Por: Nancy Okail*
A principios de este año, en una inesperada divergencia de la retórica de política exterior predominante durante mucho tiempo en presidentes de ambos partidos, Donald Trump pronunció un discurso en Riad criticando a los intervencionistas, a los neoconservadores y el hábito de Estados Unidos de bombardear países de Oriente Medio: «Al final, los llamados ‘constructores de naciones’ destrozaron muchas más naciones de las que construyeron», dijo, «y los intervencionistas estaban interviniendo en sociedades complejas que ni siquiera ellos mismos entendían».
Muchos se sintieron intrigados por el reconocimiento de Trump de los fracasos pasados de EE. UU. en la región y el desprecio histórico por la autonomía de esas naciones. Pero cinco semanas después, autorizó ataques aéreos de EE. UU. contra tres instalaciones nucleares en Irán, y un día después respaldó el «cambio de régimen» para «Hacer a Irán grande de nuevo«.
Los bombardeos pueden haber sorprendido a muchos, pero no fueron algo sin precedentes. Siguieron un patrón al que cada presidente de EE. UU. de este siglo ha contribuido en algún momento: lanzar acciones militares sin supervisión, o basándose en inteligencia falsa, manipulada o selectiva, y sin enfrentar consecuencias reales por hacerlo. De Irak a Libia, de Siria a Yemen, y ahora a Irán, el ciclo continúa.
Trump puede ser el presidente más descarado al entrar casualmente en hostilidades militares, pero claramente no es el primero. Y a menos que afrontemos el problema de raíz, como son: la impunidad y la falta de rendición de cuentas para los presidentes que lo hacen, él no será el último.

Cambios de opinión como este no son sorprendentes, nos hemos insensibilizado a que los presidentes contradigan sus propias promesas. Trump se postuló con el lema «Estados Unidos Primero», prometiendo poner fin a guerras interminables, y luego las intensificó. Antes que él, el presidente Biden se comprometió a centrar los derechos humanos y poner fin a las guerras, sin embargo, continuó armando a Israel a pesar de las atrocidades bien documentadas en violación de la ley estadounidense e internacional, mientras su administración explotaba lagunas para eludir la supervisión del Congreso. El peligro más profundo no radica en la hipocresía, sino en la complicidad: aceptar las narrativas fabricadas que justifican realizar actos de guerra temerarios.
La noción de que el ataque de Israel a Irán, y el seguimiento de Estados Unidos, fueron parte de una estrategia coordinada para forzar un acuerdo nuclear es ficción. Irán ya estaba en la mesa de negociaciones. La decisión de Trump de atacar no fue parte de una gran estrategia; fue pánico político, ya que estaba acorralado por los extremistas del MAGA y el aumento de los precios del petróleo. Tampoco fue el fin de la breve guerra un éxito estratégico: las afirmaciones de que los ataques estadounidenses destruyeron completamente capacidades nucleares clave han sido ampliamente refutadas, y ahora es más probable que Irán busque armas nucleares. Esto plantea preocupaciones sobre la soberanía de EE. UU., ya que la decisión unilateral de Israel de atacar a Irán influyó en el discurso de la política exterior estadounidense y, en última instancia, presionó a Trump para que se uniera a la guerra.

La guerra comenzó erráticamente y terminó de forma performativa, pero de manera más peligrosa, está surgiendo el consenso de que es más fácil aceptar inteligencia distorsionada que desafiarla. Algunas voces contra la guerra argumentan que están atrapadas en un dilema: abrazar la narrativa falsa de que los ataques estadounidenses fueron un éxito, se siente más seguro que arriesgarse a una escalada. Pero esta sombría elección entre guerra y aquiescencia no es inevitable. Es el producto de normas erosionadas y herramientas abandonadas. No solo estamos normalizando los ataques no autorizados; estamos legitimando el engaño como método de contención.
No hay que remontarse muy atrás en la historia para encontrar narrativas igualmente manipuladas sobre las guerras de EE. UU. Aunque necesaria, y bastante tardía, la decisión de poner fin a la guerra en Afganistán, iniciada bajo el primer mandato de Trump, concluyó con la caótica retirada bajo la administración Biden, quien puso en peligro vidas, abandonó aliados y permitió el regreso total de los talibanes. Después, el Secretario de Estado Antony Blinken insistió en que la construcción de naciones nunca fue el objetivo, socavando años de retórica sobre la promoción de la democracia, la educación de las niñas y la lucha contra la represión. Un fracaso que fue rebautizado como «misión cumplida», al igual que la narrativa de Trump sobre Irán. Incluso los críticos de la guerra de larga data suavizaron su respuesta, reacios a romper la ilusión de cierre.

Esto contribuyó a la normalización del engaño que estamos viendo hoy a raíz de los ataques a Irán. Y está floreciendo porque hace mucho tiempo abandonamos el único mecanismo que podría haberlo evitado: la rendición de cuentas.
A menudo se dice que es mejor pedir perdón que permiso. Pero los presidentes de hoy no piden ni lo uno ni lo otro. Los ataques se lanzan sin autorización y sin consecuencias para quienes dan las órdenes. La primera línea de oposición que muchos adoptaron contra el ataque de Trump, incluida yo, fue que actuó sin la aprobación del Congreso. Pero, ¿acaso eso aborda el problema real?
Sí, Trump actuó sin aprobación. Y aunque la guerra está ostensiblemente terminada, por ahora, las resoluciones de poderes de guerra introducidas en el Congreso después de los ataques merecen apoyo. Pero la autorización por sí sola no confiere legitimidad ni previene atrocidades. La guerra de Irak tuvo aprobación del Congreso, gracias en parte a inteligencia fabricada, y no ha habido rendición de cuentas para quienes engañaron a los estadounidenses para una guerra catastrófica e ilegal.
En ausencia de transparencia y rendición de cuentas, los mecanismos parciales y la supervisión fragmentada pueden ser tan peligrosos como la ilegalidad absoluta. Proporcionan una apariencia de legitimidad a un poder descontrolado. La guerra persiste no por ambigüedad legal, sino porque los responsables no pagan ningún precio.
Hemos permitido que la impunidad se vuelva bipartidista y que el desempeño reemplace al principio. La audiencia ya no es el público; son los donantes, los lobistas y las maquinarias políticas que castigan la disidencia. Hoy, los miembros del Congreso no solo temen criticar a un presidente, sino que temen criticar a un aliado, por miedo a ser tachados de antisemitas o a ser desafiados en las primarias por un oponente financiado por grupos muy poderosos llamados ‘Super PACs’ pro-Israel.
Trump, a menudo visto como un unilateralista, ha dado un trato especial a Israel. A diferencia de su enfoque de «pagar por protección» que tiene con Taiwán y Europa, donde exigía contribuciones para la defensa de EE. UU., Trump abandonó ese principio con Israel. Siguiendo el liderazgo del primer ministro Benjamin Netanyahu, lanzó un bombardeo no autorizado y declaró la victoria basándose en afirmaciones no autenticadas de que los sitios nucleares de Irán habían sido «borrados«. En estas aventuras militares, las personas de la región son tratadas como piezas prescindibles en un juego de ajedrez estratégico.
En lugar de un dilema, el de aceptar una narrativa falsa para evitar más guerras, tenemos una oportunidad. Ahora es el momento de distinguirnos de la corrupción, la temeridad y el «transaccionalismo» de Trump al defender la honestidad, la integridad y la rendición de cuentas en la política exterior de EE. UU. Eso significa destacar lo que la diplomacia puede lograr y lo que la guerra no. Debemos evitar ser arrastrados más profundamente a la lógica fallida de la «paz a través de la fuerza», una doctrina que no previene la guerra, sino que asegura su regreso.
Pero si elegimos apoyar una de las narrativas de Trump para evitar futuros conflictos, que sean estas palabras de su discurso en Riad: «En los últimos años, demasiados presidentes estadounidenses se han visto afectados por la noción de que es nuestro trabajo mirar en las almas de los líderes extranjeros y usar la política de EE. UU. para dispensar justicia por sus pecados… Mi trabajo es defender a Estados Unidos y promover los intereses fundamentales de estabilidad, prosperidad y paz». Quizás algún día, Estados Unidos elija a un presidente que realmente crea esto.
* Este artículo, autorizado por Nancy Okail para ser traducido y publicado en español para El Turbión, fue publicado originalmente en el diario The New Republic. Nancy Okail es la presidenta y directora ejecutiva del Centro de Política Internacional, y sus reflexiones han sido publicadas en The New York Times, The Washington Post y Foreign Affairs.
** Traducido por: Andrés Gómez

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