Por: Juan Diego García – julio 21 de 2015
Hacer el seguimiento del proceso de paz en Colombia se hace difícil por la mucha discreción que gobierno y guerrilla acordaron desde el comienzo. Sobre lo tratado apenas se pueden hacer suposiciones. No sorprende que el silencio oficial –la guerrilla ha sido menos parca al respecto– permita a los enemigos del proceso crear toda suerte de infundios, rumores y verdades a medias que por lo común terminan convertidas en mentiras en toda regla, destinadas claramente a restar apoyos a la iniciativa del presidente Santos. Los optimistas incorregibles, por su parte, dan por efectivas muchas de sus ilusiones desinfladas luego por la dura realidad. Y, entre mensajes agoreros y noticias felices, el lector ya no sabe a qué atenerse.
El tono del lenguaje oficial tampoco ayuda y menos aún lo hacen los grandes medios de comunicación, que parecen simples voceros del departamento de guerra psicológica de las Fuerzas Armadas por la forma en la que califican a la guerrilla, por la interpretación sesgada y tendenciosa de los hechos de guerra, y por la misma lógica que precede todos sus argumentos, ajena por completo al rigor y equilibrio informativo que se supone deben ser las líneas maestras de un medio de comunicación democrático o al menos serio.
Para quien recibe tal tipo de información tendenciosa resulta sin duda complicado entender por qué las autoridades dialogan con quienes son descritos con los caracteres más repugnantes y le resulta natural preguntarse cómo es posible que se acuerden con los guerrilleros reformas sobre la cuestión agraria si no son más que un grupo de facinerosos, delincuentes comunes, terroristas, secuestradores y narcotraficantes sin motivación política alguna. Le sorprenderá aún más constatar que el gobierno ha llegado con ellos a un acuerdo de reforma política de bastante trascendencia cuando el discurso oficial describe a la suya como una democracia modelo. Además, por lo pactado sobre los cultivos ilícitos puede deducir que los insurgentes apenas son un elemento menor en todo el entramado del tráfico ilegal de estupefacientes, mientras que la mayor responsabilidad recae en grandes empresarios, sin cuyo concurso tal tráfico no podría realizarse, y en el mismo Estado, al menos por omisión continuada durante décadas.
Los tres primeros acuerdos entre las FARC-EP y el gobierno demostrarían, entonces, la existencia cierta de un conflicto grave en torno a la cuestión agraria y al sistema político, asuntos que ameritan ciertamente avenirse a acuerdos y buscar soluciones con los alzados en armas. Y, aunque no se diga oficialmente, aceptar la existencia del conflicto supone igualmente reconocer que a los guerrilleros les asiste el derecho a la rebelión. Por supuesto, esto incluye que los insurgentes no sólo estén violando la Ley, como es obvio, sino que necesariamente han incurrido en delitos comunes destinados a sostener el alzamiento, siendo éstos los delitos conexos a la rebelión que la misma Ley admite.
El gobierno debería manejar con más eficacia la comunicación sobre el proceso sin menoscabar la necesaria discreción que el tema exige y empezar por corregir su propio lenguaje. El espectáculo de voceros del gobierno, empezando por el mismo presidente, regodeándose al anunciar la muerte de insurgentes –seres humanos, más allá de cualquier otra consideración– no sólo resulta macabro sino que en nada contribuye a fomentar una nueva cultura de la convivencia, además de ser contrario a la reconciliación nacional que se dice buscar.
El debate sobre las víctimas y la necesaria aplicación de justicia constituye ahora un escollo enorme que lleva paralizando el proceso al menos por un año y contrasta con la relativa rapidez con la cual se evacuaron los puntos anteriores. El casi ocultado informe de la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas arroja muchas luces al respecto y permite avanzar en este complicado asunto si es que existe realmente voluntad política para asumir responsabilidades. Ese informe académico, pactado entre gobierno y guerrilla, da suficientes elementos de juicio para establecer las responsabilidades de cada cual en el desarrollo de una guerra que dura ya más de medio siglo.
Y no sólo lo hace ese informe: varios estudios académicos anteriores y los mismos registros oficiales y de Naciones Unidas ponen de manifiesto que, al menos por su número, la mayor responsabilidad por lo que respecta a víctimas recae en el Estado, los grandes empresarios, las empresas multinacionales, los partidos políticos tradicionales y las bandas paramilitares. Éstas últimas son de plena responsabilidad del sistema por su origen, desarrollo y sostenimiento, una responsabilidad que el Estado colombiano comparte con sus aliados de Estados Unidos, Israel, Reino Unido y, en menor medida, con algunos gobiernos de la Unión Europea. Empezar por establecer, entonces, una relación adecuada entre los hechos de guerra y sus responsables sería sin duda un paso muy importante para facilitar un acuerdo sobre un punto que por el momento parece haberse convertido en el mayor obstáculo para un acuerdo de paz.
Se puede comprender que los jefes guerrilleros se nieguen ir a la cárcel mientras generales, presidentes, ministros, grandes empresarios y demás grupos altamente comprometidos en los hechos de guerra, por acción u omisión, resulten eximidos de toda culpa. No tiene sentido la posición oficial que, por un lado, pide a los guerrilleros que acepten la cárcel y, por otra, asegura a los altos mandos de las Fuerzas Armadas su total impunidad. Los militares que, según informaciones de prensa, han ido al palacio presidencial a exigir que Santos cancele el proceso de paz seguramente no temen tanto las pactadas reformas agraria y del sistema político sino un posible acuerdo que les siente en el banquillo de los acusados.
Se comprende la inquietud de quienes siempre han gozado de una enorme impunidad, pues cuando hay castigos éstos recaen en la tropa y cuando afectan a la alta oficialidad las penas se purgan en cárceles cómodas y en condiciones inmejorables –verdaderos hoteles de lujo, según los califica la prensa local–. Los nerviosos generales podrían mejor presionar al gobierno para recordarle que ellos sólo han sido ejecutores en las violaciones de derechos humanos y que la responsabilidad mayor recae en quienes promovieron el terrorismo desde las altas esferas del Estado y del sistema, y que, en consecuencia, son aquellos quienes deben asumir la responsabilidad correspondiente.
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