<strong>Por: Rafael Rincón Patiño*</strong> El domingo 11 de julio de 2007 perdió la vida el guayacán amarillo de la calle 33 con la carrera 80A de la ciudad de Medellín. Había sido amenazado de tala por la ampliación de la Avenida 33, pero su pena fue conmutada por un transplante a otro lugar. Sin embargo, a la hora del transplante, pudo más la motosierra depredadora de la administración municipal que la promesa de dejarlo vivo.

Por: Rafael Rincón Patiño – julio 17 de 2007

El domingo 11 de julio de 2007 perdió la vida el guayacán amarillo de la calle 33 con la carrera 80A de la ciudad de Medellín. Había sido amenazado de tala por la ampliación de la avenida 33, pero su pena fue conmutada por un transplante a otro lugar. Sin embargo, a la hora del transplante, pudo más la motosierra depredadora de la administración municipal que la promesa de dejarlo vivo.

Sin misericordia, en cien segundos fue cortado en cien pedazos y enterrado en el mismo lugar en donde vivió por 15 años. El guayacán amarillo murió arrancado y mutilado en su propia casa. Murió trozado porque se negó a ser un árbol desplazado y prefirió la casa por tumba. Sus verdugos, depredadores asalariados, estaban pasmados: no creían lo que habían hecho, pero los descansaba la satisfacción del deber cumplido y el consuelo de que es un acto que tiene garantizada la impunidad.

Este detrimento patrimonial de cortar un guayacán amarillo que debía ser transplantado es invisible: no genera responsabilidad fiscal, es como si al árbol se lo hubiera tragado la tierra. Si fuera un poste de energía tendría valor, estaría en un inventario, pero, por ser árbol, está censado pero no tiene valor.

El guayacán amarillo es un amenazado de vida por el desarrollo urbano salvaje, que el alcalde Fajardo denomina ‘urbanismo social’ para esconder las barbaridades de su desarrollo implantado. El guayacán amarillo tenía la esperanza de salvarse: había sido escogido entre cientos, pero definitivamente lo tasajearon. La esquina que se pintaba de amarillo estuvo encharcada de hojas y de partes de lo que era su tronco.

El guayacán amarillo no estaba enfermo ni merecía el destino que le dieron, pero triunfó finalmente la llamada razón práctica: beneficiar a los constructores. Es otra batalla que gana el cemento y un granito de arena más al calentamiento global.

No queda más que llorarlo y esperar que llegue el progreso implantado, el mito de naturaleza, las baldositas de colores y las palabras ensalzadas que remplazan la realidad por la esperanza.

Seguramente, en ocho días el guayacán amarillo será remplazado por una valla colorida que anunciará mil guayacancitos y llegarán dos o tres payasos para que, con un pasacalle municipal, se intente mitigar la mala imagen de la administración y compensar la ausencia y el daño.

¿Quién creyera que en la ciudad de la eterna primavera no pasa nada si se corta un guayacán amarillo, un árbol de flores amarillas, un árbol que pinta amarillo lo que la violencia pinta rojo? Adiós guayacán, adiós flores amarillas, un ‘mi dios le pague’ por las sombras, por enriquecer el paisaje, por infundir alegría y brillo en los espíritus decaídos y por mostrarnos la magia cromática de la naturaleza.

Da pena ajena ver como el ‘urbanismo social’ arrasa con la avenida 33 y la convierte en un santuario al cemento. Da pena con los otros árboles hacerse a su sombra, escamparse en ellos o tomarles una foto después de presenciar la indolencia de la motosierra oficial.

Cuando cortar guayacanes amarillos no baja el rating a los gobernantes, no afecta la gobernabilidad, no disminuye la aceptabilidad, no genera detrimento patrimonial, la vida está en riesgo. Lo ambiental no es factor de poder y, por eso, debe ceder ante el interés particular del constructor. Esta cosmovisión entiende que el paisaje se puede pintar o se puede insertar con vallas y pasacalles, en cambio la rentabilidad económica del suelo no. Se gana más plusvalía con árboles pintados, que sólo ocupan superficies verticales, que con árboles reales, que sí ocupan el suelo. En esta lógica mercantil los árboles no tienen asegurado un lugar sobre la tierra.

Los guayacanes amarillos no son factor de poder, no hacen parte de la democracia electoral y formal, no tienen representación, no tienen voz, no son parte de lo público. Ellos no cuentan, no suman, no son parte de la democracia. En fin, los guayacanes amarillos no votan, por eso, los cortan y los botan.

Llegará el momento en que cortar un guayacán amarillo no sólo hará titilar una estrella, como lo versa el poeta Juan Manuel Roca, sino que también hará palidecer a un gobierno.

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* Director del Consultorio de derechos y gobernabilidad Hábeas Corpus.

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