Por: Yotam Ronen – enero 9 de 2011
En la mañana llegamos al centro de prisioneros israelíes, uno de los muchos centros construidos para los más de seis mil palestinos actualmente detenidos por Israel. El centro tiene una gran prisión y una corte militar donde los prisioneros palestinos, tanto menores como mayores de edad, son juzgados por oficiales militares del Estado judío. En la prisión no hay racismo ni discriminación: todos sin excepción tiene derecho a un juicio injusto.
En la entrada a la corte marcial hay dos celdas: una pequeña para aquellos que llegan del lado israelí y una más grande para los palestinos detenidos y sus familias. Muchos de los familiares de los prisioneros pasan por una viaje largo y costoso para poder reunirse con sus seres queridos, aunque sea por unos escasos minutos.
Como todas las cosas durante ese día, incluyendo la larga espera para entrar, todo hace parte de una estrategia bien planeada para los visitantes y los guardias. A pesar de que estos últimos tienen una lista exacta de los nombres de los primeros, hacen todo lo posible por retrasar y humillar a los familiares y, aunque muchos de los guardias hablan árabe, se limitan a darles órdenes con palabras básicas y una variedad de comandos para demostrar la jerarquía de la ocupación. Las reglas son simples: se necesita rogar a los custodios para que, cuando les dé la gana, decidan cuándo dejar pasar.
Inmediatamente después de nuestra llegada, vimos a Abu Hanni y a su esposa, Im Fathi, acercándose desde el lado palestino. Abu Hanni, un hombre al final de sus sesenta años, nos atacó directamente con su bastón. Nacido en Yaffa en 1945, ha pasado sus largos años de vida bajo la ocupación, lo que le ha dado una visión cínica y sarcástica de su entorno: ha perdido a tres de sus hijos en combate con el ejército israelí y está ahora esperando la audiencia de su hijo menor, Fathi.
Llegamos hasta allí para encontrarnos con Fathi y su amigo Jaudat, ambos arrestados en medio de la noche un mes antes en el pueblo de Qarawat Bani-Zeid. Fueron secuestrados por el ejército durante una operación militar masiva, parte de una ola de arrestos realizados para oprimir la resistencia popular en los pueblos de An Nabi-Salih, Qarawat, Beit Rimma y Kufer Ein.
La resistencia surgió a finales de 2009, debido a la situación generada por la expropiación de tierras cultivables que pertenecen a la comunidad de Nabi Salih y a las gentes de los alrededores, tierras en las que una vieja fuente de agua es usada por todos. Justamente, hace dos años, el pozo fue declarado como ‘sitio arqueológico’ por Israel y el ejército prohibió la entrada, pero los colonos judíos que viven en el asentamiento cercano de Halamish lo usan a diario.
Después de muchas acciones no violentas, realizadas con el propósito de reclamar de vuelta la fuente y respondidas violentamente por parte del ejército y los colonos, los palestinos decidieron convertirlas en una marcha semanal y salen a las calles con el objetivo de llegar a sus tierras como símbolo de protesta contra la ocupación.
El levantamiento de los habitantes palestinos ha llegado a convertirse en grandes manifestaciones, con la participación de cientos de jóvenes, hombres y mujeres de cuatro pueblos cercanos y con la colaboración de activistas israelíes e internacionales. Desde el comienzo, las demostraciones se caracterizaron por un alto nivel de violencia por parte del ejército y la policía: se usaron armas no letales como gases lacrimógenos, varios tipos de balas de goma y granadas de aturdimiento. El intento de reprimir las manifestaciones dio como resultado docenas de heridos.
Después de incontables intentos para desarticular las manifestaciones, el ejército cambió sus tácticas a arrestos masivos en los que la juventud fue el principal objetivo. Fathi y Jaudat hacen parte de un grupo de más de cuarenta detenidos como respuesta a las manifestaciones y, como muchos de ellos, los cargos en su contra se basan en una sola acusación: lanzar piedras contra los uniformados. En el juicio no hay necesidad de una fecha específica en la que el presunto hecho haya tenido lugar, en vez de eso hay descripciones generales: “algunas veces […] entre marzo y agosto”. Además, no hay necesidad de testigos ni de evidencias y la corte se basa completamente en los resultados de la investigación que se le hace a los arrestados.
Nos conocimos con Fathi en las manifestaciones en Nabi Salih muchos meses atrás, él era parte del gran grupo de jóvenes de Qarawat que llegaba regularmente. Al principio llegaba con otros niños, pero pronto se fortaleció nuestra relación y acostumbraba a esperarnos en el centro del pueblo e ir con nosotros por el camino hacia Nabi Salih, siempre riendo, siempre sonriendo, incluso durante las duras situaciones que experimentamos, y hasta las últimas horas antes de su arresto no se olvidó de enviarnos un mensaje de texto que, de forma valiente, decía: “mi hora ha llegado y los veré en algunos meses”.
Cuando por fin se abrió la puerta metálica del centro de prisioneros y el director nos dejó entrar al control de seguridad, cada paso que dábamos era seguido por miradas y comentarios que servían solamente para demostrar control. No es permitido entrar más que cigarrillos y dinero, nada de agua, ningún libro y definitivamente ningún teléfono. Después de que pasamos nuestros zapatos por los rayos x y caminamos por el detector de metales, que no sonó, fuimos conducidos a un cuarto pequeño para una última y humillante requisa total de nuestros cuerpos.
Entramos al ancho patio, abrasado por un sol resplandeciente de agosto, que no dejaba sombra donde cobijarse, y nos sentamos con la esperanza de oír los nombres de Fathi y Jaudat, al ser llamados para la visita, pero la esperanza resultó ser falsa porque en la prisión no hay orden: los nombres de los detenidos aparecen en un tablero electrónico, pero no hay indicaciones ni estimaciones de una hora exacta para la audiencia. A pesar de que las familias usualmente llegan a las 7:30 am, éstas tienen que esperar a menudo hasta altas horas de la tarde para una audiencia que muchas veces ni siquiera llega. La espera se basa en la tensión y la expectativa de escuchar un nombre.
Nos sentamos en el patio, donde hablamos y reímos con los padres de Fathi. No parecían muy ansiosos, después de todo lo que han tenido que pasar por la ocupación sólo deseaban ver a un hijo de dieciséis años que había crecido muy rápido. Para muchas familias estas audiencias de la corte son las únicas oportunidades para ver a sus familiares, pues sólo se permiten visitas después de la sentencia, en un proceso que puede durar meses, para preguntar por su bienestar, contar noticias de la familia y del pueblo, y para sonreírles.
Las horas pasaron y el calor no cesó, alrededor de las 2:30 pm los llamaron por fin y nos apuramos hacia el cubículo número cuatro. Estaban ahí, sentados cerca de nosotros, vestidos con los horribles uniformes de color café de la prisión. A Fathi le fue cortado su cabello. No se veía bien, pero igual sonreía, aunque se le veía el cansancio en la cara. Jaudat no nos quitaba la mirada por un momento. Después nos enteramos de que la familia no llegó por que no habían sido informados de la fecha correcta de la audiencia.
El hombre que dirige la corte es un tipo de oficial de alto rango que, cual custodio, cómodamente sentado miraba el espectáculo frente a sus ojos. El fiscal, un joven religioso y delgado que hablaba con marcado acento francés, era el único que manejaba la situación de forma seria. Como ninguno de los jóvenes tenía abogado la audiencia tardó menos de diez minutos. Incluso en los casos en que hay un abogado presente, o cuando el abogado es israelí, la manera en que se llevan las audiencias está lejos de la cordura: se realizan en hebreo y un soldado hace de traductor, cuya tarea es la de traducir las palabras exactas a los prisioneros, pero en realidad a veces traducen frases completas y en ocasiones traducen palabras al azar y el resto del tiempo contestan el teléfono. Además, la mayoría de las veces, los ‘traductores’ coquetean con las uniformadas que llegan a hacerles compañía o simplemente se quedan dormidos. Todo el tiempo la audiencia se desarrolla sin la participación de los prisioneros, quienes, en la mayoría de los casos, no entienden nada del proceso, excepto sus cargos y la fecha de la próxima audiencia.
El juez asignado a Fathi y Jaudat decidió fijar la próxima audiencia para dos meses más tarde. Rápida y de forma simple, sin titubear, los mantuvo en custodia. No hay prisa, igual serán encontrados culpables de un crimen que no cometieron y el tiempo que han pasado en prisión será rebajado de la condena que recibirán. Las personas arrestadas en manifestaciones y acusadas de lanzar piedras, en su gran mayoría, enfrentarán la prisión. El proceso es simple: los primeros días de arresto las personas son sometidas a interrogatorios y torturas que tienen dos propósitos: el primero es el de hacerlos confesar los hechos, cometidos o no; y el segundo objetivo es el de obtener información sobre sus amigos para, de igual manera, incriminarlos.
Los investigadores del ejército, en una brillante combinación de fuerza bruta y falsas promesas, ponen al joven frente a una simple elección: confiesa y pasa de cinco a ocho meses en prisión, o no lo hace y puede incluso ser declarado inocente, pero el proceso puede tomar años, en los cuales la persona estará encerrada esperando el juicio. La combinación de miedo, tortura, falsas promesas y el hecho de que estos jóvenes son en la mayoría de los casos los que llevan alimento a sus hogares lleva a que muchos de ellos confiesen los cargos que se les imputan.
Esta forma de presión no es nueva y es parte de un sofisticado sistema de represión que fue desarrollado por Israel para aplastar todo tipo de levantamiento popular. Antes de lo sucedido en el pueblo de Nabi Salih, el pueblo de Nil’in sufrió un ataque similar: más de sesenta de sus habitantes fueron detenidos al mismo tiempo. Sin embargo, la represión no pudo quebrar el espíritu de las comunidades, pero debilitó de forma considerable el poder de las manifestaciones al lesionar sus liderazgos.
Las audiencias de Fathi y Jaudat finalizaron y la del tercer hombre, que estaba sentado junto a nosotros, empezó. Se veía inseguro pero determinado a decir algo a la corte, el Juez lo aceptó a regañadientes. Él se levantó orgulloso y se dirigió a la gente presente: “mi confesión fue obtenida usando la fuerza bruta y la tortura, no reconozco al Estado de Israel ni a este tribunal”. Se mantuvo en pie, mientras el soldado traducía sus palabras al juez, quien le devolvió una mirada aguzada.
En la última celda nos despedimos de Abu Hanni e Im Fathi. Cuando la última puerta por fin se cerró y supuestamente tendríamos que sentirnos ‘libres’, nos paramos junto a nuestros automóviles en silencio: nada podía hacernos sentir mejor. Lo único que podíamos hacer ahora era pensar en aquellos a quienes su último resquicio de libertad les fue arrebatado por escoger no permanecer en silencio.
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