Por: Juan Carlos Jaime Fajardo – agosto 24 de 2016
Es evidente que en Colombia está culminando un periodo de la revolución que había iniciado en la década de los años 60 del siglo pasado y que hoy asistimos a la apertura de uno nuevo.
El momento que se cierra empezó a transitar su fin con el ascenso del fascismo al control del Estado, luego del triunfo electoral de Álvaro Uribe Vélez en 2002. A partir de entonces, se ha profundizado el despojo de territorios de las comunidades rurales de indígenas, afrodescendientes y campesinos, y se han impuesto leyes como la del agua, la forestal, la de páramos y el código minero para entregar los recursos naturales a las multinacionales. Asimismo, se ha presentado un incremento vertiginoso de la inversión extranjera en el país, que pasó de 2.000 millones de dólares anuales en 2002 a 26.000 millones en 2014 -aunque en los últimos dos años se ha presentado una disminución de la misma, entre otras causas, por la crisis del petróleo-, lo que ha venido destruyendo la economía nacional y ampliando el saqueo de nuestros recursos naturales. También se eliminaron derechos laborales y se precarizó aún más a la clase trabajadora, se fortaleció la ideología anticomunista y se llevó a la gran mayoría de la población a adaptarse al modelo neoliberal, a pesar de las crisis económicas mundiales y los endeudamientos familiares. Es decir, el proyecto capitalista en su versión neoliberal se impuso estratégicamente sobre los planes políticos del conjunto de los revolucionarios colombianos.
Esto no quiere decir que el pueblo colombiano haya dejado de luchar. Al contrario, es memorable cómo, a partir de la movilización indígena de 2008, el expresidente Uribe tuvo que someterse a escuchar las exigencias de los pueblos originarios en sus propios territorios, aunque antes había dicho que no dialogaría en ninguna parte en medio de la movilización. De la misma forma, es memorable la lucha de los estudiantes organizados en la Mesa Amplia Nacional Estudiantil (MANE) cuando, en 2011, lograron echar abajo la propuesta de reforma universitaria del presidente Santos; es memorable el paro campesino que logró paralizar varios departamentos del país en 2013; y es memorable el paro de los maestros en abril y mayo de 2015, que contó con gran apoyo popular, entre muchas otras luchas dadas en la última década. Además, vale mencionar que desde hace más de tres años vienen desarrollándose diálogos entre el Estado colombiano y las guerrillas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN) con el propósito de fortalecer la lucha política desde sus programas revolucionarios y no como resultado de una rendición, como sueña la oligarquía. Todo lo anterior evidencia que se está transitando hacia un nuevo periodo de la revolución en Colombia.
Fruto de todos estos procesos populares, existe un rico acumulado de experiencias políticas, expresadas en diversidad organizativa, iniciativas económicas, educativas, culturales, comunitarias, autonomistas y territoriales, tanto en el campo como en la ciudad. Incluso, algunas cuentan con expresiones de poder popular, constituyéndose esto en una conquista del pueblo colombiano, pues, a pesar de los planes legales e ilegales para destruirlas, éstas se han logrado mantener y desarrollar.
Los acuerdos de La Habana posibilitan algunas condiciones políticas favorables para los sectores de izquierda y demócratas en el país, así como algunas reformas sociales, por lo que vale la pena apoyar no solo la opción del ‘sí’ en el plebiscito sino, ante todo, estar vigilantes al cumplimiento de los acuerdos y a evitar el surgimiento de nuevos planes de exterminio a los líderes políticos y sociales de la izquierda en medio de los diálogos de paz, como ya sucedió con movimientos como la Unión Patriótica (UP) y A Luchar a finales de los años 80 y principios de los 90. Hoy se abre el reto de conquistar la paz y una nueva sociedad.
La paz seguirá siendo un reto, a pesar de servir de bandera engañosa a las clases dominantes, pues esta es un anhelo de muchos colombianos que solo puede darse como resultado de transformaciones profundas del sistema económico y político vigente: la paz será el resultado de la defensa de los territorios y no del despojo por parte de las multinacionales que añoran las riquezas existentes en los lugares dejados por las guerrillas; la paz será el resultado de la organización y lucha del pueblo y no de la pacificación que quiere imponer la oligarquía, por ejemplo, con el nuevo Código de Policía; la paz será el resultado del desmonte del paramilitarismo y de que las fuerzas armadas defiendan la soberanía nacional y no los intereses de multinacionales que se están llevando nuestro oro, carbón, níquel y petróleo, entre otros recursos naturales.
Entonces, ¿cómo transitar este nuevo periodo y hacia dónde proyectar este acumulado político organizativo y de luchas del pueblo? Es claro que el reto no se trata únicamente de tener un país sin guerra sino de que dejen de existir la miseria las desigualdades sociales y políticas en Colombia. Ante esto, un camino puede ser limitar las expectativas populares, como proponen algunos, a reformar el Estado actual y llevar dicho acumulado político y social a los brazos de la institucionalidad vigente para dejar a las nuevas generaciones la tarea de construir nuevos liderazgos; otro puede ser el de concentrarse en hacer un uso alternativo de las instituciones del actual Estado y desde allí proyectarse; o también se abre la opción de articular todo ese acumulado político organizativo concretando la alianza de los poderes populares y la unidad de las organizaciones sociales y políticas de izquierda, creando nuevas instituciones legitimadas por el pueblo para desde allí dialogar y confrontar a la institucionalidad vigente, al menos en una etapa inicial de este nuevo momento en nuestra historia. Sin duda, aflorarán otros caminos en esta búsqueda de los revolucionarios por la transformación social.
Para concretar dicha transformación que requiere la sociedad colombiana, considero conveniente transitar el tercer camino. Pero, independiente de este deseo, lo cierto es que los revolucionarios en Colombia tienen que proyectar dicho momento histórico, extrayendo lecciones del pasado, reconociendo sus fortalezas y debilidades, buscando las convergencias y superando las diferencias que, en muchos casos, son fruto de prejuicios antes que de investigaciones sobre la realidad concreta.
Aun cuando las clases dominantes pretendan una pacificación de la sociedad colombiana, el pueblo seguirá resistiendo y soñando con una mejor sociedad. Afortunadamente, tanto en América Latina como en otras latitudes existen innumerables experiencias de lucha popular que pueden aportar a los actuales retos de los revolucionarios colombianos en este momento histórico.
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* Sociólogo, ensayista e integrante de la Revista Viento del Sur.
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