de Estados Unidos sobre este tema.
Crecen la xenofobia y el racismo. No en todas partes la policía blanca asesina con impunidad a negros, latinos y blancos pobres como acontece en los Estados Unidos, pero hace falta poco para que el fenómeno se extienda. Basta registrar la creciente represión en España contra los indocumentados, la cacería de ‘comandos ciudadanos’ a los ‘espaldas mojadas’ que intentan entrar a los Estados Unidos desde México, las nuevas leyes contra los inmigrantes en el Reino Unido –aplicables también a los ciudadanos comunitarios– o la propuesta de la Unión Social Cristiana de Baviera según la cual se debe obligar a los extranjeros residentes en Alemania a hablar alemán en sus hogares. Cayó el Muro de Berlín pero se levantan muros por todas partes, limitando en extremo el movimiento libre de las personas mientras se garantiza el movimiento de los capitales sin limites ni cortapisas.
Si todo esto se está produciendo, aunque sea tan solo como una tendencia en auge, resulta entonces legítimo concluir que el ‘Estado social y de derecho’, cima del ideario burgués humanístico, está fallando o, para los más pesimistas, ha fallado ya en medida irreversible.
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