Por: Gearóid Ó Loingsigh – junio 30 de 2016
Llevamos casi cuatro años de los diálogos de paz con las FARC y por fin se nota un leve cambio. Es aceptable criticarlos, ya que existen muchos debates sobre el alcance y naturaleza de los acuerdos firmados. Todavía, las FARC-EP son las voces de una minoría, pero por lo menos existen. Sin embargo, hay un elemento del proceso que no solo no ha cambiado sino que se ha fortalecido y es la cuestión del lenguaje que usamos para describirlo.
George Orwell hizo famoso el concepto de doblepensar -la facultad de sostener dos opiniones contradictorias simultáneamente, dos creencias contrarias albergadas a la vez en la mente- y la neolengua -la reducción del lenguaje a lo más básico, con el fin de controlar la capacidad de expresarse-. La verdad era la mentira, la guerra era la paz y nada era lo que parecía.
Estamos acostumbrados a estos conceptos y se suele denunciar el uso y abuso del lenguaje por parte del imperialismo estadounidense, los medios, los gremios y el mundo académico, pero nada se dice cuando las responsables son algunas ONG y la ‘farándula de paz’ que las acompaña.
En todos los procesos de paz se ha hablado de una falsa unidad nacional, que no solo no existe sino que no puede existir, salvo cuando las clases populares se rinden y aceptan como normal el dominio de gentuza como Juan Manuel Santos y la clase de hampones y mafiosos que él representa.
Las víctimas
Como parte de esa unidad debemos olvidar las causas del conflicto y presentar a todas las víctimas como si no fueran responsabilidad de nadie, como si hubiera que pasar por alto que la mayoría de ellas son víctimas del terrorismo del Estado y que en su mayor parte se trata de luchadores sociales asesinados por sus convicciones políticas y sus militancias. Simple y llanamente, son víctimas.
Según el diccionario de la RAE, una víctima es una persona que padece las consecuencias dañosas de un delito. Así que, bajo la escueta categoría de víctimas, podrían ubicarse personas como Álvaro Uribe Vélez, pues, según él, las FARC mataron a su padre. También los hermanos Castaño, siendo que Vicente resaltó su propia condición de víctima en una entrevista, afirmando: “nosotros también hemos sido víctimas, el solo hecho de vernos obligados a ingresar a una guerra que nunca quisimos nos convirtió en víctimas desde el primer momento”.
Se ve claramente que el uso escueto de la palabra ‘víctima’ es, en el mejor de los casos, algo vacío de contenido, pues todo el mundo dentro de esa categoría es igual y no se distingue entre unos y otros; o, en el peor de los casos, se esconde la verdad del conflicto bajo un manto de impunidad que equipara a los caídos por el terrorismo de Estado con cualquier otra clase de persona.
Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo, dirigentes de la Unión Patriótica (UP) asesinados por el Estado colombiano, no eran simples víctimas. Los mataron por una razón. Los miles de militantes de la UP, A Luchar y otros movimientos que cayeron bajo las balas del Estado fueron asesinados por un razón: eran luchadores sociales.
Aún en el caso de los campesinos encontramos a pocas personas que sean ‘simples víctimas’. En 1998, 13.000 campesinos se tomaron la ciudad de Barrancabermeja y la ocuparon durante 103 días. Llegaron a un acuerdo con el gobierno de Pastrana y regresaron a sus casas. Nada más volver a sus fincas, los paramilitares, cuya presencia según el propio Pastrana era abierta y contaba con la ayuda de servidores públicos, comenzaron a asesinar a los dirigentes y desaparecieron a uno de los principales voceros de los campesinos, Édgar Quiroga. Ellos tampoco son meras víctimas sino luchadores asesinados por el Estado.
Sí, hay algunas personas que se pueden llamar víctimas a secas, como los jóvenes secuestrados y asesinados por las fuerzas estatales y presentados ante los medios como guerrilleros muertos en combate. Son víctimas, no eran luchadores sociales, pero son víctimas de una campaña mediática del Estado: cada mal llamado ‘falso positivo’ era una muestra ante los medios de la efectividad de las políticas gubernamentales para hacerle frente a la guerra.
En el marco del proceso de paz, el uso a secas del término ‘víctima’ incluye a mucha gente de muchos tipos y pone a los Uribe, los Castaño y otra gentuza en el mismo plano que las víctimas del terrorismo de Estado, lo cual sólo sirve para crear confusiones sobre la naturaleza de la guerra en Colombia. Esa palabra, despojada de significado, da una oportunidad a ciertas ONG para proponer una solución al problema de tantas víctimas: una salida o solución política.
La salida o solución política negociada
Las hinchas sin crítica del proceso de paz hablan de la necesidad de una salida o solución política, otra frase engañosa. ¿Qué es una solución política? Pues, la derrota militar de las insurgencias sería una solución política. La vieja frase de Clauswitz “la guerra es la continuación de la política por otros medios” nos dice todo. Sería la victoria de una política estatal guerrerista, la misma que llevan implementando durante los últimos 50 años los gobiernos colombianos.
Una victoria de la insurgencia sería otra solución política, aunque es poco probable. Una revolución sería otra solución política. Aunque semejante escenario está muy lejos y no se puede plantear como una propuesta inmediata.
La llamada solución política tiene que ser negociada con la burguesía. Con esto, sus impulsores quieren decir que el Estado tiene una voluntad de negociar asuntos de fondo. No obstante, si el Estado quisiera resolver la cuestión agraria no tendría que negociar con nadie y lo podría hacer por sí mismo, si quisiera cambiar las políticas minero energéticas también lo podría hacer sin consultar a las insurgencias.
La salida política negociada es un engaño: solo pone fin a la violencia insurgente y descarta la oposición a las políticas estatales. Es por eso que hoy nos convocan a apoyar a los acuerdos, porque la posibilidad de oponerse a las políticas estatales está descartada.
No es por nada que la otrora dirigente del Polo Democrático, Clara López, sea hoy en día la ministra de Trabajo para la paz. La solución política de la que tanto hablan consiste en aceptar las reglas de juego de la clase capitalista y reconocer su victoria.
La reconciliación
Y esto nos lleva a otra frase tan común en todos los procesos de paz en el mundo: la reconciliación.
Dicen que hay que buscar la paz y la reconciliación porque la reconciliación es buena. Es buena en las relaciones personales y lo es en la sociedad en su conjunto. Nos tratan como si fuera un asunto parecido a un problema de pareja: se trata de buscar una situación donde nos abracemos, nos besemos y vivamos felices para siempre. A diferencia de los cuentos de hadas, ese fin mítico no existe y no existirá jamás. No ha pasado en ninguna sociedad como resultado de un proceso de paz.
La reconciliación es restablecer una relación amistosa o conseguir la paz interior. ¿Cuál es esa relación que se quiere restablecer? ¿Quiénes se reconcilian? ¿Cuál fue el motivo de la discordia? Esas preguntas no se contestan realmente. En el discurso de la paz todos tenemos que reconciliarnos con el otro, perdonar y olvidar. El campesino que vio a su familia morir descuartizada con una motosierra tiene que reconciliarse con aquellos que asesinaron a su ser querido, con los capos del paramilitarismo y con el Estado. La familia del estudiante desaparecido también tiene que buscar la reconciliación. No es una opción, es una orden de los que siempre han mandado en la sociedad. Los verdugos, el Estado, la Iglesia Católica y demás hampones mandan decir que hay que perdonar y olvidar.
Durante el proceso con los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia, monseñor Luis Augusto Castro lo dejó muy claro: “perdonar es indispensable porque sólo quien perdona deja de ser víctima”. Por su parte, Francisco de Roux, el jesuita preferido de las empresas palmeras y las ONG, también afirmó que “en el complicado problema en que estamos metidos los colombianos, la justicia sin perdón es la venganza sin salida”. Otra vez, se parte de que las víctimas sólo pueden dejar de serlo si se prestan para un borrón y cuenta nueva. Pelear por lo suyo, la tierra, la verdad, la justicia está descartado.
La reconciliación es vivir todos juntos. Es, como dice Robert Meister, “la esperanza que fundamenta el moderno discurso de derechos humanos es que las víctimas de los males del pasado no lucharán contra aquellos que se beneficiaron y siguen beneficiándose una vez los malhechores se han ido”. Es decir, la reconciliación obliga a no luchar, es la negación del conflicto de clases: hay que vivir felizmente con las empresas petroleras, las mineras, los partidos de la oligarquía, los terratenientes, las empresas palmeras y con los Uribes y Santos del país. Quien quiera luchar contra ellos busca volver al pasado y a la violencia, y a esa gente es a la que se le considera el verdadero problema en la sociedad.
La justicia transicional
Y con ese fin de exigir que no luchemos inventaron otra frase: la justicia transicional.
¿Transición de qué a qué? Sería interesante si nos pudieran contestar esa pregunta tan sencilla, pero no solo no lo hacen sino que no aceptan el cuestionamiento. Todos hablan de justicia transicional, pero no explican de qué se trata o, mejor dicho, no lo explican en términos que los familiares de las víctimas del terrorismo de Estado puedan entender. Nunca dicen: ‘mire, su hijo murió y a su verdugo lo vamos a soltar en nombre de la paz porque hay que avanzar’.
Tampoco dicen que no nos pueden mostrar ni un solo ejemplo en el mundo donde esa justicia transicional haya metido en la cárcel a un presidente o alto mando militar. De hecho, en el acuerdo firmado con las FARC se prohíbe explícitamente la posibilidad de llevar a un expresidente ante las cortes.
Meister afirma que:
La actual literatura dominante acerca de la justicia transicional tiende a aceptar que las víctimas del pasado nunca ganan. Sus opciones están entre seguir luchando o dejar de luchar, y dejar de luchar tiene sentido si pueden declarar una victoria moral que parece ponerle fin a esa opresión […] Existe muy poca discusión sobre el papel de las víctimas […] en relación con los beneficiarios estructurales, aquellos que recibieron ventajas materiales y sociales del viejo régimen y cuya prosperidad actual en el nuevo orden no pudo haber sobrevivido la victoria de víctimas no reconciliadas.
La reconciliación es el mecanismo para que los que construyeron la guerra y ahora la paz no pierdan ni un peso en el proceso y conserven su papel dominante en la sociedad. La reconciliación es, en fin, una reconciliación no tanto con verdugos individuales sino con el sistema, con el capitalismo y con la clase dirigente del país: los Pastrana, los Santos, los Vargas, los Lleras y no olvidemos a la familia Turbay, por si acaso alguien cree que solo hay que reconciliarse con los gobernantes de años recientes y sus crímenes.
La justicia transicional es el engaño que promete que algún día encontraremos la justicia. La justicia que prometen es tan ilusoria como el oro que, según la mitología, tienen escondido los duendes al final del arco iris. Sólo hay que mirar el caso de Ríos Montt en Guatemala o el de las empresas mineras sudafricanas beneficiaras del apartheid y de una justicia transicional que no les persiguió y que permitió que, hoy en día, causen estragos en las comunidades colombianas. En nombre de la reconciliación no se tocará a BP, Oxy, Chiquita, Indupalma, etc. y ni siquiera serán investigadas esas compañías.
El lenguaje de la paz es parte de la guerra ideológica neoliberal que quiere convencernos de que no sólo no se debe luchar sino que la lucha no es una opción. La paz y la reconciliación vienen cuando prometemos ser buenos esclavos del capital.
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