Por: Juan Diego García – abril 28 de 2014
Los actuales acontecimientos en Ucrania no sólo tienen que ver con desacuerdos internos relativos a un mayor acercamiento a la Unión Europea (UE) o al mantenimiento de las tradicionales relaciones con Rusia. Tampoco es posible explicar los sucesos de las últimas semanas simplemente como el estallido de tensiones étnicas o nacionales existentes desde siempre en una región en donde conviven grupos propiamente ucranianos junto a otros de origen ruso y tártaro, entre otros. Las divergencias entre partidarios de Rusia y los amigos de la UE habían encontrado fórmulas de arreglo –incluyendo elecciones anticipadas– que, sin embargo, fracasaron por la acción de comandos especializados en el sabotaje, la acción directa y por la indecisión del gobierno ahora depuesto.
Las nuevas autoridades parecen incapaces de controlar el poder que les entregaron las turbas y se muestran aún más débiles frente a la espiral de tendencias separatistas que primero llevaron a la secesión de Crimea y su incorporación a Rusia, a la que siempre perteneció hasta que Moscú la anexó a Ucrania en los años 50, cuando ambas pertenecían a la Unión Soviética, y ahora se extienden por diversas localidades del este del país.
Pero, la orientación más o menos europea o rusa de Ucrania y los encuadres problemáticos de sus regiones en la unidad nacional se podrían solventar sin violencia y mediante las negociaciones entre las partes implicadas si se hubiese podido neutralizar la pugna entre las grandes potencias que, de un modo u otro, editan de nuevo los conflictos de la Guerra Fría que sostuvo Occidente con el Bloque Socialista. En la práctica, son precisamente las grandes potencias las que ahora deciden el futuro de los pueblos de Ucrania: Estados Unidos y la EU, de una parte, y Rusia, de la otra, el último país convertido junto a China en la mayor competencia del capitalismo occidental por asegurarse materias primas, mercados, zonas de influencia y control de las vías del comercio mundial.
Si ayer Occidente justificaba la Guerra Fría como una cruzada contra el comunismo y como el propósito de llevar la democracia burguesa y la economía de mercado a todo el planeta, ahora el discurso se reduce a proclamar de nuevo la vocación civilizadora y democrática del Occidente rico frente a las pretensiones de Rusia y China. Aunque ya no cabe la excusa de combatir el comunismo, siempre se puede utilizar el expediente de la lucha contra dictaduras odiosas nacidas de las entrañas del despotismo asiático –Rusia– o, ¿por qué no?, el renacer del conocido ‘peligro amarillo’ –China–, que de nuevo amenaza la civilización cristiana y occidental.
La nueva Guerra Fría carece del velo beatífico de antaño. Ni Rusia ni China promueven la revolución socialista mundial ni Occidente la democracia representativa, puesto que su propósito es la dominación mundial al precio que sea necesario. Se trata del viejo cálculo de traficantes, que repite en las nuevas condiciones aquellas guerras coloniales mediante las cuales se saqueó todo el planeta y se crearon los grandes imperios de la era moderna. Por supuesto, todos se justifican con las más bellas palabras y con los más sanos propósitos, pero sería de enorme ingenuidad no ver la intervención de Occidente en las guerras en curso, en las ocupaciones territoriales y en la sistemática destrucción de países enteros: Iraq, Pakistán, Afganistán, Libia y Siria entre los casos más recientes, o la abierta intervención mediante golpes de Estado, como en Egipto. En ningún caso estas acciones se deben a la preocupación del Occidente rico por la suerte de estos pueblos.
En realidad, luego de la ‘cruzada salvadora’ sólo queda destrucción y muerte. No es una coincidencia que los lugares en conflicto abierto formen un arco estratégico que hace parte del cerco global que las grandes potencias capitalistas tradicionales tienden alrededor de sus mayores competidores, Rusia y China. Igual sucede en África, un escenario clave de esta nueva Guerra Fría. Allí resultan idénticos los protagonistas y apenas cambian los métodos mediante los cuales los conflictos internos de cualquier país de la periferia del sistema se pueden convertir en la excusa perfecta para dirimir la confrontación entre las grandes potencias. Y cuando no hay motivos, sencillamente se generan, que en eso también resultan grandes maestros los agentes de la desestabilización, sean éstos las empresas multinacionales o directamente los servicios secretos de las potencias.
Resulta todo un sarcasmo que Occidente acuse a los rusos de ‘intervenir’ en los asuntos internos de Ucrania cuando es evidente su propia responsabilidad en los acontecimientos mediante la grosera injerencia de sus diplomáticos y de sus organizaciones ‘no gubernamentales’, sin que falten sus comandos de espías, saboteadores y desestabilizadores de cualquier gobierno incómodo. Pero las experiencias de Yugoslavia y Libia seguramente sirvieron para que Moscú tomara nota y las cosas discurran ahora de diferente forma en Siria y Ucrania. En ambos casos, el gobierno ruso vio el asunto como un movimiento de Occidente en su contra y reaccionó en consecuencia.
En América Latina esta nueva Guerra Fría tiene ahora su principal escenario en Venezuela, pero tampoco desatiende otros flancos, como Ecuador y Bolivia, o la mayor preocupación de Occidente por Brasil. Pero, al parecer, Maduro va saliendo airoso de la mayor ofensiva en su contra por parte de los instrumentos de Occidente: la llamada ‘oposición’ interna. Igual de importante es la actitud de la mayoría de los gobiernos de la región que, a diferencia de otras épocas, rechazan abiertamente la utilización de métodos de desestabilización y guerra civil tan parecidos a los usados en Ucrania y detrás de los cuales, manejando los hilos, aparecen los mismos protagonistas externos. En efecto, más allá de los problemas de Venezuela, de las limitaciones de su sistema democrático o de la eficiencia de su gobierno para hacerles frente, se trata de deshacerse de un líder nacionalista incómodo para garantizar a Occidente el suministro de petróleo. Podría ocurrir que, en el contexto de esta guerra global entre potencias, los hidrocarburos venezolanos terminaran en China, afectando de lleno el suministro a los Estados Unidos, pues de Venezuela le llega casi 15% de su consumo diario.
A las batallas de Ucrania o Venezuela seguirán seguramente otras. Todas ellas en apariencia son simples resultados de problemas internos pero es imposible no ver la mano interesada de las grandes potencias en pugna. Sin embargo, y al igual que sucedió durante la Guerra Fría, los países afectados pueden aprovechar estas pugnas en su propio beneficio. En el caso de América Latina los gobiernos nacionalistas y de progreso –objetivos preferentes del capitalismo occidental–, además de su integración en un bloque fuerte de naciones, se pueden beneficiar de la pugna entre Occidente y el bloque ruso chino tejiendo nuevas alianzas y, mediante la diversificación comercial, disminuyendo la actual y casi única dependencia económica, tecnológica y militar de Occidente.
Cuba consiguió derrotar nada menos que a la primera potencia mundial con la ayuda del campo socialista. Da igual si esa ayuda fue una muestra desinteresada de internacionalismo proletario o resultado del interés soviético por poner en jaque a su rival, o ambas cosas. El hecho concreto es que los cubanos supieron hacer un uso muy inteligente y pragmático de esa ayuda sin la cual quién sabe qué suerte hubiese corrido su proyecto revolucionario.
La autarquía es un ideal seguramente muy loable pero casi impracticable para países pequeños y, sobre todo, atrasados económica y tecnológicamente. De allí la importancia de los proyectos de integración regional en curso, pues bien gestionados ayudarán a reforzar la soberanía nacional y potenciar la capacidad efectiva de autodeterminación.
En estos tiempos de la nueva Guerra Fría valen mucho las lecciones del pasado. Si Occidente opta por algún tipo de agresión cuando considere afectados sus intereses a estos países siempre les quedan Pekin y Moscú, no porque ellos encarnen ideales de libertad o democracia sino porque están en capacidad de comprar y vender, de suerte que ningún bloqueo lleve a la derrota de un proyecto nacional de progreso. Mientras la dependencia sea un lastre siempre es mejor diversificarla y no estar sometidos a los designios de un único centro de poder.
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