Por: Juan Diego García – diciembre 3 de 2015
Sólo por razones de conveniencia se dan por buenas las versiones oficiales que anuncian el fin de la crisis económica.
El sistema financiero ha sido salvado a expensas de los fondos públicos, es decir, a costa de los contribuyentes y, aunque se promete el control de las formas más evidentes de robo del ahorro ciudadano, parece que los bancos y los fondos de inversiones continúan con sus prácticas especulativas, las mismas que agudizaron la crisis a extremos apenas registrados en la historia económica reciente. Es cosa de tiempo para que se reproduzca una situación similar. Por otra parte, ningún gobierno se propone suspender las reformas laborales ni se sabe cuándo se recuperarán las condiciones de trabajo y de ingreso previos a la aplicación del modelo neoliberal.
Algunos gobiernos anuncian su propósito de controlar la corrupción, especialmente el robo de los fondos públicos por parte de funcionarios, políticos y empresarios. Se trata de adecentar el sistema, aunque los anuncios no parecen muy alentadores sobre todo porque la llamada renovación de las castas políticas es muy limitada y las nuevas figuras rápidamente terminan por adaptarse a las reglas de juego vigentes. Sus propuestas de renovación no alcanzan ni de lejos a los programas de reforma de socialdemócratas, comunistas y socialcristianos que dieron pié al Estado protector –amplio en Europa, limitado en Estados Unidos y bastante menor cuando se produjo en América Latina–.
Las reformas neoliberales han supuesto recortes importantes en el gasto social y una rebaja sensible en la parte de la renta nacional que corresponde al trabajo mientras crece la participación del capital. Se adelgazó el Estado y se avanzó en la privatización de áreas claves como la salud, la educación o las pensiones. Las reformas laborales han disminuido los salarios, beneficiando al capital en tal medida que lo robado por los corruptos en las instituciones es una cantidad pequeña comparada con la suma enorme sustraída por los empresarios a los asalariados en sus nóminas.
No sorprende, entonces, que la población desarrolle, primero, sentimientos de sospecha, luego de indignación y finalmente de airada protesta callejera cuando constata la reducción de sus derechos sociales y económicos, al tiempo que los medios anuncian alborozados las enormes ganancias del capital y la creciente y grosera concentración de la riqueza, y que todo ello se identifique con el bien común y el fin de la crisis.
En pocos momentos de la historia reciente el sistema había experimentado un deterioro tan profundo de su legitimidad. El agotamiento del discurso neoliberal se pone así en evidencia. Sus principales predicados son desmentidos por la dura realidad: era pura ideología que con este modelo que busca revivir el capitalismo clásico del laisses faire se terminaban las crisis y a la humanidad sólo le esperaba el crecimiento ininterrumpido. Inclusive, se ha elogiado la desigualdad como acicate del esfuerzo necesario para el progreso –la igualdad conduciría, según estos postulados, a la indolencia– y se ha sostenido hasta hace poco la teoría del ‘derrame’, según la cual poco importa si los ricos se hacen mucho más ricos si, de todas maneras, las migajas que caigan de su mesa mejorarán la condición de los demás.
Así, la pobreza y hasta la miseria ya no son patrimonio exclusivo de la periferia atrasada del planeta: aparecen masivamente en Estados Unidos y en grados diversos también en Europa. Ni qué decir de los niveles de explotación en Asia, África y América Latina.
Se agotó, igualmente, la promesa de un mundo de paz tras el fin de la Guerra Fría. Hoy como ayer, casi los mismos actores mantienen el enfrentamiento por áreas de influencia y controles económicos, y se repite el mismo escenario de guerras directas en la periferia pobre mientras las grandes potencias manejan los hilos del drama desde posiciones seguras.
En este contexto, los ataques del terrorismo a las metrópolis –los más recientes en París y otro mediante el derribo de un avión ruso de pasajeros– no significan un cambio en esta táctica sino que se trata, más bien, del comportamiento díscolo de una rueda suelta, de la acción incontrolada de un engendro que Occidente propició y que ahora actúa sin control. En efecto, primero se ayudó activamente a los Hermanos Musulmanes para debilitar al nacionalismo de Nasser en Egipto y luego se apoyó de mil maneras a los talibanes que combatían a los soviéticos en Afganistán, siempre en santa alianza con las satrapías árabes que financian a Al Qaeda y al mismo Estado Islámico, un fenómeno también auspiciado por guerras como la de Iraq y la política de destrucción masiva que Occidente practica en la región. Libia y Siria son sólo los casos más recientes.
Tampoco es un hecho aislado el apoyo de Occidente a los terroristas chechenos en su guerra contra Rusia y ahora mismo el sostén a los grupos neonazis en Ucrania o a los paramilitares en Colombia. Antes se trataba de combatir el comunismo, ahora de fortalecer el cerco estratégico a Rusia y China, los nuevos y viejos enemigos de Occidente. La situación es de tal gravedad que no faltan voces anunciando una Tercera Guerra Mundial en ciernes.
Lejos de corregir o al menos de ensayar algunas medidas paliativas, los responsables del sistema se empeñan en desconocer la situación o minimizar sus riesgos. En tantas cosas la situación recuerda a los ‘locos años treinta’, al avance del fascismo, a la indolencia de los gobernantes y al ‘viernes negro’ de 1929 que desembocan finalmente en la Segunda Guerra Mundial. Y es que todos estos fenómenos van unidos indisolublemente al modelo clásico del capitalismo, al ‘dejar hacer, dejar pasar’ que en lo interno daba plena libertad al capital para extraer legal o ilegalmente riqueza a las clases trabajadoras y aplicaba duras restricciones a las organizaciones sindicales y a los partidos obreros hasta llegar a su anulación, y en lo externo adelantaba la competencia extrema por mercados, control de materias primas, áreas de influencia y rutas del comercio mediante el aumento de acciones militares, ocupaciones territoriales y las provocaciones que terminaron siempre en el enfrentamiento directo de los protagonistas principales.
Por el momento, la ventaja del sistema no es otra que la debilidad de la oposición ciudadana que aún no consigue un grado de organización suficiente como para detener esta dinámica y, menos aún, para cambiar el rumbo de las cosas. Si los atentados del 11 de septiembre en Estados Unidos dieron al gobierno la ocasión para debilitar al máximo los derechos de la ciudadanía, los recientes acontecimientos de París ya han ofrecido a los gobernantes del Viejo Continente la oportunidad para hacer aquí lo propio, mientras crecen la xenofobia, el racismo y la histeria colectiva, convenientemente alimentada por los medios de comunicación. Hasta un gobierno ‘socialista’ como el de Francia termina por asumir de hecho el discurso del Frente Nacional, un partido neonazi que ya tiene réplicas nada desdeñables en todo el continente.
El reto para la izquierda es inmenso: tiene limitadas posibilidades en Estados Unidos, aunque se registran allí algunas señales de movilización social esperanzadoras, mientras sus bases sociales en Europa son amplias –de hecho, no son menores que las bases sociales de la derecha– y disfruta aún de ciertos márgenes de acción como para dar forma a una contraofensiva exitosa –¿comenzará en Portugal con la nueva coalición de fuerzas de izquierda en el gobierno?–, mientras en América Latina y el Caribe se enfrenta a un reto considerable ante la ofensiva de una derecha directamente apoyada por los Estados Unidos y sus aliados.
El panorama africano es toda una incógnita y no es menor en el caso del continente asiático, en especial en China e India, dos colosos que registran un amplio movimiento obrero y campesino que apenas aparece en las noticias en Occidente y que podría dar muchas sorpresas. El gobierno de Pekín anuncia medidas de reforma, orientando más su producción al mercado interno para compensar la caída del comercio exterior fruto de la crisis en Occidente, pero también para satisfacer, al menos en parte, las exigencias de su población. La primera medida será restaurar los sistemas públicos de salud y educación, prácticamente desmantelados por las políticas del ‘socialismo de mercado’.
Las condiciones objetivas para el cambio están maduras, pues las dimensiones de la crisis del sistema son enormes. En contraste, la debilidad de las fuerzas opositoras le otorgan al sistema una ventaja temporal. Por ahora, la reforma del sistema no aparece en la agenda de los gobiernos –el único keynesianismo que se practica es el ‘de derechas’, mediante la producción masiva de armamento–. Se podría concluir que el sistema no da más de sí, pero al mismo tiempo se debe constatar que las opciones alternativas aún no alcanzan el punto de madurez necesario.
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