Por: Juan Diego García – octubre 24 de 2007
La imagen del presidente colombiano ya no parece tan sólida como antes. Un escándalo diario lo atenaza y sus iniciativas resultan improvisadas, contradictorias y sin futuro. Uribe se encuentra contra las cuerdas y, mientras sus partidarios incondicionales proponen un tercer mandato, muchos sugieren que le será difícil, cuando no imposible, terminar el segundo. De hecho, lo corroboran las movilizaciones populares que exigen su renuncia, como ha ocurrido masivamente este doce de octubre.
Uribe se ha equivocado en muchas cosas. Ha sido prepotente menospreciando a la guerrilla, ha manejado con enorme torpeza la llamada desmovilización de los paramilitares, su belicosidad le ha creado más de un problema con los medios de comunicación –básicamente afines al sistema–, ha creado un enfrentamiento suicida con el poder judicial y vinculó su suerte de tal manera a la administración Bush que ahora se encuentra huérfano en los pasillos del Congreso en Washington, perdido en el remolino de las trifulcas entre demócratas y republicanos.
Uribe ha sido soberbio y, si se quiere, hasta ingenuo, pensado que los gringos tienen amigos. En su favor puede alegar, sin embargo, que no ha hecho otra cosa que llevar hasta sus últimas consecuencias la política tradicional de la clase dominante colombiana, eso sí, al precio de radicalizar las tendencias más dañinas de un orden social como el colombiano, caracterizado por la desigualdad, la injusticia y la violencia, no menos que por una dependencia de Washington que raya en servilismo.
En efecto, Uribe menospreció la capacidad real del movimiento guerrillero y terminó creyendo su propia versión triunfalista de la realidad. Para complacer a Washington y al militarismo criollo, acusó a la guerrilla de ser un simple grupo de delincuentes comunes y traficantes de drogas dedicados al terrorismo y, por tanto, inhabilitada para cualquier negociación política. Para los alzados en armas contra el sistema, sólo vale la estrategia de su aniquilamiento o su rendición incondicional. No se ha producido, sin embargo, ni una cosa ni la otra y –superada con éxito la campaña de ‘cerco y aniquilamiento’ lanzada en su contra– la guerrilla aparece ahora con un protagonismo nacional e internacional que el gobierno no está en capacidad de evitar.
Para mayor infortunio de Uribe, en Colombia no existe una “Comisión Baker” que proponga el reconocimiento realista de los hechos. Sólo algunas voces sensatas sugieren la necesidad de cambiar de política y negociar una salida pacífica con los alzados en armas, aceptando realizar las reformas que siempre se han pospuesto. Para comenzar, cambios estructurales en la tenencia de la tierra, un asunto espinoso como el que más, pues entre ganaderos, latifundistas y multinacionales se encuentra buena parte de los apoyos electorales del presidente. Tampoco cuenta con un instrumento institucional adecuado para desmantelar el entramado paramilitar que, lejos de haberse desmovilizado, actúa igual que antes o, si se quiere, con mayor impunidad.
La cuestión paramilitar trae al gobierno por la calle de la amargura. La Ley de Justicia y Paz ya no convence a nadie y es obvio que los cabecillas del paramilitarismo no van a devolver los bienes mal habidos, gozarán de impunidad por sus crímenes, eludirán la extradición y se burlarán nuevamente de las víctimas. No parece que el gobierno pueda o quiera desmantelar el entramado económico y político de la extrema derecha. Las próximas elecciones municipales no harán más que confirmar lo que ya es evidente: los ‘paras’ están muy lejos de haber desaparecido. Por otra parte, el escándalo de la parapolítica parece no terminar jamás y enloda, cada día con mayor vigor, no sólo a los partidarios del presidente sino a Uribe mismo, a partir de esto se ha generado un clima de desconcierto que desgasta y entorpece las iniciativas oficiales.
Mientras en el extranjero crecen las presiones sobre Bogotá al calor de las denuncias, en Washington se hacen nuevas exigencias en relación al Tratado de Libre Comercio y en el reciente congreso del laborismo británico se producen airadas protestas de parlamentarios y sindicalistas exigiendo a su gobierno cancelar la ayuda militar a Colombia. Además, The New York Times escribe editoriales duras contra Uribe. Unos solicitan revisar la ayuda militar a Colombia, otros suspender la negociación del TLC y todos que Bogotá ofrezca mínimas garantías a los sindicalistas y a la oposición, que cesen los asesinatos y se ponga fin a la impunidad. Para colmo de males, ahora hasta las autoridades estadounidenses –los grandes aliados de Uribe– hacen guiños a las FARC para conseguir la libertad de tres mercenarios gringos en poder de las guerrillas a cambio de Simón Trinidad y Sonia, dos guerrilleros colombianos extraditados por Uribe y condenados en Estados Unidos.
Uribe se equivocó igualmente con la Corte Suprema de Justicia, ese cuerpo de viejos devotos del derecho tradicional, apegados a la norma y orgullosos de su independencia. El presidente esperó de la Corte la misma obsecuencia y aprobación incondicional que le asegura al Ejecutivo su mayoría en el parlamento. Pero, por variadas razones, los juristas no se resignan a ver reducida a nada la legalidad tradicional y sometida la norma al principio neoliberal de la utilidad, del retorcimiento de los principios a la conveniencia del momento. Tampoco parecen dispuestos a dar por buena la reducción brutal del entramado institucional en favor de un ejecutivo todopoderoso, claramente autoritario. En los últimos meses, los choques con el poder judicial han sido múltiples y sonados: casi todos con motivo de la llamada ‘desmovilización’ de los paramilitares y el escándalo de la parapolítica.
El presidente colombiano se adhirió con un entusiasmo digno de mejores causas al proyecto enloquecido de la administración Bush y ahora paga las consecuencias. Los demócratas –en plena campaña electoral– ponen trabas al TLC, exigen resultados en la lucha contra la impunidad y piden cuentas por una guerra contra el narcotráfico que se va perdiendo. Y, puesto que demócratas y republicanos defienden los mismos intereses, llegarán seguramente a algún tipo de compromiso sobre la política a seguir en Colombia, sin excluir en absoluto deshacerse de Uribe.
Es bastante sintomático que el más reciente escándalo venga precisamente de los Estados Unidos. Ocurre que una ex amante de Pablo Escobar –Virginia Vallejo, colaboradora de la DEA– aparece como autora de un libro cuyo título no tiene desperdicio y refleja bien la doble moral con la cual la alta sociedad colombiana ha tratado a los grandes narcotraficantes: “Amando a Pablo, odiando a Escobar”. En el escrito, la señora Vallejo cuenta con pelos y detalles la relación estrecha del presidente Uribe con el mafioso de Medellín y el papel que ese cartel ha jugado el la carrera política del presidente. En su airada reacción, Uribe rechaza las acusaciones y denuncia al corresponsal en Colombia del Nuevo Herald de Miami, Gonzalo Guillén, como el verdadero autor del libelo y como parte de una conspiración para desacreditarle. Por supuesto, en una tarde se multiplicaron las amenazas de muerte contra el periodista que, ahora desde la clandestinidad, pide asilo para salvar su vida. Todo esto, un par de días después de que Uribe, desde la tribuna de Naciones Unidas, afirmara que Colombia es una de las democracias más antiguas y sólidas del continente.
En realidad, el asunto no tiene más trascendencia que otros de similares características. Ya hay varios periodistas destacados que han denunciado las relaciones entre Uribe y el cartel de Medellín, teniendo también que emprender el camino de exilio. Pero sí resulta un motivo de grave preocupación para el presidente que sea un testigo de la DEA quien escriba el libro porque esto no habría ocurrido sin el consentimiento de las autoridades estadounidenses. ¿Y si lo escribió en realidad la misma DEA? Un asunto sin duda muy preocupante para el mandatario colombiano.
Mientras tanto, y para consolarse, el presidente puede leer de nuevo a Valle-Inclán y pensar que “Tirano Banderas no morirá de cornada diplomática. Se unen para sostenerlo los egoísmos del criollaje, dueño de la tierra, y las finanzas extranjeras…”, siempre y cuando, claro está, tales amistades se unan realmente para sostenerlo y no para sacarlo del trono, como ocurre finalmente con el personaje de la inmortal novela de don Ramón.
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