Por: Carlos Medina Gallego* – 30 de septiembre de 2010
La democracia colombiana no termina de sorprendernos: aunque es la más antigua y sólida de América Latina lleva más de medio siglo en guerra permanente; ha negociado y le ha incumplido a cuanto proceso de paz se le atraviesa, incluyendo el de los paramilitares; ha incorporado el estado de excepción a la justicia ordinaria; ha llevado a que la oposición no la hagancen los partidos sino las Cortes; ha conseguido que al parlamento y a los presidentes los elijan el terror y los dineros de la delincuencia; ha aporopiado la corrupción y el clientelismo como un estilo de gobierno y, en ella, hasta los ‘propios’ han preferido ser juzgados en los tribunales estadounidenses porque aprendieron que en cosas de justicia hay que negociar con el jinete y no con la bestia.
Es un modelo de democracia de servidumbre voluntaria, donde un presidente permite la presencia de un ejército de ocupación en siete de sus más importantes bases militares y sale con los mayores reconocimientos y honores. Y Piedad Córdoba, una senadora negra, orgullosa de su raza, defensora de mujeres, travestis, homosexuales, transexuales, indígenas, afrodescendientes, pobres, indigentes, políticos y militares ‘secuestrados’; a la que se le ocurre decir en el exterior –en uso del principio de la libertad de expresión, soporte fundamental de la democracia– que el país es una fosa común, resulta tildada de traidora a la patria.
Éste es una país fantástico, creador del realismo mágico, nobel para más. Nadie puede creer lo que pasa en esta democracia. ¿Quién creería –por ejemplo– que un oficial de segundo rango en un consejo verbal de guerra, en un régimen democrático, siente cátedra de jurisprudencia dictaminando que nadie es inocente hasta que no demuestre lo contrario y que es preferible tener mil inocentes presos que un culpable libre? ¿Y quién creería que estos postulados, tan humanos y sublimes, den origen a la famosa y vigente ‘doctrina Ñungo’, fundamento y esencia de toda arbitrariedad en la aplicación de justicia?
¿Quién admitiría que, en la más estable y larga democracia de esté subcontinente, el Procurador General de la Nación –agente mayor del Ministerio Público, entidad que representa a los ciudadanos ante el Estado cuando son víctimas de la injusticia de funcionarios públicos y que en sus enunciados pregona que la función preventiva es considerada su principal responsabilidad– esté empeñado en “prevenir antes que sancionar” a los amigos y termine defendiendo delincuentes y victimarios, persiguiendo víctimas y opositores del régimen que han tenido que soportar? Éste es el caso de la senadora y el de la vergüenza de las ‘chuzadas’ del DAS.
¿Quién imaginaría que una ‘caja de Pandora’, sin fondo y libre de toda cadena de custodia, contenga los expedientes hechos sobre medidas de quienes de la oposición han de ser llamados a juicio? Sólo en una democracia mágica como la nuestra puede ocurrir que cada que se aproxima una salida presidencial al exterior, una visita de un personaje o una situación especial que lo amerite, se produzca, por acto de magia, una condena o una citación a juicio, como si se esperara el momento oportuno para que fuese utilizado con un segundo propósito: un golpe a la guerrilla o a la delincuencia organizada.
La destitución de la senadora que hace el procurador Alejandro Ordóñez por “colaborar con las FARC”, “instar a esa guerrilla para que sea hostil con los partidos políticos”, “usar la ayuda de gobiernos de otros países para buscar un nuevo gobierno en Colombia” y “aconsejar a las FARC” en la gestión política del intercambio humanitario resulta la expresión más clara de la implementación de la ‘doctrina Ñungo’. ¿Cómo se puede entender que dicho procurador utilice el mismo precedente jurídico con la senadora que los magistrados de la Corte Suprema están aplicando a los congresistas condenados por parapolítica? La Corte, en sus decisiones, ha valorado que éstos también son responsables de los crímenes de lesa humanidad cometidos por sus asociados, situación que es clara pero absolutamente distinta a la de la Congresista: a los parapolíticos los implicaron en sus versiones libres los mismos paramilitares, con la senadora lo está haciendo el Ministerio Público sobre una lectura arbitraria de una supuesta información encontrada en un computador que ha perdido, por el tratamiento que se le ha dado desde el comienzo, toda credibilidad jurídica.
Pero partamos de un hecho que es absolutamente claro: durante años, Piedad Córdoba medió en los procesos de liberación de rehenes, secuestrados y prisioneros de guerra. Lo menos que podría esperarse es que no apareciera en los computadores de la guerrilla. Seguramente debe aparecer una y otra vez en las dinámicas de su intervención humanitaria para las liberaciones, en las negociaciones de las mismas, en la solicitud de pruebas de supervivencia. ¿Cómo podría ser de otra forma?
Incluso, se pudieron haber creado mecanismos propios de seguridad, con el propósito de evitar que se entorpecieran los procedimientos, los que siempre se llevaron a cabo en medio del conflicto y con no pocas dificultades. Comprometer a la senadora con la organización y los crímenes de las FARC es tanto como culpar a los secuestrados por dejarse secuestrar o a las mujeres violadas por dejarse violar.
Piedad Córdoba no es una mujer de carácter sumiso: peleando con todo el mundo es como ha llegado hasta donde lo ha hecho; es una mujer de criterio, valiente y digna representante de su raza; es obstinada, si se quiere. Puede que a muchos nos les guste su manera de ser, pero se ha comprometido a fondo y como nadie con los secuestrados, la salida política negociada y la paz para este país. Su destitución por el Ministerio Público, por la cuestionada figura del Procurador Ordoñez, no es un acto de agresión y persecución sólo con la senadora, es contra la oposición, la sociedad civil que ha persistido en la salida negociada al conflicto armado, contra la democracia, la paz y la esperanza de futuro de este país.
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* Docente e investigador de la Universidad Nacional de Colombia.
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