Por: Juan Diego García – mayo 16 de 2007
Las autoridades de Bogotá vinculan el escándalo de la parapolíticacon el incuestionable propósito del presidente Uribe de acabar con la violencia de la extrema derecha y poner fin a los vínculos ilegales entre política, violencia y dineros mal habidos. La democracia colombiana estaría dando una prueba de madurez y grandeza, en la que luminosos días esperan a la sufrida población de este país andino si se continúa por la senda de la ‘seguridad democrática’, lema central del gobierno.
Los hechos, sin embargo, no parecen sustentar una perspectiva tan optimista y sugieren que los acontecimientos tienen otra explicación y una dinámica que podría desembocar en resultados inesperados y traumáticos.
Sin duda, las torpezas y errores mayúsculos cometidos por los funcionarios y el propio Uribe en la redacción y aplicación de la Ley de justicia y paz, destinada a cambiar la imagen del paramilitarismo, explican en parte el curso de los acontecimientos. Los continuos desplantes y chantajes de los jefes paramilitares han abierto la caja de los truenos, puesto en evidencia lo que todo el país ya sabía y obligado al gobierno a pasar de la orden inicial del “tapen, tapen” a la actual disposición de “aclararlo todo”, pues, de no hacerlo así, Uribe aparecería como cómplice. Fiel a su temperamento, el presidente decide pasar a la ofensiva, acusa a los anteriores presidentes de los mismos vínculos siniestros que se le adjudican y criminaliza a la oposición de izquierda, llamando a sus voceros “guerrilleros en traje de calle”.
En realidad, el escándalo de la parapolítica es un efecto no deseado y ahora se trata de minimizar unos daños ya inevitables, sacrificar si es del caso a algunos personajes y ante todo desvincular a Uribe del asunto, aunque la inmensa mayoría de los implicados pertenezcan a su movimiento.
La versión oficial de los hechos sencillamente no se sostiene. En efecto, la llamada desmovilización de los paramilitares es tan poco creíble como la inocencia de Uribe en todo este asunto. Los paras siguen actuando, aunque ahora con cierta cobertura legal y mayor discreción. De la masacre brutal han pasado al asesinato selectivo; la devolución de tierras expropiadas a los campesinos es una ficción y con la nueva ley agraria se permite a los paramilitares legalizar sus robos; la raquítica estructura de la justicia destinada a juzgarles asegura la impunidad y las cárceles de lujo en sus propias haciendas convierten en burla siniestra la llamada condena atenuada , de un máximo de ocho años por miles de crímenes.
Tampoco la temida extradición es lo que era. Los acuerdos de las autoridades estadounidenses con los extraditados jefes del cartel de Cali sirven como ejemplo. Un trato semejante se puede dar a los jefes del narcoparamilitarismo, solicitados ahora por Washington. También a ellos se puede ofrecer una ‘prisión atenuada’, en inmejorables condiciones, a cambio de la entrega de parte sustancial de sus fortunas y la colaboración con la DEA, pudiendo conservar un par de millones para ‘un futuro decente’. Los Estados Unidos tienen amplia experiencia en la negociación con narcotraficantes y terroristas: su elasticidad moral no ofrece dudas, como demuestra el caso de Posada Carriles.
Es aún menos real la supuesta conspiración de los parlamentarios demócratas contra el Plan Colombia o el Tratado de Libre Comercio. Entre otras cosas, porque ambas iniciativas fueron ideas de Clinton y éste siempre ha gozado del apoyo de su partido. Como en el caso de Irak, se trata más bien de un juego de consumo interno, pensando en las próximas elecciones presidenciales. El objetivo es debilitar a Bush, sin excluir su salida deshonrosa, y poner en dificultades a los republicanos, pero sin arriesgar los intereses estratégicos de los Estados Unidos: ellos saben que Colombia es probablemente el mayor aliado que tienen en la región.
Buscando una salida del laberinto la oligarquía colombiana baraja al menos dos alternativas. La que parece más probable es superar el escándalo sacrificando a figuras de rango medio y menor, de suerte que el sistema salga fortalecido y se oculte a los principales responsables –en la mejor tradición nacional–. Por supuesto, Uribe sale muy debilitado y es seguro que para las próximas elecciones se ‘limpie’ el proceso de paras y narcos, se anuncien a bombo y platillo algunas condenas, se pacten extradiciones y se consiga el retiro discreto de la escena política de los personajes más implicados.
La otra alternativa consiste en deshacerse de Uribe, obligándole a renunciar. El gobierno pasaría al vicepresidente Santos, vástago de la más rancia oligarquía criolla y copropietario del primer grupo de medios de comunicación del país –por pura casualidad, muy activo en la denuncia del escándalo de la parapolítica–. Pero arriesgan mucho con esta maniobra: tienen que contar con el aval de Washington; deben hacerse con el apoyo efectivo de las fuerzas armadas, que a cambio van a pedir más privilegios y también la impunidad para sus miembros más comprometidos, y, por supuesto, tendrán que resolver el problema de las huestes paramilitares, que van a vender muy caros sus intereses.
Por su parte, la oposición de izquierda se mueve en unos márgenes muy estrechos: víctima de la guerra sucia, la restricción sistemática del espacio político y la campaña oficial de criminalización dirigida en su contra – donde el que no está con Uribe no es patriota–. Resulta toda una hazaña –y no pocas veces un suicidio– ser dirigente sindical, denunciar la violación de derechos humanos y hasta hacer oposición parlamentaria sin despertar las iras del presidente y las amenazas de la extrema derecha. A su vez, el gobierno aprovecha la presencia de la izquierda en el parlamento y los escasos derechos civiles aún vigentes como prueba del funcionamiento de la democracia en Colombia. Arriesgarse a diario, en tan estrecha legalidad, es, sin embargo, el precio que debe pagar la oposición para hacer llegar su mensaje a una población sometida al diluvio de manipulaciones, medias verdades y burdas mentiras que muestran al gobierno de Uribe como el mejor de los posibles. Las encuestas que le dan al presidente un 70% de apoyo popular no resisten el menor análisis técnico: son, en realidad, montajes que arrojan los resultados deseados por quien las financia.
La izquierda propone la renuncia de Uribe y la reforma radical del país. Su fuerza parlamentaria es muy menguada y tan sólo le queda como camino la movilización popular para generar un amplio movimiento de opinión que impida soluciones oligárquicas a la crisis. La izquierda considera que el escándalo de la parapolítica es solamente una manifestación más de la profunda descomposición que sufre la sociedad colombiana y, en consecuencia, propone entre otras medidas un cambio de modelo económico, una reforma política, una nueva orientación en las relaciones exteriores, la modernización del Estado, la reforma agraria y la solución negociada del conflicto bélico que azota al país desde siempre.
El movimiento guerrillero, apenas afectado por las campañas militares, propone salidas que no difieren esencialmente de las soluciones de la izquierda legal, una parte del liberalismo en la oposición y destacadas personalidades nacionales que entienden la necesidad de emprender una profunda transformación del país. Sin duda, se puede debatir sobre las reales posibilidades de un triunfo de los alzados en armas. Pero, con independencia de este interesante debate, una cosa sí resulta clara: no parece serio pensar en un arreglo político nacional con vocación de futuro ignorando la existencia de la guerrilla, confiando, como hasta ahora, en las soluciones militares o ilusionándose con engañar a los insurrectos y a su base social con collares de oropel.
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