Por: Juan Diego García – diciembre 3 de 20118
Algunos de los acontecimientos en curso justificarían la idea de que existe un retorno del fascismo en buena parte del planeta. En efecto, como antaño, estamos ante un retroceso nada desdeñable del llamado ‘Estado de derecho’, es decir, ante el abandono de las formas democráticas del dominio burgués –la ‘dictadura democrática de la burguesía’– y la instauración en su lugar de formas que en tantos aspectos muestran semejanzas con las formas clásicas del fascismo.
Por supuesto, no deben buscarse identificaciones plenas, pues inclusive los regímenes fascistas del siglo pasado tampoco resultaban completamente iguales ni las llamadas ‘democracias occidentales’ estaban a salvo de abrigar en su seno muchos elementos similares al fascismo. En Francia, por ejemplo, el régimen colaboracionista de Vichy tenía apoyos importantes en sectores medios y de la gran burguesía que saludaban al invasor nazi porque ‘al fin había orden y menos huelgas y comunistas desfilando por la calles’. Por supuesto, luego de la derrota del fascismo todos ellos habían estado en la résistance o habían sido maquis. Al mismo tiempo, el potencial rey de los británicos era un partidario reconocido de Hitler y en los mismos Estados Unidos el Ku Klux Klan (KKK) tenía vía libre en sus marchas hasta en la misma Nueva York, los judíos eran considerados por no pocos como ‘peligrosos comunistas’ y un personaje de la relevancia del mismísimo Henry Ford no solo visitó varias veces la Alemania nazi y declaró su admiración por el Tercer Reich sino que lo dejó consignado en sus libros. ¿No hubo acaso empresas estadounidenses que mantuvieron estrechos vínculos económicos con Alemania inclusive durante la guerra? ¿No lo hizo la familia Bush?
Algo sí identifica a los fascistas en todo el planeta ayer y hoy: su idea puramente instrumental de la democracia burguesa, la que apoyan solo si permite asegurar las ganancias del capital, pero desconocen si las fuerzas del trabajo, aun defendiendo sus reivindicaciones dentro de ese mismo orden burgués, lo ponen en riesgo. La democracia representativa es, entonces, aceptable siempre y cuando las fuerzas populares no consigan moverla en su provecho de manera significativa. Así, el posible pacto capital-trabajo –que está en la base de todos los reformismos– se convierte en una apuesta arriesgada que la clase dominante irá desmantelando al ritmo que se lo permita la correlación de fuerzas, hasta que su dominio resulte pleno y el Estado de derecho y cualquier forma de democracia social, política y económica sea cosa del pasado o un mero formalismo de justificación.
En buena medida eso es precisamente el actual neoliberalismo y su dictadura que, ante los riesgos de un movimiento social opositor y las necesidades que le impone a cada burguesía la dura competencia mundial, opta en lo interior por desmantelar avances sociales y asegurar su control con regímenes autoritarios o abiertamente terroristas, y en lo exterior por lanzarse a aventuras militares de conquista.
Trump encarna ese ideal fascista de manera muy evidente y las manifestaciones de fascismo a escala mundial repiten, cada una en sus condiciones particulares, el mismo fenómeno. Bolsonaro en Brasil vale de ejemplo, al menos por sus antecedentes, su programa de gobierno neoliberal en extremo y sus intenciones apenas disimuladas de contribuir en una agresión armada a Venezuela.
El fascismo no es, entonces, fruto ni de la megalomanía de algún dirigente de rasgos paranoides –aunque eso, sin duda, ayude mucho– ni de la errada decisión de unas mayorías sociales y electorales que le encumbren al gobierno –aunque estas también contribuye a legitimar su asalto al poder–. En realidad, se trata de una forma de dominación propia del mismo capitalismo cuando sus contradicciones le conducen a crisis muy agudas, cuando se impone la necesidad de abandonar las propias reglas de juego de su régimen democrático e instaurar en su lugar un sistema de control social que solo funciona si se basa en el terror.
Por lo tanto, no es posible separar este fenómeno de las grandes crisis del sistema capitalista y no falta el analista que vincula las actuales manifestaciones del fascismo con la crisis actual y sobre todo con la que se está gestando ya en el seno mismo del sistema mundial capitalista. En este contexto, no parecen tan lejanos los anuncios de una nueva guerra mundial en ciernes, una en la que los protagonistas nos sean solo los países de la periferia del sistema, como hasta ahora, sino directamente las grandes potencias.
La relativamente débil conciencia política de las mayorías sociales y, sobre todo, su endeble organización facilitan mucho los avances de la extrema derecha. Las crisis de la izquierda –en particular, después del fin del proyecto del ‘socialismo realmente existente’ en la URSS y del colapso del modelo socialdemócrata en Europa– no parecen haber sido asimiladas de manera lo suficientemente crítica por los partidos y organizaciones de la izquierda, que en tantas formas parece aún prisioneras del pasado, afectadas por sectarismos y divisiones que las hacen aún más débiles, y que sobre todo carecen de un proyecto esperanzador que consiga ilusionar a las mayorías. En este sentido, enseña más a las mayorías sociales la enorme pérdida de legitimidad que el neoliberalismo le produce al sistema que el discurso alternativo de la izquierda.
Por supuesto, y a pesar de las muchas derrotas de la izquierda y de los movimientos sociales, existen bastantes factores positivos que se pueden movilizar para impedir el avance del fascismo. Las victorias de la extrema derecha no consiguen ocultar los fenómenos universales de rechazo al modelo neoliberal y, especialmente, que ese modelo –que es mucho más que una simple forma de dirigir la economía– no consigue mejorar las duras condiciones materiales de amplios sectores sociales, que solo intensifica las desigualdades y que –a contravía de los discursos apologéticos de sus ideólogos– no consigue acabar con unas crisis cíclicas que cuando se producen y coinciden con ciertas condiciones favorables en las fuerzas de la oposición social están en condiciones no solo de derrotar al fascismo sino inclusive de abrir las puertas a proyectos de transformación radical del mismo sistema.
Y una de esas condiciones es precisamente la unidad de las fuerzas socialistas y democráticas. Cuando Hitler recibió el encargo de formar gobierno, lo hizo porque las fuerzas democráticas y socialistas no consiguen ponerse de acuerdo. Los nazis eran muchos en el Parlamento alemán, pero eran minoría frente a socialistas, comunistas y grupos de burgueses democráticos que, de superar sus diferencias, hubiesen podido impedir que Hitler llegara al poder. En pocos meses esos líderes del socialismo y la democracia terminaron en los campos de concentración, asesinados o en el exilio, una dura lección que la izquierda y las fuerzas democráticas no deberían olvidar.
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