Por: Juan Diego García – agosto 19 de 2013
El paro nacional indefinido del próximo lunes 19 de agosto en Colombia está encabezado por las principales organizaciones campesinas, los mineros artesanales, los transportistas y los trabajadores del sector de la salud, y cuenta con el respaldo de todas las centrales sindicales y prácticamente la totalidad de las organizaciones populares.
Al gobierno le han sido entregados los correspondientes pliegos de peticiones, muy variados en sus objetivos pero unánimes en rechazar la política neoliberal, que consagra el Plan Nacional de Desarrollo, y los tratados de libre comercio, que ya empiezan a producir nefastas repercusiones en el tejido económico nacional. Todas las organizaciones participantes han subrayado el carácter pacífico y ordenado de la protesta, pero también su firme decisión de no cejar en el empeño hasta tanto el gobierno no se disponga seriamente a negociar y, en no pocos casos, sencillamente proceda a cumplir las mil promesas hechas en el pasado, las cuales fueron palabras que se llevó el viento y una burla a los afectados.
Quienes protestan tienen ante sí grandes retos. El primero de aquellos es no caer en las provocaciones de la Policía, el Ejército y los paramilitares, que siempre traen su cuota de muertes. Asimismo, deben hacer frente a las maniobras de división del gobierno –muchas, y ya en marcha–; combatir, en condiciones muy difíciles, las campañas calumniosas de la gran prensa –prácticamente toda en favor del gobierno–; y robustecer su unidad interna, habida cuenta de la diversidad de grupos participantes y de las reivindicaciones particulares de cada uno.
Este paro y los otros movimientos que le anteceden, como el movimiento campesino del Catatumbo, constituyen un rechazo radical de la actual política económica. Si el sistema consigue dar satisfacción a los mismos habrá demostrado que, a pesar de sus grandes limitaciones de todo orden aún tiene márgenes de maniobra suficientes como para asimilar la protesta social y alcanzar alguna compatibilidades con la estrategia económica y el ordenamiento político del país. En esta perspectiva, Juan Manuel Santos podría sacar ventajas electorales para las próximas elecciones presidenciales.
Sin embargo, al actual presidente las cosas se le presentan complicadas. No resulta nada fácil armonizar las exigencias populares con una estrategia neoliberal que prefiere ‘un campo sin campesinos’ a las comunidades rurales, la gran minería a cielo abierto a la producción de alimentos, la agroindustria de exportación al desarrollo industrial, deja casi intacto el viejo latifundio y mantiene unas relaciones laborales inicuas que someten a los asalariados a formas de explotación más propias del capitalismo clásico del siglo XIX.
Tampoco es fácil para Santos si se considera el nivel de organización y consciencia creciente de los sectores populares y hasta el enojo de ciertos grupos de la misma burguesía media, muy afectada por las políticas de libre comercio. Menos aún si a lo anterior se añade la acción desestabilizadora de la extrema derecha, que se niega en redondo a cualquier tipo de concesión a estos movimientos y continúa apostando por la mano dura contra la oposición política, la guerra total contra las protestas y el exterminio de la insurgencia. Su líder más destacado, Uribe Vélez, ya aplicó esta estrategia durante sus dos mandatos con resultados decepcionantes. Por este motivo, seguramente, Santos tiene el respaldo de la mayoría de la clase dominante y de Washington para ensayar otras salidas.
Además de la enorme limitación de hacer compatibles las reivindicaciones populares con su política económica, el presidente tiene que gestionar el conflicto sin cometer los mil errores del pasado –Catatumbo, sin ir más lejos–, controlando las dinámicas violentas que, de forma sistemática, provocan las mismas autoridades. Ha de contar con el apoyo efectivo de Ejército y Policía para que las recurrentes escenas de violencia oficial y de represión desmedida e injustificada no obstaculicen el diálogo y la negociación. Los cambios recientes en la cúpula de las Fuerzas Armadas y de Policía se pondrán a prueba: ojalá se comporten como los agentes del orden de una sociedad moderna y no como matones a sueldo de intereses espurios y, en el peor de los casos, como tropas de ocupación de su propio país.
Si Santos no sale bien librado de este trance y el balance vuelve a ser el de siempre, es decir, primero represión y muerte, y luego ‘diálogos’ mentirosos y promesas que jamás se cumplen, el agudo desgaste de la legitimidad del sistema presagiará estallidos de dimensiones impredecibles, abriendo perspectivas nuevas –también electorales– para el futuro inmediato.
No es de menor importancia que el movimiento guerrillero va a seguir con enorme atención el desarrollo de unos acontecimientos que, en muy buena medida, arrojan luces sobre la verdadera capacidad del sistema –y no sólo del gobierno de Santos– para responder de una manera nueva a los conflictos, haciendo posible la paz y viable la reconciliación nacional. Si el gobierno no gestiona de forma civilizada el conflicto que este 19 de agosto paraliza a Colombia, estará dando argumentos nuevos a quienes se han alzado en armas, precisamente por la inexistencia de los espacios normales que cualquier sociedad democrática establece para el manejo y solución de los conflictos.
En tales condiciones, no sorprende que en las conversaciones de La Habana se registre una innegable cercanía entre las reivindicaciones populares y las reformas propuestas por la guerrilla, algo que en manera alguna compromete a los movimientos sociales, como señala histérica la gran prensa y algunos voceros del gobierno, empezando por el mismo presidente.
Si las exigencias populares son legítimas y todas, sin excepción, caben dentro de la legalidad vigente, esa coincidencia debería saludarse como la prueba de que los alzados en armas están dando pruebas fehacientes de su capacidad para participar pacíficamente en la política nacional. Es el gobierno quien debería preguntarse por qué sus posiciones no generan esa coincidencia.
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