Por: Bepe Damasco – febrero 1 de 2018
Alcanzaría para un libro de centenares de páginas la cantidad de artículos publicados por la blogósfera progresista alertando a los gobiernos de Lula y Dilma sobre el suicidio político que significaba el no enfrentar el debate sobre la regulación de los medios de comunicación con la sociedad. Yo mismo perdí la cuenta de cuantos textos escribí sobre este asunto.
Además, vale la pena registrar como se ignoraron los contenidos y resoluciones de los incontables encuentros, seminarios, debates y congresos promovidos por los luchadores por la democratización de la comunicación esparcidos por Brasil. Para ellos, romper el monopolio mediático es una cuestión central y estratégica para la consolidación de la democracia. De la misma manera, el clamor de la aguerrida militancia digital democrática y progresista en pro de la urgencia de la regulación de los medios de comunicación no encontró eco.
Aunque tarde, es fundamental revisitar este tema para no repetir los errores del pasado cuando la lucha de la gente de Brasil logre rescatar el régimen democrático. Al apagar las luces de su segundo mandato, Lula confió a su entonces ministro de la Secretaría de Comunicación Social, Franklin Martins, la misión de realizar un periplo por las democracias más avanzadas del planeta. Quería conocer personalmente las transformaciones que transitaron las legislaciones de esos países para asegurar pluralismo y desconcentración en el conjunto de medios de comunicación y para que estén al servicio del desarrollo social, cultural, educativo y de afirmación ciudadana.
La gira de Franklin resultó en un anteproyecto de regulación que el gobierno de Lula legó a su sucesora. Fuera de incorporar los ítems del marco legal de los sistemas de comunicación de Europa y Estados Unidos, y de la Ley de Medios aprobada por el gobierno de Cristina Kirchner en Argentina, el texto proponía la reglamentación de los Artículos 220, 221, 222, 223 y 224 de la propia Constitución brasileña. Entre otros avances, prohibía la propiedad cruzada de medios, establecía la obligatoriedad de un porcentaje mínimo de producción regional y dividía el espectro radioeléctrico entre las esferas estatal, pública y privada.
Acosado por el poder de fuego del cartel de los medios de comunicación, listo para clasificar cualquier propuesta que afecte sus privilegios, el ministro Paulo Bernardo, titular de la Secretaría de Comunicación Social de Dilma, guardó el proyecto y se limitó a anunciar que estaría a disposición para su consulta pública en Internet, lo que jamás ocurrió. Ciertamente, por orden de su jefa, que hacía coro a las notas de la Asociación Brasileña de Emisoras de Radio y Televisión (Abert) y de la Asociación Nacional de Periódicos (ANJ) recurriendo a trivialidades como ‘la regulación de los medios de comunicación se hace por el seleccionador de canales’ o ‘prefiero el ruido de la democracia al silencio de la dictadura’.
Nadie con sentido común duda que el Congreso Nacional, de mayoría conservadora y corrupta, encontraría obstáculos casi insalvables para aprobar el cambio del marco legal de las comunicaciones, pues las pocas familias de millonarios que controlan todas las plataformas mediáticas del país ejercen fuerte influencia en este. Con todo, el gran pecado de los gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT), sobre todo el de Dilma, fue el de negarse a liderar ese debate con la sociedad. Un país con la complejidad económica, social, regional, cultural y política de Brasil no puede seguir rehén de una concentración mediática vergonzosa.
Las ondas electromagnéticas son un bien público y pertenecen, por tanto, al pueblo brasileño. El problema es que poca es la gente que sabe que la radiodifusión es una concesión del Estado y no propiedad de los Marinho, de los Sayad, del obispo Macedo o de Silvio Santos. Y un gobierno con legitimidad democrática no puede rehuir su responsabilidad de aclarar esta cuestión estratégica para la consolidación de la democracia a la población, bajo pena de contribuir por omisión a la perpetuación del panorama actual, marcado por violaciones a la Constitución.
Ningún gobierno a lo largo de la historia hizo tanto en beneficio del pueblo como los de Lula y Dilma. Brasil dejó de aparecer en el mapa del hambre, sacó de la pobreza y miseria a 40 millones de seres humanos, creó universidades y escuelas técnicas por doquier, llevó a los pobres a la universidad y los aeropuertos, iluminó los hogares de todo el país, batió el récord de construcción de viviendas populares, proporcionó atención médica a los habitantes del Brasil profundo, creó 22 millones de empleos, aumentó como nunca los salarios y pasó a tener voz activa en el escenario internacional. Sin embargo, falló gravemente en la comunicación.
Más allá de negarse a luchar por la democratización de los medios de comunicación, alegando informalmente razones de orden táctico, los gobiernos del PT se equivocaron gravemente también en las políticas de comunicación que no dependían de la aprobación del Congreso sino de decisiones de carácter político al alcance del Poder Ejecutivo. ¿Cuál fue la razón para fortalecer a los enemigos de la democracia, atiborrando con fondos publicitarios a O Globo, Veja, Estadão, Folha, Band, etc ? ¿Por qué el gobierno de Dilma, asediado por el golpismo, no adoptó una política agresiva diaria de comunicación que no dejase ataque sin respuesta? Frente a la posibilidad concreta de que la izquierda vuelva a gobernar el país, vale la pena reflexionar en torno a estas interrogantes.
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Traducción: Sandra Aliaga. Publicado originalmente en el blog del autor.
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