Febrero 10 de 2016
Más de 15 años de inyecciones financieras del gobierno de los Estados Unidos al Estado colombiano cambiaron radicalmente el panorama de nuestro país, definieron el rumbo de la guerra y aseguraron la continuidad de un autoritarismo que asegura hoy en día los intereses de las grandes empresas trasnacionales y de la potencia del norte.
Más de USD 9.000 millones fueron inyectados al Gobierno Nacional y a la Fuerza Pública entre 1999 y 2015, según las destinaciones anuales aprobadas por el Congreso de EE.UU. Junto a esos recursos, que mantienen registros públicos en Washington, cantidades indeterminadas de recursos, armas, hombres, contratos, informaciones de inteligencia y acciones en terreno de operativos estadounidenses se movieron bajo la mesa durante más de década y media de la iniciativa de cooperación internacional más importante de la potencia del norte en este hemisferio.
Así, Colombia se convirtió en el laboratorio de una política con la que los Estados Unidos modernizó la llamada ‘guerra de baja intensidad’, una estrategia creada a raíz de su derrota en Vietnam para no intervenir sino indirectamente en los conflictos internos de los países que podían salirse de su esfera de influencia. Gracias a esto hoy exporta iniciativas similares a países como Afganistán y México, con las consecuencias por todos conocidas.
Antes de nuestro país, EE.UU. había hecho la prueba en Guatemala y Perú –Plan Montesinos–, dejando una larga estela de muertes, torturas, violencia sexual, encarcelamientos, desplazamiento, desapariciones forzadas y destrucción de los tejidos sociales, además de un extenso genocidio contra los pueblos indígenas, como producto de una estrategia que combina la modernización de las Fuerzas Militares, la Policía y los cuerpos de inteligencia; una atrevida iniciativa paramilitar –en Guatemala con las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC) y en Perú con el Grupo Colina y las Rondas Campesinas–; el control de los medios de comunicación y una agresiva propaganda gubernamental; y políticas asistenciales que aumentan la dependencia de la población hacia el Estado y minan el descontento social o los reclamos de las víctimas.
Todo esto se aplicó también en Colombia, sólo que con la experiencia acumulada de dos de las guerras civiles más sangrientas de la historia reciente en nuestro continente: muchos de los diplomáticos, instructores militares y mercenarios estadounidenses que pasaron por Guatemala y Perú fueron llegando a nuestro país en distintos momentos, desde 1995 hasta la fecha, especialmente en la época de mayor recrudecimiento de la guerra colombiana y de mayores violaciones de derechos humanos.
En los años del Plan Colombia (1999-2015), según el Registro Único de Víctimas, 6’729.714 colombianos sufrieron 15’105.698 violaciones a los derechos humanos o fueron objeto de crímenes de guerra o delitos de lesa humanidad en el marco del conflicto armado. Esto, en otras palabras, representa el 85,6% de las 7’860.385 víctimas que el Estado tiene registradas entre 1985 y la actualidad. Entre las tipologías de victimización de más alta incidencia se encuentran el desplazamiento forzado, el homicidio, las amenazas y la desaparición forzada, y, gracias al informe “¡Basta ya!” del Centro Nacional de Memoria Histórica, sabemos hoy que las responsabilidades por estos crímenes recaen principalmente en esa macabra combinación entre actores estatales y grupos paramilitares, asunto que fue fundamental en la estrategia no declarada del Plan Colombia, como lo fue en Guatemala y Perú.
No obstante, los tres presidentes que ha tenido Colombia desde el inicio de la iniciativa, Pastrana, Uribe y Santos, cosecharon sin empacho, cada cual a su manera, los frutos de la gigantesca inversión de dinero de los Estados Unidos en la guerra colombiana y la inclinación de la balanza de la guerra a favor del Estado que ésta propició, pasando de un equilibrio estratégico en su confrontación con unas guerrillas que, según el Departamento de Estado de EE.UU., tuvieron opciones para tomarse el poder por la vía armada a una situación favorable para derrotarlas militarmente y tener a la mayor de aquellas, las FARC-EP, actualmente en la mesa de negociaciones y preparar una negociación similar con el ELN.
Mientras tanto, la estrategia antinarcóticos que justificaba al Plan Colombia hasta 2003, cuando el Congreso de EE.UU. autorizó el uso de sus recursos para su verdadero objetivo de combatir a la insurgencia armada y a la oposición social y política, fue un rotundo fracaso: no sólo no se redujo significativamente la extensión de los cultivos de coca en nuestro país sino que aumentó la cantidad de clorhidrato de cocaína que se exporta desde Colombia al primer mundo y el consumo interno de la pasta base de cocaína excedente del procesamiento –conocida popularmente como bazuco– y de diversas drogas sintéticas se catapultó a puntos insospechados, mientras los grandes capitales del narcotráfico se vincularon de diversas maneras a la economía legal y a las redes de la política tradicional, especialmente durante el gobierno de la llamada ‘seguridad democrática’ y la ‘parapolítica’.
Esto, debido a que el Plan Colombia favoreció una alianza contrainsurgente conformada por el Estado, las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) –y los nuevos grupos paramilitares que surgieron con la disolución de aquellas–, los políticos regionales y el poder económico que no hizo otra cosa que perseguir y encarcelar o eliminar a toda forma de inconformidad social y a todos aquellos que estorbaran en el camino de los grandes negocios. Sin el Plan Colombia no hubiera sido posible el despojo de millones de hectáreas de comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes, ni crímenes sistemáticos en los barrios populares de las principales ciudades del país como los que ocasionaron que cientos de jóvenes hoy yazcan en la fosa común de La Escombrera en Medellín, producto de la operación Orión.
Adicionalmente, el Plan Colombia dio astronómicas ganancias a empresas como Lockheed Martin, faricante de los helicópteros UH-60 Black Hawk; Monsanto, fabricante del herbicida glifosato que se esparce sobre extensas zonas de la geografía colombiana desde 1990; y Dyncorp, la cuestionada empresa de mercenarios que presta distintos servicios a la Policía y al Ejército, entre otras. Respecto a la presencia de estos ‘asesores’, el Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado (Movice) ha señalado que “en 2007 había por lo menos 2.000 contratistas operando en Colombia, a través de unas 20 empresas”.
En materia institucional, estos años de Plan Colombia cambiaron radicalmente al Estado, dejando asuntos como el equilibrio de poderes en las nostalgias del discurso público y con la reelección como política permanente de unos gobernantes que no sólo vienen concentrando el poder como nunca antes sino que lo ejercen para dejar su marca en la sociedad durante décadas. Mientras tanto, los altos mandos de una Fuerza Pública con cerca de medio millón de hombres –una de las más grandes del continente, la más cuestionada por violaciones sistemáticas de derechos humanos y una amenaza latente para la región–, en especial del Ejército y la Policía, lograron asegurarse un lugar entre los determinadores del rumbo del país, gracias sobre todo a los cuantiosos recursos que reciben esos cuerpos armados y a la evidente corrupción que hay a su interior, además de abrirse paso como un poder público no declarado al que el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial deben rendir cuentas antes de cualquier actuación, como ha sido evidente con los diálogos de paz o la formulación del presupuesto de la Nación.
Por su parte, la ciudadanía ha llevado la peor parte de los resultados del Plan Colombia. Además de la amplia cantidad de víctimas que ha producido en estos años, la iniciativa deja a los colombianos con un recorte significativo de sus libertades con la reforma al aparato judicial y al código penal, y con la promulgación de las leyes de inteligencia y seguridad ciudadana, que recortan asuntos fundamentales como el derecho a la intimidad, a la asociación y a la protesta, mientras que se espía a medio mundo, se imponen procesos express y se endurecen las penas para quienes salgan a reclamar lo suyo en medio de un país en el que las clases dominantes impusieron a la población, a sangre y fuego, un modelo basado en la minería, el petróleo, las hidroeléctricas, la agroindustria, la destrucción de nuestros ecosistemas y la sobre explotación laboral de los trabajadores para beneficio de los grandes capitales locales y trasnacionales.
¡No hay nada que celebrar! Muy bien lo han dicho diversas organizaciones defensoras de derechos humanos. Por el contrario, mucho hay que cuestionar de los vivas que los grandes medios de comunicación y los gobiernos de Estados Unidos y Colombia lanzan en este aniversario que cierra este periodo del Plan Colombia y sobre el nuevo proyecto “Paz Colombia” que el gobierno de Juan Manuel Santos ha llevado a Obama para financiar lo que él llama el ‘posconflicto’. Con ello, sin duda, esperan décadas de continuidad de una política intervencionista de la potencia del norte en nuestro país que sólo ha multiplicado la violencia y dejado inmensas ganancias a los más ricos, a costa de que los pobres pongan los muertos y soporten cada vez peores condiciones de vida.
Sin embargo, el camino es largo y dependerá de la lucha social en los próximos años, de la capacidad de los colombianos de juntarse y organizar su rabia, de la iniciativa de las organizaciones populares para proporcionarle propuestas concretas a la actual situación de la mayoría de la población y de la persistencia y madurez que logre ganar el movimiento social el rumbo que tome Colombia y las posibilidades de que país construya un camino de soberanía y un mejor futuro para todos.
Hasta el casi omnímodo poder de los Estados Unidos se puede hacer tambalear cuando se enfrenta a un pueblo capaz de jugárselo todo por sus sueños y los ejemplos de los que está llena la historia demuestran que ni 15 –en realidad 17– años de Plan Colombia son suficientes para acabar con la esperanza de que nuestra nación goce de paz, justicia y dignidad.
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