Por: Romina Colli – abril 8 de 2016
El esmog inunda la ciudad como un castigo a los excesos. Demasiados autos, demasiada gente yendo con demasiada prisa hacia edificios demasiado altos por avenidas con demasiados niveles. Es bien sabido que esta es una ciudad gris, con corazón de cemento, y huesos de hormigón. Aún así hay días en que se supera a sí misma.
El esmog llegó hace dos días. Los noticieros anunciaban que desde hace catorce años no había tanta contaminación en el aire. Desde hace catorce años no estábamos tan mal. Prohibieron el transito de ciertos coches, ofrecieron transporte gratis, pero no había manera de impedir que el esmog entrara en nosotros y profanara nuestras almas.
Inhalo esmog, exhalo vida.
El esmog quizá se vaya mañana o tarde en irse una semana. Se irá, eso seguro, y cuando lo haga no pensaremos en él, actuaremos como siempre: nos llenaremos de vida, otra vez, nos llenaremos de demasía, de excesos, olvidaremos que estuvo aquí, sin que el olvido borre los daños, y cuando regrese traerá consigo la culpa.
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