Miguel Ángel Beltrán. Foto: Andrés Gómez.
Ya cumplo un año de haber sido privado de mi libertad. Este es casi el mismo tiempo que ha transcurrido desde el nacimiento de mi hijo menor.
Miguel Ángel Beltrán. Foto: Andrés Gómez.
Miguel Ángel Beltrán. Foto: Andrés Gómez.
Por: Miguel Ángel  Beltrán Villegas – agosto 23 de 2016

Ya cumplo un año de haber sido privado de mi libertad. Este es casi el mismo tiempo que ha transcurrido desde el nacimiento de mi hijo menor, el pequeño osito. Todavía impregnaban mi cuerpo los olores a placenta, leche materna y hierbas medicinales cuando, aquel viernes 31 de julio, un sorpresivo retén de policía atravesado en la vía me detuvo muy cerca de la notaría donde hacía las gestiones para el registro civil del bebé. En los primeros días de detención pensé muchas veces en esos largos segundos transcurridos inmediatamente después de que aquel joven y afable policía solicitó mi identificación y durante los cuales tuve la plena conciencia de que, una vez el agente de la Fuerza Pública digitara mi número de cédula, ya nada podría hacerse. ¿Debí, entonces, fingir que había extraviado mis documentos y reportar un número diferente o advertirle que tenía problemas judiciales ‘menores’ y luego  proponerle que pagaría por su silencio? Al final concluí que lo que yo quería y debía hacer fue precisamente lo que hice, aunque el dolor  de estar de nuevo lejos de mi esposa e hijos me desgarraría el alma.

De esa fecha hasta hoy son más de trescientos sesenta días que, en la infinita curva del tiempo, parecieran confundirse con la misma eternidad, pues cada día de la semana, el mes o el año vivido en prisión se parece a otro día de la siguiente semana, mes o año, como un grano de arroz  se parece a otro grano de arroz. Solo la  visita de familiares y amigos marca la diferencia temporal para pronto esfumarse  en el torrente de una incesante  monotonía. Y es que en el penal el tiempo no fluye: después del conteo de internos los días se quedan atrapados en la primera hora de la mañana. Aquí, detrás de estos muros, estamos conminados a padecer el eterno tormento de Sísifo arrastrando momento a momento una agobiante condena, pero, a diferencia del protagonista de aquel mito griego que sube hasta la cima de la montaña una pesada piedra de donde vuelve a caer una y otra vez, nuestro trayecto cotidiano es más corto: oscila entre un estrecho y ruidoso pasillo que disputamos con 240 internos más y una celda oscura de tres por cuatro metros, cuyo paso es advertido por el tintineo metálico producido por los carceleros al abrir y cerrar las puertas en intervalos de 12 horas.

En el discurrir de esas inamovibles horas, los reclusos vamos empequeñeciendo y perdiendo nuestra condición humana, de manera tal que el interno que retorna a su celda, al caer la tarde, ya no es el mismo que salió esa mañana: es un ser disminuido en su naturaleza humana, un retazo de hombre sumido en la iniquidad por otros que dicen cumplir  una tarea ‘resocializadora’, una piltrafa viviente corroída por los vicios que derivan de la misma sociedad que los condena, un corazón atormentado que se siente despreciado por otros hombres infelices como él, una abominable criatura que teme ver su reflejo en el espejo. ¿Acaso el genial Kafka habría imaginado  una metamorfosis igual?

Para un cuerpo cautivo pocas cosas resultan tan angustiosas como ver siempre los mismos muros, las mismas puertas, las mismas rejas, el mismo menú y hasta los mismos rostros con su frustración permanente y un efímero entusiasmo que, muy de cuando en cuando, brota de sus lúgubres corazones. Quizás nadie me haya comunicado con tanta crudeza y simplicidad esta desesperante sensación como lo hiciera uno de mis compañeros de celda un día que no pudo adquirir su acostumbrada dosis de marihuana:

–Profe –me dijo golpeando con su puño la pared–, maldigo la hora en que me dejé meter en este hijueputa hueco, preferiría estar muerto. Si entro a la celda o salgo al patio todos los días veo la misma mierda. No puedo tomar aire ni sol, ni siquiera tirarme un pedo tranquilo.

Aunque para mi infortunio en aquella ocasión pudo vencer esta restricción, no deja de ser cierto que las palabras se quedan cortas para describir la angustia, desolación y muerte en vida que anida en estas heladas bóvedas. Y si el lenguaje escrito lograse comunicar estos sentimientos, mi pluma haría suya aquella célebre frase de Napoleón Bonaparte al conocer  la capitulación del ejército francés en la Batalla de Bailén: “hay cosas que no pueden escribirse”. Sin embargo, cuando las palabras enmudecen, las imágenes cobran toda su fuerza y asaltan nuestro cerebro para atropellarnos con su tropel confuso de recuerdos, buscando no solo descorrer el velo de una realidad que pretende erigirse como una fortaleza inexpugnable sino para recordarnos que, aunque detrás de estos muros yace inane la esperanza, ‘nada de lo humano nos debe ser ajeno’, como diría Terencio.

Una de éstas imágenes es la de ‘Peluche’, quien recobró su libertad en diciembre pasado. La primera vez que lo observé, creí hallarme no ante un hombre sino frente a un espectro nocturno que se desplazaba por el patio como un ruinoso saco de huesos movido por hilos invisibles. Apenas cruzaba la frontera de los 40 años, la mitad de los cuales había pasado en prisión, pero su apariencia era de un decrépito y encorvado anciano forrado de una lívida piel plagada de erupciones cutáneas. Tan pronto advertía mi presencia llegaba hasta mí y me extendía su raquítica mano para ofrecerme desde unos jeans usados que pretendía hacer pasar por nuevos hasta unos sobres de metronidazol con fecha vencida. En cada encuentro lograba convencerme de obsequiarle un jabón, una porción de café, un paquete de galletas o un rollo de papel higiénico que enseguida ofrecía al siguiente interno que abordaba. Sus carnes enjutas y sus grandes ojos negros enclavados en unas profundas y calaverudas órbitas contrastaban con el recio tono varonil de su voz, único vestigio -¿cómo no?- de aquellos años juveniles derrochados entre las rejas de la prisión y la inocultable inmersión en el mundo de las drogas.

Con todo, lo que más me impresionó de ‘Peluche’ no fue su avejentado aspecto exterior sino su lamentable actitud ante la vida. En los meses que compartió patio conmigo, jamás descubrí en él un mínimo resquicio de un anhelo que intentara trascender su supervivencia animal. Apenas si dejaba entrever una débil sonrisa cuando le ofrecían un mendrugo de pan y si alguien le rechazaba con hostilidad inclinaba su cabeza vencido y sometido a un indignante conformismo apenas comparable con la  más abyecta servidumbre. Recuerdo que en cierta ocasión conversaba con él y, de pronto, se acercó otro interno que le reclamó por un encendedor que al parecer no había devuelto. Por toda respuesta ‘Peluche’ esbozó algo similar a una socarrona risa y el ofendido reclamante, sin mediar palabra alguna, descargó una sonora bofetada en su mejilla. ‘Peluche’ apenas si sacudió su cabeza y se quedó mirando fijamente el piso, como un esclavo que, en un acto de contrición, acepta con resignación su ‘castigo’.

Otra dolorosa imagen es la de Daniel, un paciente psiquiátrico cuyos medicamentos le impedían mantener un control adecuado de sus esfínteres, por lo que a su paso iba dejando un gelatinoso rastro de mierda acompañado de nauseabundos olores que le merecían el desprecio y, en no pocas ocasiones, los insultos y golpes de los demás reclusos que se resistían a comprender su situación y a empellones le  forzaban  a limpiar el piso. Con seguridad, un perro callejero o un par de zapatos viejos hubiesen merecido una más generosa consideración. Sin embargo, los ojos de Daniel no reflejaban ni odio ni rencor, sólo el sentimiento de terror que podría expresar un niño que ha sido abandonado ante una amenazante manada de lobos. Si en ese momento hubiese un artista capaz de captar todas las expresiones de su rostro, con seguridad que personificaría en Daniel el horror que debieron experimentar los judíos condenados a la cámara de gas, en los campos de concentración nazi, durante la segunda guerra mundial.

Cabe advertir, sin embargo, que no siempre los internos que padecen alteraciones psíquicas asumen esta actitud pasiva. Es común, por ejemplo, que algunos de estos reclusos infectados por el VIH se practiquen incisiones en sus manos o brazos, y amenacen con su sangre contaminada a los demás compañeros para presionar la entrega de medicamentos por parte del establecimiento carcelario. Situaciones como estas no deberían registrarse si los funcionarios del  Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (Inpec) dieran cumplimiento al Código Penitenciario y Carcelario, que obliga a la clasificación de internos de acuerdo con sus condiciones de salud física y mental, asignando la ubicación en un sitio especial a quienes sufren trastornos psíquicos. Más aún, el mencionado código es claro en afirmar que dichos anexos o pabellones psiquiátricos están destinados a desaparecer y su función debe ser asumida por los establecimientos especializados del Sistema Nacional de Salud.

Escribía Carlos Marx en “El dieciocho brumario de Luis Bonaparte” que la “historia se vive como tragedia y se repite como comedia”. Sin embargo, ahora que repaso estos doce meses de prisión, los cuales se suman a los cerca de veinticinco que padecí con anterioridad, me siento tentado a escribir que respecto a la cárcel es necesario aclarar que esta se vive como tragedia y se repite como tragedia. De esta situación tomé conciencia pocos minutos después de haber ingresado nuevamente al Establecimiento Reclusorio de Máxima Seguridad del ERON, cuando un alto y corpulento guardia que me practicaba una intrusiva requisa, casi me levantó por el aire y estuvo a punto de estamparme en la pared, como quien se deshace de un molesto zancudo, sólo porque le dije, invocando no el Código Penitenciario y Carcelario sino el sentido común, que estaba abusando de su autoridad.

–No se le olvide que ahora usted está preso en una cárcel y aquí no tiene ningún derecho –me gritó, mientras atenazaba con sus gruesas manazas de gorila mi camisa.

–Eso lo veremos –le respondí.

Y aunque mis palabras salieron como un débil hilillo de voz apenas audible, cobraron la suficiente fuerza retadora para provocar en el guardia una desproporcionada reacción. Fue entonces cuando sacó su garrote y, arrinconándome, en una esquina del salón lo atravesó horizontalmente sobre mi cuello como si fuera a degollarme, mientras exclamaba a todo pulmón:

–Gran hijueputa, ¿me está amenazando?

Al lado suyo, un auxiliar bachiller repetía todos sus agresivos movimientos corporales, intentando incluso secundarlo con su grave voz. Mientras permanecía en esa humillante posición tomé un poco de aire, apenas el suficiente para dar sonoridad a mi voz, y con una fría serenidad le respondí:

–No lo estoy amenazando, pero sí advirtiéndole que conozco mis derechos. De inmediato traté de identificar su nombre, que llevaba oculto bajo una gruesa casaca azul, procurando que el agresor se diera cuenta de mi propósito.

El hombre me observó por largos segundos con una profunda mirada de fastidio y desprecio, esperando tal vez una airada reacción de parte mía, la cual nunca llegó, y luego, en un inexplicable gesto de resignación, se retiró diciéndole al auxiliar:

–Ocúpese de ese maricón y tómele todos sus datos, porque vamos a dejarlo una semana en el calabozo para que vaya cogiendo el paso.

No fue nada difícil darme cuenta de que la advertencia iba dirigida a intimidar a los internos ubicados a pocos metros de allí, en espera de la requisa. Sin embargo, sus palabras habían perdido fuerza y apenas si lograron sorprender a algún ingenuo reo que por primera vez enfrentaba las realidades de la prisión. Pero esa no parecía ser la condición de la gran mayoría que observaba expectante aquella escena con un callado y espontáneo gesto de solidaridad hacia mí.

Uno de los internos presentes, con quien horas después tuve oportunidad de conversar mientras aguardábamos la reseña dactilar, me confesó, luego de alcanzar un cierto clima de confianza, que ellos estaban convencidos de que yo debía ser un ‘man duro’ y que el guardia había cometido la brutalidad de agredirme sin saber con quién se estaba metiendo. Él mismo contribuyó a alimentar esta fantástica historia, relatándoles como me habían trasladado desde la Unidad de Reacción Inmediata (URI) de Puente Aranda encerrado en una tanqueta y acompañado de una fuerte escolta motorizada. Si mi interlocutor hubiese sabido que en el colegio tenía ganada una buena fama de tonto, sumado a un largo historial de peleas en las que resulté vencedor por mi velocidad en el trote, seguro hubiese replanteado su hipótesis. Pero, como por lo pronto no había a la vista ningún condiscípulo que pudiera testimoniar sobre este vergonzante y lejano pasado, durante algunas horas fui tratado como si fuese un héroe de guerra y cuando ingresé a las celdas primarias, donde hacinan a los presos mientras les asignan patio, estos que ya estaban informados de mi ‘hazaña’ abrieron una calle de honor a mi paso y no faltaron los ofrecimientos de cigarrillos, galletas y café que yo rechacé con formas amables, haciendo un gran esfuerzo por ocultar mi identidad de profesor universitario desempleado y sin lograr comprender aún por qué estos hombres que en su vida delictiva viven de desafiar el ordenamiento legal, se muestran  tan sumisos y medrosos frente a las autoridades penitenciarias. Pude corroborar esta percepción después, cuando supe de muchos presos que en la calle se caracterizaron por su crueldad y osadía, y en prisión parecían dóciles personas que temían hasta de la punzada de una aguja hipodérmica o televidentes que lloraban desconsoladamente viendo alguna triste escena de una telenovela mexicana.

Ese primer día de reclusión no tuve contacto con ningún preso político y sólo lo tendría el día siguiente, al ser remitido al ERON, después de un fugaz paso por el pabellón cuarto del viejo penal. Para las directivas del centro carcelario yo no podía permanecer en un establecimiento de mediana seguridad porque, según consultas hechas por Internet, yo era supuestamente “‘Jaime Cienfuegos’, integrante de la Comisión Internacional de la FARC”. Así me lo manifestó sin ningún pudor Magnolia Angulo, entonces subdirectora del Complejo Carcelario y Penitenciario Metropolitano de Bogotá (Comeb Picota),  cuando personalmente me condujo a la cárcel de máxima seguridad del ERON, acompañado de un estricto dispositivo de seguridad.

Mi ingreso a la misma estructura penitenciaria de la que salí en libertad tras ser absuelto de todos los cargos por la juez cuarta penal de Bogotá generó en mí un gran impacto, pese a haber estado allí antes o quizás por ese mismo hecho, pues la primera sensación que experimenté fue que todo permanecía intacto, tal cual lo abandoné cuatro años atrás, cuando recuperé mi libertad, como si tuviera ante mis ojos una instantánea fotográfica.

José Ángel Parra Bernal, preso político de la FARC a quien los médicos le habían pronosticado una esperanza de vida de solo cinco años, seguía librando con voluntad férrea una titánica lucha para que le fuera suministrado el imatinib, medicamento vital que requería para el tratamiento de su cáncer en la sangre. Al mismo tiempo, continuaba exigiendo condiciones dignas de habitabilidad en este centro de reclusión. Su caso había llegado hasta las puertas de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, organismo que le otorgó medidas cautelares, aunque esto no obstaba para que se le suspendiera el suministro del medicamento hasta por lapsos mayores a un mes y se le mantuviera en una celda donde apenas se le suministraba agua tres horas al día.

Orlando Albeiro Traslaviña ahora tenía a cargo la dirección del colectivo de presos políticos del Patio XIV. Su recuerdo estaba muy fresco en mi memoria, entre otras cosas, porque acababa de concluir un capítulo del libro “Las FARC-EP (1950-2015): luchas de ira y esperanza” con base en uno de sus manuscritos. Recordando la obra de Pirandello, fue como enfrentar a un personaje en busca de su autor. Cuando lo divisé a la distancia le saludé con gran efusividad, pero sentí que su reacción fue fría y distante, pues apenas si me respondió con un imperceptible movimiento de su brazo. Un tanto desconcertado por su actitud, esperé que estuviera cerca para abordarlo e indagar sobre su extraño comportamiento. Fue entonces cuando advertí que estaba a punto de quedar ciego por las reiteradas negativas del Inpec para remitirlo a las citas de control de su córnea trasplantada. Hasta entonces mi corporeidad había sido una oscura sombra en su retina. Aunque en ese momento no logramos conversar mucho porque llegó la hora de ‘la contada’, pude darme cuenta con sorpresa de que, a raíz de las negligencias en salud, Traslaviña estaba perdiendo también su audición.

Con el correr de los días, fui encontrando algunos rostros vagamente conocidos con quienes me había cruzado en momentos anteriores de mi privación de libertad. Sin embargo, la gran mayoría de internos eran extraños para mí. Muchos de ellos pertenecían a las bandas criminales de Los Urabeños y Rastrojos, o a grupos paramilitares del Casanare, Bloque Capital o las Águilas Negras, organización que meses atrás había amenazado a un grupo de profesores y estudiantes universitarios, solidarios con la defensa del pensamiento crítico.

La primera noche en el penal reaparecieron en mi mente todos los recuerdos de la cárcel, como si jamás se hubieran marchado de la memoria. Algunos olores, sabores, lugares y situaciones me eran dolorosamente familiares. Así, las semanas siguientes se encargarían de reafirmarme que muy pocas cosas habían cambiado. Más aún, aquellas que lo hicieron fue para empeorar: las restricciones para el ingreso de libros, prensa, revistas, hojas blancas y cuadernos aumentaron; la recepción de correspondencia de los internos ahora sólo se hacía una vez a la semana, aunque había meses en que era imposible enviar o recibir una carta; y el derecho constitucional a presentar peticiones respetuosas a las autoridades quedó relegado para el día jueves. Sin embargo, lo que más me preocupó fue la percepción de que el colectivo de presos políticos atravesaba por una etapa de reflujo y algunos de sus integrantes parecían estar viviendo una fase de adaptación a la cárcel, por lo que su actitud ante la guardia y la institución en su conjunto la encontraba un tanto conciliadora.

Aunque nadie dormía en el piso en el ERON, el hacinamiento se había incrementado hasta niveles inimaginables, al punto que era imposible encontrar  un lugar, por pequeño que fuera, donde pudiera dejar de sentir la presión del encierro. En las celdas el espacio era tan limitado que los cuatro presos que las cohabitábamos teníamos que realizar nuestros movimientos corporales como si fuésemos fichas de ajedrez que se desplazan simultáneamente. Así, si alguno iba a utilizar el lavamanos, el que estaba cerca de allí tenía que moverse hacia el retrete y el de más allá avanzaba hacia la puerta, mientras un cuarto tenía que subirse al camarote. En una palabra, el espacio en las celdas es tan reducido que las diferentes actividades realizadas allí generan siempre una operación matemática de suma cero.

Debido a este hacinamiento los espacios para los quehaceres diarios se sobreponían a tal punto que proyectaban las más inéditas escenas de la vida cotidiana dignas de ser incluidas en “La sociedad cortesana” de Norbert Elías. Así, mientras un interno ingería sus alimentos sentado en el retrete, que hacía las veces de butaca, a su lado otro recluso limpiaba su prótesis dental o expulsaba sus mucosidades presionando con fuerza su nariz y dejando al descubierto una viscosa y pegajosa secreción de color verdoso que se deslizaba lentamente a lo largo del metálico lavabo. No era extraño tampoco que quienes evacuaban sus heces fecales compartieran el área del baño con una turba de presos que enjuagaban su ropa a pocos pasos de allí y con quienes entablaban las más variadas conversaciones, haciendo caso omiso  de los fétidos olores que invadían el perímetro del baño. En las mañanas, el pastor cristiano que elevaba sus piadosas oraciones al cielo al levantar su vista hacia el Altísimo tropezaba, en la segunda planta de la estructura, con una hilera de enjutos glúteos que se visualizaban a través de un enrejado que, a manera de balcón, daba al patio y donde se ubicaban de espalda los internos para secar sus desnudos cuerpos.

Acomodarme a esta situación de hacinamiento fue una labor que requirió de mucha disciplina y autocontrol. El agobio derivado del exceso de interacción social me hacía cada más huraño y me inclinaba a rehuir el trato con los demás reclusos. Al final, decidí fijar unas estrictas horas para la vida social que no dejó de generar malestar entre los otros internos, a quienes no les cabía la idea de que alguien en una cárcel, donde supuestamente ‘se tiene todo el tiempo libre del mundo’, fijara un horario de atención al público. Solo así pude retomar actividades como la lectura y  escritura.

Aun así, en horas de la madrugada resultaba imposible leer sin afectar el sueño de mis demás compañeros de celda, pues al encender la luz artificial iluminaba todo el espacio. En varias ocasiones intenté leer a las tres de la mañana, pero entonces noté que uno de mis compañeros se revolvía en su cama una y otra vez, mientras los otros dos internos dormían profundamente. Como era un comportamiento reiterado, para evitar roces innecesarios decidí abordarlo directamente y preguntarle si es que la luz lo desvelaba. Fue enfático en decirme que no y me explico que desde niño sufría de insomnio, pero que había descubierto una formula fabulosa para dormir: masturbándose cada vez que se despertaba. También me indicó que si acaso sentía yo que él se agitaba mucho no lo hacía por la luz artificial si no por… ¡la Luz Ángela de sus sueños!

Más allá de estas situaciones, fueron los partidos  de la selección Colombia, que concentraban a toda la población reclusa alrededor de una pantalla, los que me ofrecieron momentos excepcionales para gozar del sublime placer de encontrar un poco de soledad y leer a mis anchas.

Pero si el hacinamiento alcanzaba unos niveles preocupantes, la atención en salud para la población carcelaria era verdaderamente crítica, llegando a plantearse la emergencia carcelaria en ese campo. El número de tutelas para exigir atención médica crecía día a día y, con ellas, los incidentes de desacato. El sistema de salud en las cárceles estaba a bordo de colapsar. De hecho, colapsó y Caprecom desapareció, planteándose un nuevo modelo de salud para las personas privadas de la libertad que ha resultado peor que el anterior.

La muerte de internos por desatención médica se volvió una constante. Sólo en el segundo semestre de 2015 en nuestro patio murieron dos compañeros presos sociales por esta causa. Uno de ellos era Pablo Javier, quien falleció de una hemorragia cerebral que le sorprendió en medio de la noche. Su deceso, ocurrido pocas horas después, puso al desnudo las insuficiencias en la prestación del servicio de salud a la población privada de la libertad en el ERON de Bogotá: la falta de infraestructura sanitaria y de personal idóneo para una atención médica adecuada y oportuna; la carencia de medios apropiados para trasladar pacientes en delicado estado de salud hasta el área de sanidad ubicada, inexplicablemente, en el séptimo piso de la estructura; la negligencia del personal de guardia y custodia para atender con celeridad los casos de urgencia; y la ausencia de ambulancias para la remisión de internos graves a un centro hospitalario externo.

Isaac fue otra de las víctimas de estas falencias en el servicio de salud. Durante meses convivió con una tuberculosis que solo le fue tratada cuando ya era irreversible. En la noche lo escuchábamos quejarse de las altas fiebres que le hacían alucinar y que él, en sus creencias religiosas, asumía como una lucha contra las fuerzas del mal. En los días que antecedieron a su fallecimiento se acercó hasta mi improvisada ‘oficina jurídica’ para pedirme que le elaborara una tutela, amparando su derecho a la salud. Me comprometí a redactarla esa noche y entregársela al día siguiente. Así lo hice, pero cuando fui a buscarlo para tomar su firma y su huella digital me enteré de que en horas de la madrugada había sido llevado  de urgencias al hospital El Tunal, de donde jamás retornó. Y, como en el tango de Óscar Agudelo, solo quedó “La cama vacía”.

La ausencia de sol, la deficiente ventilación de los patios, la falta de agua potable, las pésimas condiciones de higiene en la zona de alimentos, la indebida manipulación de los mismos, la fría atmósfera que genera la estructura, así como la situación del hacinamiento, entre muchas otras, son condiciones propicias para minar la salud hasta del más sano y robusto organismo. El mío no constituyó la excepción. Fue así que las jornadas de desobediencia civil impulsadas por los prisioneros políticos de las FARC en más de 20 cárceles del país, exigiendo la liberación por razones humanitarias de todas y todos los prisioneros enfermos, ancianos, discapacitados y mujeres en gestación o lactantes, y que alcanzaron su cenit en noviembre, me sorprendieron con una gripe crónica, acompañada de frecuentes diarreas que alternaban con un estreñimiento recurrente.

Tras una obligada pausa por los festejos de fin de año, las jornadas de protesta en pro de la salud volvieron a repuntar en enero y gran parte de febrero. Para entonces, el ERON se había convertido en un inmenso sepulcro de seres cuasi vivientes que vagaban como sombras por los pasillos o yacían moribundos en sus camarotes de concreto, aguardando la atención especializada de un galeno o la realización de una inminente intervención quirúrgica para salvar ya fuere un brazo o una pierna casi gangrenada y de la cual manaba pus. Fue necesario, entonces, radicalizar nuestras formas de protesta y un significativo número de presos políticos nos sumamos a la huelga de hambre indefinida. Algunos de ellos fueron incluso más allá y optaron por coser sus labios. Al concluir la misma, una vez conformada la mesa de interlocución con el Ministerio de Justicia y otros organismos estatales, mi aspecto físico era tan deplorable que cuando solicité a la profesional de medicina que certificara mi condición de ayuno prolongado, me lanzó una mirada lastimera diciéndome:

–Usted está loco.

–¿Por qué? –le pregunté.

–Porque en lugar de estar haciendo huelgas de hambre –me respondió–, lo que usted necesita es comer y engordar más.

Mientras me practicaba los exámenes de rigor, le hice una larga y argumentada sustentación sobre las motivaciones que nos habían llevado a la huelga. Después de escucharme con paciencia hobbesiana, su gestos corporales indicaron que mi exposición no le había causado mayor consideración ya que puso tres fórmulas sobre la mesa: en la primera ordenaba una valoración con la nutricionista; en la segunda recetaba un suplemento alimenticio para la anemia y en la tercera me remitía a una consulta con el psicólogo.

Es cierto que, con relación al reglamento interno inicial, el tiempo de permanencia de la visita femenina había aumentado de 4 a 8 horas, al igual que su frecuencia -una vez por semana-, pero estos cambios se hicieron en detrimento de las condiciones en que ahora debían ser recibidas. Esto es, en toscos cambuches armados con sábanas, muy próximos entre sí y que exigían una ceguera y sordera colectiva para invisibilizar los movimientos espasmódicos del amor y hacer inaudibles los gemidos mal camuflados por vallenatos y música ranchera colocada al máximo volumen. En ocasiones era inevitable escuchar fragmentos de conversaciones, que si transcribo algunos de ellos es únicamente por su interés sociológico:

–Yo a usted lo quiero mucho, pero no me obligue a hacerlo por detrás.

–Pero si yo te cumplo con todo, entonces, ¿por qué tu no me cumples?

–Amor, ¿qué  es la jodedera con la mona? ¿acaso tu no tienes culo, tetas y chocha como ella? ¿Por qué ese fantasma? ¿Te sientes inferior a ella?

Pese a esta clara negación de la intimidad, cuando un grupo de presos del ELN ganó la tutela para que se amparara el derecho a la dignidad de la visita, los funcionarios del Inpec, haciendo uso de su acostumbrada estrategia de azuzar las contradicciones entre los mismos internos, difundió la falsa información de que por culpa de los presos políticos que habían interpuesto la tutela se iba a reducir la visita femenina a cuatro horas. Este infundio generó una agresiva reacción del sector de presos sociales, que estuvo a punto de derivar en un linchamiento en contra de los accionantes, quienes se vieron obligados a desistir de la misma. Desde entonces el tema de las visitas se convirtió en tabú en el interior del ERON.

Hasta ahora no he aclarado, pero es tiempo de hacerlo, que el único cambio significativo que advertí a mi retorno al ERON fue la puesta en marcha de los llamados ‘comités de convivencia’, algo así como una junta directiva del patio integrada por un representante del sector social, otro de los paramilitares y un tercero de los presos políticos de guerra. Solo que, a mi llegada, estos últimos se habían marginado del mismo y el patio era ‘llevado’, para expresarlo en jerga carcelaria, por los dos primeros grupos. Nada sabía de esta situación, por lo que no pude ocultar mi desconcierto, cuando el representante de los paramilitares y el de los sociales, que integraban el comité, me obligaron a sentarme frente a ellos para darme lecciones de buen comportamiento y conducta en el penal: no puede escupir en el pasillo, debe respetar la fila, no está permitido consumir vicio, debe respetar los horarios del televisor, debe salir a tiempo para la contada, entre otras. Me incomodaba saber que estos hombres, que cargaban con un largo historial delictivo, estuvieran impartiéndome una cátedra de ‘buena convivencia’. Mi inconformidad se transformó en indignación cuando, al día siguiente, me llamaron de nuevo, esta vez  para una amonestación por estar ‘propiciando desorden en la fila para el desayuno’. Según estos virtuosos del orden, mi ‘delito’ fue haber recibido un plato en la fila a un compañero a quien había prometido compartir mi caldo de papa.

–Cumpla las normas, profesor, y evítese las sanciones –me dijo el paramilitar, que parecía ser el más incisivo a la hora de censurar mi ‘mala conducta’.

En el penal se sabía que este interno estaba involucrado en hechos de corrupción relacionados con el manejo del expendio donde redimía horas de su condena. Uno de estos negocios era el de acaparar el café para generar escasez y luego revenderlo, a través de terceros, hasta por dos y tres veces su precio normal. No obstante, la gran mayoría de los reclusos le rendía una hipócrita pleitesía, aunque a puerta cerrada denigraban de él. Por mi parte, opté por eludir deliberadamente su saludo, como un medio para hacerle sentir mi desconocimiento de su autoridad. La situación no pasaba desapercibida por cuanto en la cárcel el saludo entre internos tiende a repetirse los centenares de veces que se produce un encuentro face to face.

Justo será decir, en honor de la verdad, que las prevenciones contra este sector de la población carcelaria provenían de mi parte, pues, en general, los paramilitares se mostraban bastante respetuosos conmigo y hasta me buscaban para pedirme opiniones sobre un determinado tema político o jurídico, o también para solicitar mi ayuda en la elaboración de alguna carta, comunicado o documento escrito. Todo lo cual, con el tiempo, fue despejando el camino para establecer una relación más fluida, nacida sin duda de nuestra condición común de personas privadas de la libertad.

En cuanto a los presos sociales, estos constituyen una franja de la población marcadamente heterogénea. No obstante, si dejamos de lado el sector dedicado al tráfico de sustancias psicoactivas y a la masa de consumidores que se hallan irremediablemente sumergidos en el mundo de la adicción a las drogas, podría decirse en términos generales que el conjunto restante expresa, en grados variables, una cierta sensibilidad hacia los planteamientos de justicia social por parte de los presos políticos. Por ello, no es extraño que los llamados ‘patios de la guerrilla’ participen en los espacios de convivencia y que en los demás, incluso, los reos sociales se sumen a las jornadas de protesta y desobediencia pacífica organizada por los presos políticos.

Pero, como en el pabellón donde me encontraba cohabitaban los tres sectores representados en el comité de convivencia, el retiro de la guerrilla de este por desavenencias debilitó, con el paso de los meses, a los paramilitares y sociales, y les resultó imposible ejercer un control real del pabellón, así que un día cualquiera reunieron a los internos para comunicarles que ‘el patio quedaba suelto’. Esto es, palabras más, palabras menos, que a partir de ese momento en el patio imperaría la ley de la selva. Así sucedió. En cuestión de semanas se expandió el consumo de pepas y bazuco, mientras diferentes bandas se disputaban el control del microtráfico; el ‘escobeo’ o hurto indiscriminado se generalizó y en cuestión de segundos empezaron a desaparecer como por arte de magia, toallas, zapatos, camisas, pantalones y hasta calzoncillos; la basura era abandonada en el piso, gruesos escupitajos empantanaban el piso poniendo en riesgo la salud pública de los reclusos. En síntesis, nadie se sentía obligado a cumplir con las normas de convivencia.

A lo anterior se agregaron las continuas disputas y agresiones con cuchillo: una palabra mal dicha, una promesa incumplida, una mirada inoportuna y hasta un roce involuntario era motivo suficiente para suscitar una riña con arma blanca. Esto último me obligaba a ser muy cuidadoso. Para mi consuelo la mayoría de internos se mostraban benevolentes con mis continuas torpezas, como en aquella ocasión que dejé caer el jabón de baño de un preso social en el retrete o cuando derramé un vaso de avena hirviente sobre la blanca bata del palanquero.

–No se apure, profesor, que estas cosas nos suceden a todos –se apresuró a decirme con un tono indulgente.

No sabía o fingía no darse cuenta que dichos accidentes me ocurrían con una preocupante frecuencia.

Una de las últimas peleas que presencié en el ERON fue a finales de febrero, poco antes de que los presos políticos fuésemos trasladados al Patio IV del viejo penal donde nos encontramos hoy. Ocurrió un domingo y de no ser porque buena parte de los internos se encontraban en la zona de visita el hecho hubiese tenido un desenlace fatal. Todo inició con una discusión entre dos presos sociales que derivó en un enfrentamiento a cuchillo. Hasta aquí nada diferente a las riñas de las que, de un tiempo para acá, nos veníamos ‘acostumbrando’ y que por lo general no trascendían a mayores, pues una vez pasado el acaloramiento se retornaba  a la convivencia ‘normal’. Lo diferente en este caso es que uno de los contendientes, protagonista de anteriores riñas, quedó bastante molesto por los rasguños recibidos en diferentes partes del cuerpo y,  horas más tarde, cuando vio a su rival hablando por teléfono le clavó varias puñaladas en la espalda, quebrantando uno de los principios tal vez más sagrados en la cárcel: no atacar a otro preso en estado de indefensión. Su conducta generó una generalizada y refleja reacción de repudio entre quienes presenciaron la escena y casi de inmediato hizo su aparición un heterogéneo grupo de paramilitares, guerrilleros y sociales acompañados de garrotes y cuchillos. Mientras algunos auxiliaban a la víctima, otros se ocupaban de inmovilizar y castigar al agresor, que apenas si tuvo tiempo de escapar hacia la reja, donde le recibió la guardia que acabó de molerle a palos. La confusión fue total.

Los que estábamos en la celda, al advertir el barullo, salimos, pero pasaron unos largos minutos antes de tener claridad sobre lo que estaba sucediendo. En un gesto instintivo, quienes tenían celulares los ocultaron con rapidez y se armaron como pudieron pues en estas situaciones de caos, la alerta es masiva porque no se sabe de dónde puede provenir la agresión. Algunos guerrilleros y paramilitares lograron apaciguar los ánimos y controlar la situación, pero no por mucho tiempo pues los supuestamente llamados a garantizar el orden en el penal fueron los primeros en propiciar el caos: a los pocos minutos, cuando ya todo estaba en calma, ingresó un contingente de hombres perteneciente al cuerpo de custodia y vigilancia, y, como ha sido su usanza, disparó indiscriminadamente bombas lacrimógenas. Cabe advertir que en un espacio con las características arquitectónicas del que he descrito, sin mayor ventilación, el pasillo quedó convertido en una perfecta cámara de gas. Uno de los internos, que previamente había tratado de mediar en el conflicto, al tener una cercanía con los dos presos involucrados en la riña, fue señalado por la guardia como cómplice del agresor. Cuando al fin permitieron aclarar que no era así ya había sido objeto de una lluvia de golpes y patadas por parte de los uniformados y encerrado en la Unidad de Tratamiento Especial.

A nosotros se nos mantuvo un buen tiempo en el patio semidesnudos y cuando retornamos a la celda encontramos las colchonetas, ropa, artículos de aseo, sabanas, cobijas, libros y cuadernos dispersos por el suelo. Escenas similares se repitieron en las demás celdas. Era la una de la tarde cuando fuimos encerrados en ellas y así permanecimos hasta el día siguiente. No podría afirmar si fue por el gas pimienta, el consumo de los alimentos del rancho o las dos cosas al tiempo, lo cierto es que ese día tuvimos que hacer uso del excusado una y otra vez, con el agravante de que no había agua y el retrete en las celdas no está encerrado en cabinas sino expuesto a las miradas de los internos. En aquella ocasión, tuve la convicción de que los gases lacrimógenos disparados por la guardia resultaban menos letales que los gases orgánicos que se respiraban en este espacio de tres por cuatro metros.

Así estaba la delicada situación que vivíamos en el ERON Picota en el momento en que se hizo efectiva la orden de remisión de presos políticos al Patio IV del viejo penal. Esta concentración había sido anunciada por el Alto Comisionado para la Paz en el marco de las jornadas de desobediencia pacífica que veníamos adelantando los presos políticos en diferentes cárceles del país por la solución a la problemática de salud, como un publicitado gesto de confianza por parte del gobierno en el contexto de los diálogos de La Habana (Cuba).

La noticia de la ‘concentración’ generó una gran expectativa entre los presos políticos. Sin embargo, dos meses después aquel entusiasmo inicial se había convertido primero en frustración y luego en escepticismo frente a cualquier ‘gesto unilateral de paz’ por parte del gobierno, dado que ni siquiera los treinta rebeldes que el presidente Juan Manuel Santos prometió indultar habían salido de la cárcel. Bueno, seamos justos, sí hubo un guerrillero de la lista de indultados que para ese entonces había recuperado su libertad, pero lo hizo por pena cumplida. Los demás saldrían en las semanas siguientes como gotas de agua que penden de un grifo que acaba de cerrarse.

Mientras tanto, aumentaban las tensiones entre algunos sectores de la población reclusa que tejían insospechadas alianzas y se aprovisionaban de armas artesanales en la perspectiva de asumir por la fuerza el control del patio una vez se marchara la guerrilla. Tras muchas especulaciones sobre la suerte que correríamos los políticos, a principios de marzo empezamos a observar cierto movimiento de presos internos dentro del ERON y, sorpresivamente, el Patio III fue desocupado. Unos, con gran decepción, creían que seriamos trasladados a este sitio, otros afirmaban que dicho patio estaba siendo acondicionado para las visitas, algunos más afirmaban que allí serían congregados todos los presos políticos del país comprometidos con delitos de lesa humanidad. En fin, las conjeturas eran numerosas, sin duda, porque en los centros de reclusión el rumor es la cristalización colectiva de los anhelos o temores individuales.

Cuando, al final, el Patio III fue atiborrado con un grueso contingente de presos sociales traídos del viejo penal, tuvimos la certeza de que nuestro traslado sería inminente. Llegó así el 12 de marzo, siendo esa fecha un sábado de visita masculina, había preparado un pesado y voluminoso paquete compuesto de ropa, artículos superfluos, escritos y documentos, entre otros, para enviar fuera, previendo que se avecinaba un traslado y necesitaba aligerar mi carga. Por causas circunstanciales, ese día no recibí visita de familiares ni de amigos. La sorpresa fue que ese mismo sábado, a eso de las cinco de la tarde, la guardia entregó al ordenanza un largo listado de remisiones que incluía mi nombre. En el ERON sumábamos más de cien traslados: encadenados por parejas, como si fuéramos los peores criminales, y cargando a la espalda nuestras pesadas maletas con colchoneta incluida fuimos conducidos, en fila y a pie, hasta el penal mientras el cuerpo de custodia nos hostigaba física, verbal y psicológicamente. El cuadro era humillante. Cualquier observador desprevenido tendría ante sus ojos una clara evidencia de los tratos crueles e inhumanos que el Inpec inflige a los reclusos.

Una vez llegamos al penal se nos practicó una exhaustiva requisa. Para mi desgracia tuve que lidiar con un guardia que se ensañó conmigo. Su actitud déspota se notaba en la agresividad con que lanzaba mis pertenencias al piso, al tiempo que las iba arrastrando a un lado con ayuda de sus sucias botas. Al revisar mis numerosas carpetas, no lo hizo ojeando documento por documento, si no que los desparramó por el suelo y varias hojas que se hallaban sueltas se las llevó la fuerte brisa que soplaba a esa hora de la noche. Intenté reaccionar pero esta vez no tuve las fuerzas para hacerlo: mi agotamiento superó mi indignación. Lo cierto es que una semana después todavía me quejaba no solo de un fuerte dolor de columna sino también de mi silencio, más aún cuando reparé que el marco de mis lentes lo había roto aquel guardia.

En mi interior, me reprochaba haber asumido una actitud dócil y pasiva frente al abuso cometido por la guardia. Recordé, entonces, que en sus reflexiones sobre el Holocausto Judío (“Sobrevivir”) Bruno Bettelheim señala como los reclusos con el tiempo avanzan de una etapa inicial de rebeldía y resistencia hacia  una fase adaptativa, donde su lema pareciera ser ‘¿cómo vivir lo mejor posible en la prisión?’, lo cual pasa por eludir los enfrentamientos con los guardias. ¿No estaría yo asumiendo esta misma línea de conducta que meses atrás endilgaba en tono crítico a mis compañeros del colectivo de presos políticos? A la postre me conformé con la idea autocomplaciente de que en prisión hay días en que somos tan frágiles, tan frágiles…

Arribamos al penal a eso de las nueve de la noche y fuimos recibidos por los compañeros del colectivo de presos políticos que, aunque pequeño en número, tenía en sus manos la dirección del Patio IV. Hasta pasada la medianoche estuvieron haciendo los ajustes necesarios para acomodarnos en las celdas, donde quedamos alojados hasta cinco internos en espacios de tres por tres metros.

El gobierno incumplió su palabra de otorgarnos un patio especial, como  en su momento lo habían hecho con los paramilitares que fueron cobijados por la Ley de justicia y paz. A estos últimos  se les asignó un patio para ellos solos, con regímenes de visita dos veces en la semana, redes de Internet y la atención de un equipo de profesionales -psicólogos, sociólogos, trabajadores sociales- que garantizaría su ‘reinserción’ a la vida civil. Contrario a ello, los presos políticos fuimos concentrados en condiciones de habitabilidad en algunos aspectos incluso inferior a las que disponíamos en el ERON, con niveles altísimos de hacinamiento, pésima alimentación, servicio de salud precario y una incontrolable plaga de chinches de la cual pude librarme gracias a la acción exterminadora de un buen contingente de cucarachas que cohabitaban en mi celda y se convirtieron, por aquello de la selección natural, en mis mejores aliadas en la lucha contra estos molestos vampiros del cuerpo humano. La única ganancia visible en ese momento pareció ser el contacto con la luz solar que, entre otras cosas, estuvo a punto de causarnos una insolación por la prolongada exposición al sol a que nos vimos sometidos al día siguiente, domingo de visita femenina, pues por el alto número de internos que no recibíamos visitas -más de 700, de los cuales apenas unos 120 éramos presos políticos- tuvimos que permanecer en el patio desde las seis de la mañana hasta las tres y media de la tarde.

Durante las primeras semanas en el penal, los choques de la guerrilla con el cuerpo de custodia y vigilancia fueron intensos, pues, dado el bajo nivel organizativo de los presos y el control ejercido por las llamadas ‘plumas’ o ‘casas’ que actúan de la mano con la guardia, imperaba un régimen de terror y corrupción. Desde nuestra llegada, estos últimos se pusieron a la tarea de crear un clima adverso en el penal, propalando mentiras como que la guerrilla venía a maltratar y sacar los presos que no pertenecían a ella. Sin embargo, el tiempo fue mostrando la capacidad organizativa de los presos políticos para establecer una convivencia con los demás sectores de la población reclusa.

Por su parte, las tensiones entre el cuerpo de custodia  y los prisioneros políticos de las FARC llegaron a su punto máximo cuando estos últimos tomaron la decisión de no seguir pagando los cobros extorsivos que venían haciéndoles desde muchos años atrás. En represalia, vino el operativo de requisa del día 19 de mayo, el cual se desarrolló con lujo de violencia: destruyeron camas de madera compradas por los mismos internos; hurtaron objetos personales como relojes, lentes, alimentos, enlatados y artesanías, entre otros; y permitieron que sus perros guardianes hicieran deposiciones sobre la ropa de los reclusos. La sevicia con que actuaron llegó a tal extremo que al preso político José Ángel Parra le destruyeron medicamentos vitales de difícil consecución para el tratamiento de su leucemia.

En dicho operativo me fueron sustraídos de manera ilegal y arbitraria mi libreta de apuntes, algunas denuncias sobre tortura, incumplimiento en salud y alimentación, así como el original y el borrador de este escrito, que he vuelto a hacer como un testimonio de lo que han sido estos doce meses de prisión, que con mi reclusión anterior suman ya tres años privado de la libertad. Un intervalo temporal bastante largo para alguien que ha dedicado su vida a la docencia e investigación. No obstante, algunos connotados ‘humanistas’, miembros de esa categoría de intelectuales que Elías Canetti solía denominar ‘medianos’, consideran que este es un tiempo demasiado corto para mantener tras las rejas a alguien que ha sido absuelto en primera instancia de un delito que se le ha imputado sobre la base de pruebas ilegales.

Esto va dirigido a estos escritores que, en palabras del mismo Canetti, son expertos en el arte de moderar todo cuanto les llega para no salirse de sus propios límites, que siempre consiguen tranquilizar a sus auditorios, que jamás permiten que su humor se pase de la raya y que emiten juicios rotundos, sobre todo cuando éstos encajan a la perfección con el pensamiento hegemónico; a estos ‘forjadores de opinión pública’ que ahora, para el llamado ‘posconflicto’, seguramente preparan su gran disertación sobre la guerra como si esta hubiera sido un sueño, ‘pero un sueño de otros’, a ellos les vendría bien visitar estas cárceles. Porque aquí la ‘neutralidad’ es un calabozo sin agua y sin luz para el que reclama sus derechos, aquí la ‘imparcialidad’ es una prisión intramural para el que roba un celular y una casa por cárcel o libertad condicional para el que desfalca el erario público, aquí la ‘objetividad’ es privar de beneficios jurídicos al que protesta pacíficamente y blindar de garantías judiciales al que ha impedido por las vías violentas la expresión de cualquier pensamiento disidente, aquí la ‘acción comunicativa’ es un garrotazo en las costillas o en cualquier otra parte del cuerpo para aquel que se atreva a cuestionar un atropello de la guardia, aquí la ‘justicia’ es un centenar de hombres y mujeres con enfermedades terminales o lesiones de guerra que esperan la muerte tras las rejas por desatención médica.

Lo anterior no quiere decir que, concomitante con su condición de víctima, el preso rezume altruismo por todos sus poros. Al contrario, su condición dependiente y su aislamiento le hacen más egoísta, siente que merece todo por el hecho de estar recluido en un penal donde se le priva de sus derechos fundamentales y no es extraño que someta su núcleo familiar a la lógica carcelaria: demanda todo, hasta lo imposible; pretende ejercer control del mundo exterior desde un teléfono y nada le molesta más que no respondan a tiempo sus llamados; suele atribuir a otros los defectos propios y él mismo tiende a ser mitómano; mira con sospecha a sus compañeros de reclusión que todavía reciben la visita de familiares y amigos; y si alguien le presta un servicio asume que es una obligación que se lo sigan prestando. Quienes tienen poder económico o delincuencial suelen ser despóticos con sus compañeros y excesivamente obsequiosos con la guardia.

A pesar de dichas situaciones, estos años de prisión me han permitido comprender que en cada uno de nosotros los reclusos hay una historia de tragedia, de exclusión social, de persecución política, de desprecio, de estigmatización y, sobre todo, de mucha soledad y abandono. No ha sido mi caso, pues he contado con la generosa solidaridad de miles de hombres y mujeres que han estrechado sus manos y agigantado su voz para clamar por mi libertad y denunciar el oprobio a que estoy siendo sometido, con la convicción de que esta es una causa colectiva en defensa del pensamiento crítico.

Tengo una gran dificultad en concluir estas líneas. Los gélidos y prematuros fríos de agosto recorren como un fantasma el penal. No hay ropa térmica ni bebida caliente que detenga este penetrante frío que horada la piel y cala hasta la medula de mis huesos. Pienso en el poeta César Vallejo aterido en París, sus sufrimientos y desvalimientos vibran cerca de mis oídos:

Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París —y no me corro—
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.

Jueves será, porque hoy, jueves, que proso
estos versos, los húmeros me he puesto
a la mala […]

Pero más que los fríos glaciales, los cíclicos quebrantos de salud y las recurrentes epidemias virales que a diario non postran en cama, nos hiere la previsión de un sistema que, ávido de venganza, ha hecho de estos centros de reclusión auténticos sarcófagos humanos y pandemónium del vicio para el envilecimiento y degradación de la condición humana. Ni más ni menos: tumbas anticipadas donde habita el dolor, la desolación, la angustia, la desesperación y los lamentos que versificara Dante en su recorrido por  los siete círculos del Infierno.

Verdaderas bóvedas del terror que, hay que decir, se mantienen y expanden ante la complaciente mirada de una sociedad que aplaude el endurecimiento de las penas como solución a los agudos problemas de exclusión y violencia que engendra el capitalismo -y nuestros ilustres ‘humanistas’ constituyen un claro ejemplo de estas visiones- sin reparar que, como acierta en decirlo el personaje de Swift que ejerce como rey en el país de Brobdingnag, “quienes mejor explican, interpretan y aplican las leyes son aquellos cuyos intereses y habilidades consisten en pervertirlas, destruirlas y eludirlas”.

En este infortunio común de ser víctimas del aparato judicial y su sistema penal y carcelario lo que nos ha permitido demoler los muros de Babel y hablar una misma lengua. ¿O acaso alguna vez imaginé compartir cotidianidad con hombres acusados o condenados por homicidio, hurto, rebelión, paramilitarismo, narcotráfico, secuestro,  parricidio, delitos sexuales, fraudes y tortura? ¿O tomar un café con hombres de confianza de ‘Don Berna’, ‘Otoniel’ y ‘Los Buitrago’, entre muchos otros? ¿O entablar largas conversaciones con autores de abominables crímenes como los cometidos en la Escombrera de la Comuna 13 de Medellín para escuchar su historia y sus razones o para sugerirles acciones de resistencia civil frente a los atropellos del Inpec?

Confieso que al hacerlo no dejé de preguntarme, una y otra vez, si esta conducta estaba trasgrediendo mis fronteras éticas. Sin embargo, hoy creo tener más claro el sentido de una tragedia humana que hizo de todos ellos instrumentos de odio y venganza. Alguien decía que “quien no es capaz de sentir en sí mismo las alegrías y los pesares de todos los seres vivos, no es un ser humano”. Si es así, puedo afirmar que estos tres años de injusta prisión me han convertido en un ser más humano.

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* Profesor universitario y preso político.

Dedicatoria: “Dedico este escrito a mi compañera, hijos, hermano, hermanas, cuñados, amigos y amigas que, con su visita semanal, han hecho más llevadero este nuevo año de prisión.

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