Juan Manuel Santos, 'Timoleón Jiménez' y Raúl Castro se dan la mano en La Habana - Foto: César Carrión, presidencia
El apretón de manos entre el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, y el comandante de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP), 'Timoleón Jiménez', tras el anuncio de un preacuerdo en materia de justicia transicional y reparación a las víctimas en el marco de los actuales diálogos de paz, es sin duda alguna la noticia más importante para el país en medio siglo, puesto que hace latente la posibilidad de que se firme un acuerdo final y, con ello, de que las nuevas generaciones sean las primeras en vivir sin estar involucradas en la guerra, pero deja abiertas múltiples preguntas en torno a los términos de lo acordado y al rumbo que, en adelante, debemos tomar como sociedad.
Juan Manuel Santos, 'Timoleón Jiménez' y Raúl Castro se dan la mano en La Habana - Foto: César Carrión, presidencia
Juan Manuel Santos, ‘Timoleón Jiménez’ y Raúl Castro se dan la mano en La Habana – Foto: César Carrión, presidencia.

Septiembre 25 de 2015

El apretón de manos entre el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, y el comandante de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP), ‘Timoleón Jiménez’, tras el anuncio de un preacuerdo en materia de justicia transicional y reparación a las víctimas en el marco de los actuales diálogos de paz, es sin duda alguna una de las noticias más importantes para el país en medio siglo, puesto que hace latente la posibilidad de que se firme un acuerdo final y, con ello, de que las nuevas generaciones sean las primeras en vivir sin estar involucradas en la guerra, pero deja abiertas múltiples preguntas en torno a los términos de lo acordado y al rumbo que, en adelante, debemos tomar como sociedad.

Aunque sólo se han conocido generalidades del acuerdo, firmado a expensas de la entusiasta mediación del presidente cubano Raúl Castro, es claro que éste desentraba el punto que mayores complicaciones había presentado a los negociadores de ambas partes desde que anunciaron los diálogos en octubre de 2012: mientras que se emplearon 19 meses para los tres puntos de la agenda en los que se hubieran podido presentar mayores diferencias –reforma rural integral, apertura democrática y solución al problema de las drogas ilícitas–, el solo punto de víctimas y justicia ocupó unos quince meses del trabajo de la mesa de La Habana, durante los cuales el aparente estancamiento del proceso de paz permitió a los enemigos del mismo –especialmente el expresidente Uribe– lanzar toda una campaña de propaganda para tratar de destruirlo que, afortunadamente, no tuvo éxito.

Dos negativas mantuvieron este estancamiento, hasta donde se ha podido establecer: la de las FARC a que sus integrantes pagaran penas privativas de la libertad mientras los agentes estatales responsables de crímenes de lesa humanidad se mantienen en la impunidad y gozan de todo tipo de beneficios, y la del gobierno a aceptar la responsabilidad estatal en el fenómeno paramilitar, cuyo desmonte resulta siendo una condición fundamental para negociar cualquier garantía básica hacia la paz. Según indican las declaraciones de Santos y Timochenko, ambos puntos podrían haber sido superados en la mesa de negociaciones para abrir paso al actual preacuerdo, pero los alcances en ambas materias siguen siendo un misterio que sólo se esclarecerá cuando se revelen los puntos particulares del mismo.


Lo poco que se sabe en materia de justicia

Aún así, el proceso de paz colombiano parece estar destinado a ser el más rápido de la historia, comparado con los de otros países, y las generalidades reveladas del preacuerdo permiten que el país se trace un camino en materia de justicia para las víctimas de esta guerra y para la lucha futura de las mismas por la verdad, la justicia, la reparación integral y las garantías de no repetición.

Sin embargo, además del plazo de seis meses, hasta el 23 de marzo de 2016, para terminar los diálogos de paz con un acuerdo definitivo y el de dos meses a partir de allí para el desarme de las FARC y su transformación en un partido político legal, según lo que Santos y Timochenko acordaron el miércoles en La Habana, lo poco que anunciaron las partes plantea nuevos retos para el movimiento social y las propias víctimas, puesto que el acuerdo final de paz en sí mismo no solucionará los problemas fundamentales ni las desigualdades existentes en Colombia, que definen los orígenes de esta guerra, y pueden surgir graves impunidades si la justicia la terminan manejando los poderosos de siempre.

De lo que se conoce hasta el momento, gobierno y FARC han manifestado que, a partir del momento del desarme, se pondrá en marcha una “Comisión para el esclarecimiento de la verdad, la convivencia y la no repetición” que se encargaría de analizar las causas del conflicto, determinar las responsabilidades y contar al país la verdad de lo sucedido.

Esto, al tiempo que se implementa la “Jurisdicción especial para la paz” en el poder Judicial para procesar a los responsables de crímenes tanto dentro de la guerrilla como del Estado y establecer penas restaurativas –basadas en el trabajo, el estudio y el servicio a la comunidad– de entre 5 y 8 años para quienes acepten oportunamente su responsabilidad, y de entre 5 y 20 años de prisión para quienes no colaboren con la justicia o lo hagan tardíamente.

Adicionalmente, se ha previsto una Ley de Amnistía que, necesariamente, tendría que pasar por el Congreso y que definiría las conductas conexas al delito político que serían motivo de indulto, asunto del que serían beneficiarios la mayoría de los guerrilleros y excluidos los responsables de delitos de lesa humanidad, genocidio y crímenes de guerra tanto del Estado como de las FARC, de acuerdo con las reglas del Derecho Internacional Humanitario y ahora con el visto bueno de la fiscal de la Corte Penal Internacional.


Sin garantías a la vista

Esto, sin duda, abriría un nuevo capítulo en la historia del país, en especial porque gran parte de la lucha social tendría que girar hacia las exigencias relacionadas con la búsqueda de la verdad, con que los guardianes de las evidencias y la memoria no sean los victimarios, y con las garantías de no repetición de hechos tan graves como la formación del paramilitarismo, el exterminio de determinados movimientos de oposición y las desapariciones forzadas, entre otros crímenes de Estado que, como se ha visto, han dejado la inmensa mayoría de las víctimas en el país.

Santos, en su discurso, aseguró que será responsabilidad del Estado la seguridad para el ejercicio político de quienes de desmovilicen del proceso de paz con las FARC y se podría suponer que lo mismo aplicará para quienes puedan hacerlo ante un eventual avance de las negociaciones que se anunciarían en los próximos días con el ELN. Por más buena voluntad que el mandatario pueda tener tras este asunto, resulta preocupante que esto se pretenda bajo un modelo en el que la Unidad Nacional de Protección (UNP) no sólo ha estado envuelta en graves escándalos de corrupción y ha sido cuestionada por su excesivo gasto de los recursos públicos –la escolta de Uribe le cuesta a la nación aproximadamente $1.500 millones (unos 484.000 dólares) mensuales– sino que no ha sido capaz de cumplir con su misión en los casos de decenas de defensores de derechos humanos, periodistas y líderes sociales que han resultado asesinados en los últimos años.

El deber del Estado de proteger a los desmovilizados no se resolverá con escoltas, esquemas de seguridad y vehículos blindados sino con voluntad para eliminar la doctrina que desde dentro de la Fuerza Pública ha justificado que todo vale contra un enemigo que resulta siendo la misma población y para acabar con las estructuras criminales que durante décadas han sido acolitadas, formadas y hasta comandadas desde el propio Estado y que han sido la principal herramienta de la amarga tradición de persecución de las voces disidentes que existe en Colombia y que, fundamentalmente, se ha ensañado con cientos de miles de civiles que nunca han empuñado un arma en su vida. El abandono de la doctrina del enemigo interno y el desmonte del paramilitarismo son, sin duda, la mayor prueba que le espera al proceso de paz.

Asimismo, si tiene voluntad real de paz, el gobierno debe eliminar la política de criminalización de la lucha social que hoy se generaliza por todo el país y en la que fiscales antiterroristas, agentes de inteligencia y ciertos jueces hacen todo lo posible por debilitar a las organizaciones sociales y a los grupos de oposición a través de la judicialización de sus dirigentes en casos como los de los 13 líderes sociales detenidos el 8 de julio, los de los tres líderes campesinos del oriente colombiano encarcelados al día siguiente, el del líder indígena Feliciano Valencia o los de los 7 jóvenes estudiantes detenidos en Tunja el mismo día que Santos viajaba a La Habana. Es inconsistente que se hable de paz y de brindar garantías a los insurgentes si a los civiles que actúan en el marco democrático se les persigue para que no se logren cambios en el país que, entre otras cosas, están muy conectados con los acuerdos que se han alcanzado en temas como la tierra o la participación política.

 

Un acto de grandeza política

Sin embargo, no cabe duda de que ver al presidente de la República estrechando la mano de su más enconado adversario, el jefe de la guerrilla más antigua del mundo, es un hecho que no se repite todos los días y que algo importante se viene en el camino de una Colombia que se atreve hoy a soñar con el fin de una larga guerra que ha traído enormes costos humanos y sociales.

A las aspiraciones de paz de las mayorías la extrema derecha viene respondiendo con sus arengas sobre la impunidad de la guerrilla y sus delirantes diatribas sobre lo que el expresidente Uribe llama “golpe de Estado institucional”, dado que justamente se instaurará un modelo de justicia con el que peligran él y sus principales aliados al ponerse en el primer plano del mismo a la verdad sobre esta guerra. Ante esto, su única propuesta es la destrucción por la vía militar del contrario y la persecución paranoica de todo lo que huela a otra opción de país, como ocurrió en Tailandia y Perú, donde las guerrillas no sólo fueron derrotadas sino que los movimiento sociales también fueron prácticamente barridos del mapa en las zonas claves para el capital, especialmente para el desarrollo de proyectos extractivistas.

La realidad de Colombia es diferente, aunque parecida. En una guerra que completa más de medio siglo, las guerrillas no fueron derrotadas por el Estado ni éstas lograron vencer en su estrategia de tomarse el poder por la vía armada para instaurar un gobierno de obreros y campesinos. Indudablemente, este relativo equilibrio de fuerzas que se mantuvo durante largos años cuenta, y mucho, para que se empiecen a ver estos acuerdos y se abra la puerta a una paz negociada y no a la pacificación del exterminio con la que algunos todavía sueñan para lograr exorbitantes beneficios económicos.

No obstante, este acto de grandeza del apretón de manos que hoy llena de esperanza a los colombianos sólo marca el inicio de un largo camino hacia una paz en el que los pactos que se firmen entre el Estado y las guerrillas serán el primer paso: habrá que ver tanto la voluntad de los dueños del poder –verdaderos expertos en eso de hacer política a través de las armas– para que se adelanten transformaciones que rompan el ciclo de los fusiles y la del pueblo para que los cambios acordados abran la puerta a otros más profundos y duraderos que le permitan gozar de su derecho supremo a vivir en paz con dignidad y justicia social o a construir nuevos senderos para lograrlo.

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