Por: Juan Diego García – junio 22 de 2015
No es pequeña la tentación de considerar el exitoso desempeño de fuerzas políticas nuevas en las recientes elecciones en España como una prueba del vigor del sistema democrático, ya que permite renovar el tejido político desplazando a los corruptos y a los responsables de una gestión gubernamental calamitosa para las mayorías sociales. En contraste, aparecen los clamores catastrofistas de quienes describen a las nuevas fuerzas políticas como extrema izquierda, gentes inmaduras incapaces de manejar la cosa pública y demagogos que sólo traerán caos y anarquía. A la nueva derecha (Ciudadanos) se le hace ver que su proyecto de limpieza democrática se haría mejor desde dentro del PP.
En realidad las fuerzas que irrumpen en el escenario político español como alternativa a los partidos tradicionales (PP y PSOE) tienen, por la izquierda, un programa que en lo fundamental se limita a luchar contra la corrupción y a promover medidas que bien pueden catalogarse como de keynesianismo moderado. Ciudadanos sólo incomoda por su propósito de desplazar a la vieja derecha española con figuras nuevas pero con el mismo programa económico del PP.
Las propuestas de unos y otros no desbordan en manera alguna los límites del actual orden social burgués. Ni las nuevas fuerzas a la izquierda del PSOE son marxistas ni quienes desean desplazar al PP van más allá del ideario neoliberal de ese partido. Las propuestas de combatir la corrupción son pertinentes si se considera que es indispensable erradicar un mal que resta legitimidad al orden social y ha desbordado todos los límites. El sistema funcionará mejor sin el coste que suponen políticos tan dados a financiar sus partidos de forma ilegal, abriendo con ello la puerta al saqueo de los dineros públicos. Se empieza trampeando la ley de financiación de los partidos, se pasa a beneficiarse personalmente en la contratación de las obras públicas y se termina abriendo una cuenta en algún paraíso fiscal. En cualquier sistema el cajón de los dineros públicos debe estar siempre cerrado y bien guardado para no hacer cierto el refrán según el cual ‘cuando el cajón está abierto, hasta el más honrado tiembla’.
Las propuestas económicas de Podemos y otras agrupaciones de inspiración similar no se alejan mucho del ideario socialdemócrata tradicional –el mismo que el PSOE abandonó hace tiempo en favor del llamado ‘social liberalismo’ de Blair y Schröder–. Paradójicamente, el PSOE que acusa a Podemos de ‘radical’ llegó al gobierno en 1982 con un programa mucho más a la izquierda que el actual de Podemos. El PSOE de entonces hasta se oponía abiertamente al ingreso de España a la OTAN, un asunto que estas nuevas fuerzas políticas ni siquiera mencionan.
Tampoco hay propuestas que supongan el colapso del sistema político –nada de nada sobre la monarquía– ni menos aún un nuevo diseño de administración territorial que satisfaga las exigencias separatistas de vascos y catalanes. Los ‘sóviets’ que según el PP ‘los rojos’ quieren instalar en Madrid son exageraciones y mentiras calculadas para meter miedo, pues no existe el menor asomo de intentos de hacer ondear la bandera roja con la hoz y el martillo sobre los edificios públicos de la capital del Reino de España. Ni siquiera los comunistas lo proponen.
Regular el sistema financiero –tan ligado a la crisis y a la corrupción–, combatir la evasión fiscal, una política de vivienda libre de especuladores inmobiliarios y medidas para disminuir el impacto doloroso de los recortes en salud, educación, pensiones y servicios sociales tampoco constituyen propuestas que desmantelen el capitalismo. En todo caso, se podría argumentar la inconveniencia de algunas de estas medidas, su poco realismo o la necesidad de ajustarlas a las disponibilidades presupuestarias. Pero, como ya se sabe, ese tipo de consideraciones son siempre válidas para cualquier programa electoral y más si las urnas no otorgan mayoría absoluta a sus promotores y éstos tienen que avenirse a pactos.
Los partidos tradicionales españoles temen la limpieza del sistema político porque supondría su desplazamiento. En efecto, no falta quien sugiera que las recientes elecciones marcan el principio del fin del PP y bien podría suceder lo mismo con el PSOE, colocado ante la disyuntiva de volver a su ideario socialdemócrata o continuar fiel al social liberalismo que abrazó en el pasado, dejando así el espacio de la izquierda a Podemos y otros grupos similares. El PP podría buscar la asimilación de Ciudadanos, refundando la derecha con caras nuevas y retirando a sus figuras más emblemáticas, tan vinculadas al pasado franquista o a la corrupción. El PSOE, por su parte buscaría renovar su discurso, pero sin renunciar básicamente a su programa intentando que Podemos desembarque igualmente en alguna fórmula social liberal.
No hay, pues, un desmonte de la democracia ni por la izquierda (Podemos) ni por la nueva derecha (Ciudadanos). En realidad, otros son los factores que atentan en gran medida contra la democracia, al menos si ésta se entiende como el gobierno que se dan libremente las mayorías ciudadanas. Ahora mismo, cuando en España se pactan gobiernos regionales y locales, y ante la perspectiva de las elecciones generales de fin de año, el riesgo mayor para la democracia está en los poderes minoritarios que deciden la suerte de la ciudadanía, unos poderes que nadie ha elegido y que en el ámbito nacional e internacional sellan el destino de todos. La Troika, los banqueros, la gran patronal y demás instancias de la administración del capital son, sin duda, los mayores enemigos de la voluntad ciudadana y el primer factor que atenta contra la democracia, tal como se hace patente ahora mismo en Grecia. Allí, las nuevas fuerzas políticas en el gobierno descubren que antes que la voluntad mayoritariamente expresada en las urnas por la ciudadanía está el poder real del capital –local, pero sobre todo internacional–.
Para estas fuerzas de la nueva izquierda europea lo más consecuente, lo más sensato en todo caso, sería convertirse de verdad en radicales, es decir, ‘tomar las cosas por la raíz’ y escoger entre gobernar gestionando los intereses del capital o transformar dando satisfacción a las demandas de quienes les llevan al gobierno.
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