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Por: Carlos Medina Gallego – enero 10 de 2011

Lo que podría apodarse la ‘mafia de la industria criminal de la contratación pública’ compromete a reconocidos empresarios, abogados, políticos, funcionarios públicos y al abominable engendro de las prácticas de la corrupción que son los lobbystas. Nada más trágico para un país lleno de necesidades sociales y de urgencias de desarrollo que encontrar que los presupuestos públicos, constituidos por los aportes de todos los ciudadanos y de las –cada vez menores– actividades de las empresas productivas del Estado, se van por la vena rota de la corrupción, directo hacia los bolsillos de la delincuencia organizada en sociedades anónimas, empresas de contratistas, bufetes de abogados especializados en demandar al Estado y una elite política y de funcionarios que se especializó en saquear el presupuesto y enriquecerse de manera ilícita.

Es absolutamente claro que el blanco de las acciones criminales de estos delincuentes son los sectores que requieren de mayor atención y, por tanto, a los que se les destina mayor presupuesto. La construcción de vías estratégicas para el desarrollo nacional y ordenamientos urbanos; la salud y educación; los gastos en seguridad; los servicios públicos; el desarrollo agrario y rural: y, en general, todas las actividades de la gestión pública a las que se les asignan recursos para que generen bienestar, convivencia y desarrollo.

Existe una extensa red de ‘inteligencia criminal’ al interior del Estado, conformada por funcionarios de las clientelas de los partidos, que pone en mano de quienes puedan contratar la información que se requiera. Hacen lo que esté a su alcance, incluyendo establecer los criterios de los pliegos de contratación para mantener contentos a sus patrones políticos y favorecer a las empresas de contratistas a través de las cuales esta alianza asalta los presupuestos públicos dentro del marco legal vigente. Incluso, se habla de cómo muchas empresas de contratistas han infiltrado funcionarios al interior de la administración pública, a través de los ‘políticos amigos’, para que cumplan ese papel, a la manera de las mafias del narcotráfico y la delincuencia organizada.

Los filtros que se colocan para garantizar la idoneidad de las empresas contratistas en relación con las obras que se pretendan contratar son la acreditación de experiencia e indicadores de liquidez, y, aunque deben dar seguridad al Estado, son burlados permanentemente falseando experiencias, certificados de solidez financiera y cupos de endeudamiento, o a través de ‘uniones temporales’ con otras firmas para sumar esfuerzos y llenar requisitos.

Los concursos públicos de méritos se hacen sobre pliegos con ‘nombre propio’, muchas licitaciones se hacen a ’empresas preadjudicadas’, llenando la farsa del requisito de la licitación pública, en la cual otros aspirantes, al no cumplirlos, encuentran anormalidades para impugnar o demandar las licitaciones. Una de las más comunes es la presentación extratemporal de documentos y de nuevos requisitos procedimentales.

Toda la institucionalidad de la que puedan echar mano para alcanzar el propósito de asaltar los presupuestos entra en la mira de los ‘carteles de la contratación’, que van descomponiendo el establecimiento a través de prebendas y comisiones mediante los cual se alimenta la corrupción.

Las contralorías, las personerías, el zar anticorrupción, los interventores. Toda la maquinaria corporativa se ve envuelta en las lógicas criminales de un proceso que se fija como propósito asaltar los presupuestos públicos y no ser empresa eficiente y eficaz en la realización de las obras, generando sobrecostos, extendiendo los tiempos de ejecución, solicitando adiciones presupuestales o abandonando las obras a través de la figura de la quiebra empresarial.

La corrupción no es un fenómeno que nació en Bogotá durante las administraciones del Polo, es una enfermedad que sufre la administración pública desde muchos antes de que al presidente Julio César Turbay Ayala se le ocurriera esta maravillosa frase: “reducir la corrupción a sus justas proporciones”. La corrupción es una enfermedad heredada de las prácticas clientelares de los partidos tradicionales que contagió a la izquierda.

En Colombia existe una delincuencia organizada del más alto nivel que ha puesto sus ojos en los presupuestos públicos municipales, departamentales y nacionales. Es responsable del incremento de la pobreza, la indigencia, el desempleo y la violencia. Hace mucho más daño que el ‘terrorismo’ y el narcotráfico, vive en las grandes ciudades del mundo, hace lo que se le da la gana. Cuenta con prestigiosos abogados y destacados defensores de ‘oficio”. Mantiene sus capitales en cuentas secretas de difícil rastreo en los principales bancos del mundo, en las islas Caimán, en los paraísos fiscales de la delincuencia organizada del capitalismo criminal. Todas las mafias funcionan en familia, como los Nule, y cuentan con políticos, como los Olano, Moreno, Gaviria, Uribe; funcionarios, como Rojas Birry y Moralesrussi; y abogados, como los Dávila y Lombana.

No se sabe el monto exacto del desangre del presupuesto público generado por la corrupción. Algunos hacen estimativos de media decena de billones de pesos, suma suficiente para ahogar de bienestar a los damnificados de las inundaciones, que son antes que nada víctimas de la corrupción de las mafias de la contratación en el país. ¿Cuándo comenzarán a destaparse a grito entero los actos de corrupción del refundador de la patria y su gabinete, de sus hijos, su clon y su caballero de la Virgen María? ¿Cuándo se destapará la olla grande de la corrupción, que compromete a las más prestigiosas e insignes instituciones de la patria? ¿Cuándo llegará la decencia al país?

Seguramente, ese día se disminuirá notablemente la pobreza, los canales y diques no se romperán, y el río de la dignidad nacional retomará su cauce.

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