Con el fallido intento de imponer una reforma a la justicia al acomodo de ciertos sectores de la clase política del país, el Estado colombiano se enfrentó a una de las más graves crisis de legitimidad de las ramas del poder público en lo que va corrido de este siglo. Los intereses de políticos involucrados en toda clase de delitos, que incluyen crímenes contra la humanidad, pretendieron reformar a su acomodo la Constitución Política, con el fin de garantizarse su propia impunidad.
Destapado el escándalo, las explicaciones provenientes de congresistas, ministros y del propio presidente de la República, hasta ahora, no han dado a la ciudadanía respuestas certeras sobre quién o quienes son los responsables de lo que distintos medios de comunicación calificaron como un ‘esperpento jurídico’.
¿Realmente fueron tan ingenuos los promotores de este proyecto que deforma a la justicia como para pretender aprobarlo sin ninguna protesta? ¿Fueron realmente engañados el presidente, Juan Manuel Santos, y sus ministros de Justicia, Juan Carlos Esguerra, y del Interior, Federico Renjifo Vélez? ¿O, quizás, la ingenuidad está en una sociedad que, aunque movilizada rápidamente por un impulso de dignidad, sigue siendo utilizada por los intereses mezquinos de los diferentes sectores de las clases dominantes del país para librar sus batallas por ver quién se hace a la hegemonía dentro del Estado?
Para todos los colombianos y colombianas es momento de mantenernos alerta sobre el riesgo de aceptar sin miramientos la veracidad de las ‘justificaciones’ que el presidente Santos emite ante este tipo de eventos: si aceptamos que a cada situación que cuestione las actuaciones del actual ocupante de la Casa de Nariño se esgriman explicaciones como las que Santos ha ofrecido, negando su directa responsabilidad en el trámite de la reforma y poniendo la ‘crianza de micos’ exclusivamente en manos de los congresistas ‘descarriados’ de la coalición de la ‘unidad nacional’, deberemos asumir en adelante que en Colombia –un país con una insólita acumulación de poder en el Ejecutivo– los presidentes no gobiernan sino que son constantemente engañados, traicionados, utilizados, incomunicados y menospreciados.
Igual que Santos, Samper en su momento dijo que cualquier financiación del narcotráfico a su campaña presidencial de 1994 ocurrió ‘a sus espaldas, poniéndose como víctima de intereses oscuros que lo habían engañado en su buena fe, y, más recientemente, Álvaro Uribe se convirtió en el presidente más engañado, traicionado, utilizado y menospreciado de la historia de Colombia, pues buena parte de su equipo de gobierno, varios de sus ministros, su secretario, todos los directores del extinto Departamento Administrativo de Seguridad durante su mandato y una buena parte de sus aliados en el Congreso se habrían aprovechado inmisericordemente de su supuesta negligencia, lentitud e ineptitud para gobernar y así cometer toda clase de crímenes.
¿Acaso durante ocho años la Casa de Nariño fue habitada por la personificación de la torpeza? Esto resultaría paradójico en el caso de Uribe, quien fue elevado a la presidencia por el club de los más poderosos del pais que, unidos finalmente en torno a su proyecto guerrerista y de control fascista del Estado, le permitieron disfrutar de un doble periodo presidencial que le sirvió para controlar hasta la contratación de la más sencilla pavimentación en la vereda más apartada de la geografía colombiana.
Tal parece que la actual pugna entre los dueños del país, expresada en las constantes confrontaciones entre Santos y su predecesor, se pone de manifiesto también en una especie de competencia por ver quién esgrime excusas más ingeniosas y se esconde tras un mayor manto de impunidad. De esto, Santos ha salido vencedor temporalmente, al tratar de mostrarse como el enterrador de una reforma con al que dice no haber tenido nada que ver –a pesar de la intensa actividad de sus ministros en el Congreso y su constante viglancia sobre su coalición para verificar que las votaciones salieran a favor de la reforma propuesta por el gobierno– y canalizar una parte del descontento popular en su favor, mientras Uribe aprovecha su oportunidad para proponer una Asamblea Constituyente que termine de enterrar el pacto social logrado en 1991 a favor de la impunidad y los intereses de los sectores de las clases dominantes que representa y que hoy se sienten sacados del negocio por quienes se mantienen en la órbita de Santos.
Resulta descabellado pensar en que está tan organizada la criminalidad en los poderes públicos que hasta el poderoso presidente de la República sea una inocente víctima de sus acciones. Lo que no resulta desatinado es pensar en que esa ingenuidad presidencial es el conveniente disfraz de la verdadera expresión del poder en Colombia: evadir las responsabilidades.
La apuesta del gobierno fue elevada. El orden constitucional tan ‘ferozmente’ defendido por el gobierno quedó en jaque, puesto que la aparente solución con la que se archivó el Proyecto de Acto Legislativo –que ya había cursado el trámite ordenado por la Constitución– puede ser una patente de corso para que el jefe del Ejecutivo se oponga a eventuales reformas que realmente sirvan al bienestar de las mayorías.
En esta oportunidad la jugada no les salió bien. El marco de impunidad que pretendían implementar para altos funcionarios se fue al traste, pero con él también quedó en tela de juicio el equilibrio de poderes. Llegan los efectos, que difícilmente pueden verse como colaterales: no es sorprendente que Uribe y su séquito ya hayan lanzado su ‘frente ideológico antiterrorista’ para lanzarse a recuperar el terreno perdido ante los movimientos del santismo, inyectando mayor polarización en la sociedad colombiana y buscando cooptar nuevamente a los sectores populares para su proyecto de ultraderecha y tratar de ganar nuevamente la hegemonía entre quienes mandan en el país.
En síntesis, muerta y enterrada la fallida reforma a la justicia, que afortunadamente no prosperó gracias a la indignación ciudadana, hay que mantener los ojos bien abiertos: el precedente sembrado por Santos da para que los peores vicios incluidos en el proyecto hundido resuciten en cualquier momento, sean incluidos en otras iniciativas legislativas o se aproveche la acción del mandatario para convertir la inconstitucional ‘objeción presidencial’ en un precedente que permita que se imponga de forma incuestionable la voluntad de uno solo, sueño que comparten tanto el ocupante actual del palacio presidencial como su antecesor.
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