Por: Juan Diego García – diciembre 13 de 2015
Las crecientes dificultades de los gobiernos progresistas en América Latina, incluyendo importantes derrotas electorales, se explican no solo por la acción de la derecha sino también por los errores de la izquierda que gobierna en estos países.
Lo que procede es, sin duda, aplicarse al análisis riguroso, al balance realista y al propósito de recomponer estrategias para recuperar la iniciativa. Sirve de poco el pesimismo que anuncia el fin inevitable de la ola de progresismo en el continente y la victoria total de la estrategia desestabilizadora del imperialismo y la oligarquía criolla. Tampoco es suficiente la tradicional denuncia de la maldad del capitalismo, entre otros motivos, porque este es un factor constante en el análisis de la izquierda y no se debe convertir en excusa para no afrontar los propios errores.
Seguramente que se han cometido fallos en la movilización de las fuerzas sociales que son la base natural de estos movimientos de cambio radical, restándoles protagonismo y dándole demasiado espacio a la burocracia oficial. En todas las revoluciones siempre aparece el dilema que enfrenta espontaneidad y organización, bases y dirección, democracia directa y poder delegado. No es fácil encontrar la debida combinación de estos factores, de forma que no se ahogue la fuerza vivificadora del movimiento de las masas y al mismo tiempo no se disminuya el necesario papel de la dirección y del grupo técnico que ejecute –la vanguardia, en otros términos–, y menos aún cuando apenas existen en estas sociedades tradiciones democráticas y un pasado reciente de represión violenta de las fuerzas del cambio, de cierre sistemático a la participación popular. Sirva como ejemplo el caso de Colombia, donde nunca ha gobernado la izquierda: allí se ha ejecutado todo un plan de exterminio físico de sindicalistas, activistas sociales, dirigentes populares, opositores y todo aquel que se sospeche vinculado a la insurgencia.
Los propios dirigentes de estos procesos progresistas reconocen el daño causado por una gestión no siempre afortunada de la cosa pública que termina por empantanar los mejores propósitos y dilapidar recursos. Administrar mal es fruto de la inexperiencia, de la poca o ninguna familiaridad con la gestión del aparato estatal, pero puede ser igualmente resultado de la desidia, de la falta de conciencia política o del apego a la vieja costumbre del burócrata ineficaz que se sabe inmune al control de la ciudadanía. Igual sucede con la corrupción, tan ligada al ejercicio del poder desde siempre en un sistema basado en la expoliación del trabajo de las mayorías por las minorías propietarias del capital. Estos motivos no excusan pero sí explican las dificultades que tiene todo proceso de cambio para erradicar los vicios del pasado.
Afianzar lo logrado, ir paso a paso sin forzar procesos para asegurar una mejor correlación de fuerzas en el futuro o, por el contrario, priorizar el avance con osadía para salvar lo logrado, profundizando el proceso para hacerlo irreversible y evitar su deterioro, es otro de los dilemas que parecen afectar a todo proceso de cambio radical –es decir, que busca ir a la raíz de los problemas–. Parece que este tipo de incertidumbres no sólo se presenta en los procesos revolucionarios sino hasta en otros de modesto propósito reformista. Cuando las diferencias sociales son muy agudas, cuando los grados de explotación económica y exclusión política son muy elevados, hasta los cambios más tenues provocan la reacción violenta de las clases dominantes, de las minorías privilegiadas, obligando a quienes dirigen esos procesos a estar permanentemente ante la alternativa de un diálogo civilizado propio de la democracia madura, pero que, devenido en caricatura o hasta en trampa, sólo deja margen para el asalto al Palacio de Invierno o la toma de La Bastilla.
Las enormes limitaciones de los sistemas de representación de tipo burgués en sociedades tan deformes y ajenas al mismo ideario liberal como las de América Latina se convierten en obstáculo casi insalvable para acceder a la democracia real en todas las esferas, sobre todo en la económica, y reviven la vieja tesis del socialismo clásico según la cual la violencia es la partera de la historia, pues la clase dominante no cederá jamás sus privilegios de forma pacífica.
Pero, más allá de estos factores, hay uno que afecta de forma determinante a estas sociedades, ya que está en la raíz de todos los problemas: la manera como se insertan en el tejido económico mundial, su papel en el tablero internacional, fruto de la misma naturaleza de su orden social. En efecto, con independencia del grado de desarrollo relativo, todas comparten el estigma de ser sobre todo proveedoras de materias primas o mercancías con poco o ningún valor agregado. Experimentan su período de ‘vacas gordas’ cuando los precios de las materias primas son altos por la expansión económica de las metrópolis y luego el de ‘vacas flacas’ al aparecer la crisis. Ni están en capacidad de generar desarrollo internamente ni de pagar buena parte de los platos rotos cuando el sistema colapsa.
Estar en la periferia del sistema mundial significa ser una pieza menor, prescindible y sometida a estos ciclos en condiciones dramáticas, una maldición que pesa sobre México, Colombia o Chile, países con sistemas neoliberales; o sobre Venezuela, Ecuador o Bolivia, que se declaran socialistas o al menos contrarios al neoliberalismo. Por supuesto, la medida del impacto no es la misma pero la caída de los precios de las materias primas en el mercado mundial termina por afectarlos a todos de forma dramática. Más allá de los errores –enmendables– de los gobiernos progresistas, amenazados hoy por la ofensiva de la derecha local e internacional, conspira contra ellos su condición de naciones ‘subdesarrolladas’ o ‘dependientes’, su naturaleza de sociedades capitalistas altamente deformadas, y no solo en términos económicos.
Los gobiernos progresistas no parecen tener una estrategia clara para hacer frente a este problema, aunque sí existen proyectos que apuntan en la dirección adecuada, es decir, en la de la búsqueda del propio desarrollo más allá del simple crecimiento. Se creció mucho en la década pasada –lo hicieron casi todos los países de la región–, pero los avances en el desarrollo son escasos o nulos. Son pocos los avances para recuperar el tejido industrial o, en su caso, crearlo, y son aún limitadas las inversiones en proyectos que permitan superar esa dependencia. Que esto sea posible dentro de un orden capitalista es objeto de debate, pero construir el socialismo sí resulta imposible sin la generación de un tejido económico equilibrado, sano y con una dinámica propia en la cual el mercado interno guíe al conjunto y posibilite de veras acceder a la modernidad.
En casos como el de Venezuela, con buena parte de los beneficios que han dejado las materias primas en los años anteriores se ha financiado el gasto social en favor de las capas más pobres, una deuda histórica a saldar sin demoras para un gobierno popular. En otros casos, gobiernos neoliberales han usado parte de estos recursos para conquistar con dádivas menores y con fines electorales a ciertos sectores populares, demostrando que la estrategia neoliberal no es incompatible con formas demagógicas que buscan disminuir el descontento producido por sus medidas. Cuando, como ahora, llegan las ‘vacas flacas’ –se pronostica un escenario igual o peor para 2016– se pone, entonces, de manifiesto cómo hasta el mejor proyecto de cambio social se puede ver sometido a presiones casi insostenibles y que la ausencia de un tejido económico de dinámica suficiente deja a estos gobiernos indefensos ante la guerra económica ejercida desde dentro y desde afuera. La caída de los precios del petróleo es seguramente el mejor ejemplo.
El gobierno de Maduro puede corregir sus fallos en la administración del Estado y en la dirección del movimiento popular. Puede hacerlo, sin duda, ahora que tiene márgenes suficientes, pues la derecha tan solo aumentó su caudal electoral en un poco mas de 300.000 votos, mientras la derrota del chavismo se ha producido por la abstención de aproximadamente 2’000.000 de sus votantes tradicionales, que son recuperables.
Si, además de enmendar errores, la Revolución Bolivariana recondujera la inversión del ahorro nacional para priorizar una industrialización vigorosa que vaya mucho más allá de la simple ‘sustitución de importaciones’ del desarrollismo, estaría haciendo una aportación de gran significado no solo para el proceso propio sino como señal para el movimiento popular latinoamericano, que se propone la emancipación como una aventura apasionante y salir de la dura condición de simples consumidores de los desechos materiales y culturales de un Occidente en decadencia.
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