Por: Juan Diego García – julio 9 de 2008
La euforia general por la liberación de Ingrid Betancourt y otros prisioneros de la guerrilla se irá diluyendo en cuanto los medios de comunicación encuentren un nuevo motivo para capturar audiencia. Por su parte, los cientos de escritos laudatorios que hoy inundan los diarios tampoco van a resistir demasiado tiempo las dudas que ya introducen algunas fuentes tan poco sospechosas como la Radio Nacional de Suiza o personas como Narciso Isa Conde y otros, según las cuales no hubo en realidad un rescate heroico fruto de la inteligencia militar colombiana sino un simple pago de varios millones de dólares como ‘compensación’ a los captores o la intervención militar no pactada con suizos y franceses en un operativo en el cual la guerrilla entregaría los prisioneros como gesto de buena voluntad, algo que Bogotá debía impedir a toda costa, en consonancia con la política de oponerse a todo intercambio humanitario. Como ventaja adicional, el gobierno demostraría las bondades del llamado ‘cerco humanitario’ a las guerrillas.
Nadie se pregunta qué hubiera sucedido si la columna guerrillera descubre la trampa y se desencadena un intercambio de disparos con altísimo riesgo para los prisioneros. Y a favor de las versiones que hablan de un juego sucio de Bogotá con la comisión internacional de intermediarios (Suiza y Francia) hablaría la decisión que hoy hace pública el gobierno colombiano y según la cual, de ahora en adelante, sólo negociará directamente con los insurgentes, excluyendo toda intervención extranjera.
Pero, ahogada toda voz crítica y, sobre todo, criminalizada toda disidencia de la versión oficial, Uribe Vélez ha conseguido rentabilizar el acontecimiento para salirse de momento del enredo monumental que supone la condena a una ex parlamentaria, precisamente por vender su voto para que Uribe pudiese reelegirse: una decisión de la Corte Suprema de Justicia que pone en entredicho la misma legalidad del cargo –fruto de un delito– y anularía la reforma constitucional que permitió a Uribe volver a ser candidato. De ser así, el presidente colombiano tendría que comenzar de nuevo el proceso de cambiar el texto constitucional, ahora para ser elegido por tercera vez. Algo visto con poco entusiasmo por una parte de sus aliados políticos –algunos por propias aspiraciones presidenciales–, por el empresariado y algunos medios de comunicación, todo lo cual podría llevar a Washington a considerar la ventaja de asegurar el uribismo pero sin Uribe, es decir, buscar otro candidato y sacar de escena al actual presidente.
Cuando pase la actual euforia volverán los escándalos que vinculan a Uribe con la llamada ‘parapolítica’ –contubernio de sus parlamentarios con el paramilitarismo–, continuará el proceso contra altos funcionarios de su gobierno a cuenta del cambio ilegal de la constitución y tendrá que hacer frente a una crisis económica que ya golpea. Si el modelo económico actual empobreció a casi todos –a excepción de una minoría privilegiada–, la crisis no hará más que agudizar la pobreza generalizada y las muestras de descontento pueden deteriorar la imagen de arcadia feliz que pinta la versión oficial. Es muy posible que ese descontento se manifieste en las calles, a pesar del eficiente trabajo del terror oficial que elimina sindicalistas, criminaliza asociaciones populares, intimida voces críticas y convierte el gasto social en dádiva generosa de la presidencia, mediante el populismo más ordinario –algo que no repugna, por lo visto, a un convencido neoliberal como Uribe Vélez–.
No hay duda. Esa liberación ofrece un respiro enorme al presidente colombiano. Los más optimistas apuestan, inclusive, al olvido de todas las crisis que le acosan y predicen su marcha triunfal hacia un tercer mandato, contando con el perdón y olvido de todos sus pecados por parte de una población desmovilizada, la impotencia de una oposición disminuida y, sobre todo, el apoyo incondicional de estadounidenses y europeos que, aún sabiendo que el personaje no es trigo limpio, lo prefieren a gobiernos que se empeñan en controlar inversiones extranjeras, recuperar recursos naturales, poner coto a los desmanes de las multinacionales, resucitar el nacionalismo, integrarse y buscar en el mundo a socios diferentes que les permitan aliviar su dependencia de Occidente.
Por supuesto, puede ocurrir que un hábil manejo de la situación y, sobre todo, de la debilidad de quienes se le oponen dé a Uribe la posibilidad de prolongar su gobierno cuatro años más. Pero, si así no fuera, parece muy difícil que un gobierno de las actuales fuerzas de oposición introduzca cambios significativos en el modelo económico que tanto gusta al gobierno económico del planeta.
Tampoco parece razonable pensar que Washington vaya a permitir una política exterior esencialmente diferente a la actual, que convierte a Colombia en el ‘Israel de Los Andes’. El Pentágono no está para juegos y, a juzgar por las declaraciones de los candidatos a la presidencia gringa, el Plan Colombia se mantiene.
Tampoco se vislumbra un movimiento popular de dimensiones suficientes. El terror oficial y el trabajo sucio de los paramilitares han dado frutos. Si el modelo económico ha arrojado al extranjero a más de dos millones de colombianos, el terrorismo de Estado y las huestes paramilitares han expulsado de sus tierras a casi cuatro millones de campesinos; el sindicalismo está destruido y los niveles de afiliación están por debajo del 5%; las asociaciones de derechos humanos son acusadas de connivencia con la guerrilla; y los medios de comunicación, casi sin excepción, son adictos al gobierno y acérrimos defensores del sistema. En fin, que tantos años de guerra y exterminio no han pasado en vano y es casi un milagro que sobreviva una oposición legal y que tantas personas no abandonen el país, exponiéndose a diario a ser desaparecidas o asesinadas impunemente. En lo que va corrido de este año, por ejemplo, ya casi 50 dirigentes sindicales han sido asesinados y la violencia de los paramilitares –supuestamente desmovilizados– crece día a día.
Pero no todo es color de rosa para el gobierno. Uribe tiene problemas adicionales. El rescate se anota principalmente a su ministro de defensa, Juan Manuel Santos, un personaje de la gran oligarquía que apenas oculta sus intenciones de concurrir como candidato a las próximas presidenciales. Es de plena confianza de Washington y, por supuesto, de la clase dominante: Santos es uno de sus cachorros, al contrario de Uribe que es un ganadero venido a más y al que se le notan demasiado sus malos modales de finquero. No es la primera vez que Santos roba el protagonismo a Uribe. Tampoco deja de despertar suspicacias –inclusive dentro de las propias filas del gobierno– que los mayores escándalos que ahora acorralan al presidente –la llamada ‘parapolítica’ y el fraude de ley que le permitió cambiar a gusto la constitución nacional– hayan sido adecuadamente ventilados por los medios de comunicación de propiedad de la familia Santos. La izquierda había denunciado siempre el terrorismo de Estado y la presencia del paramilitarismo y el narcotráfico en las instituciones, sin mayor éxito: sólo cuando convino a ciertos intereses, la opinión pública fue informada de manera detallada de los pormenores de esos escándalos que, como el cerco de un ejército en ofensiva, se aproximan peligrosamente a la ciudadela del movimiento político de Uribe Vélez.
Para sus propósitos de reelección al presidente tampoco le favorece la liberación de Ingrid Betancourt. El rescate abre la caja de los
truenos electorales, que si ya estaba revuelta ahora lo está mucho más. A sus declaraciones elogiosas del primer momento, Ingrid ha pasado a criticar el lenguaje agresivo del primer mandatario y a señalar que a diferencia de Uribe, que explica los problemas del país por la existencia de la guerrilla, ella considera que la guerrilla existe precisamente porque el país es un colmado de problemas sin resolver, el mayor de los cuales es utilizar la violencia como instrumento principal de gobierno. De ahí a proclamarse candidata para disputar a Uribe o a algún otro uribista la presidencia de la república hay un paso.
Pero no sólo Uribe tiene problemas. Los tiene, y muchos más, el orden social y económico del país que engendra enormes riquezas a minorías al tiempo que aumenta la pobreza de las mayorías. Colombia es uno de los países más desiguales del mundo, un lugar maravilloso en donde coexisten núcleos de boato y lujo comparables con lo más refinado del Primer Mundo con bolsas inmensas de pobreza y marginación, expresiones de arte refinado con manifestaciones de crueldad y degradación que avergonzarían a cualquiera. El sistema político no consigue modernizarse y arrastra una abstención endémica que casi siempre supera el 50% del censo electoral. La violencia es el fruto natural de estas condiciones y la clase dominante del país, la principal responsable.
En este contexto, resulta razonable pensar que si mañana las guerrillas desaparecieran, fruto de los éxitos militares del gobierno o como resultado de sus propias debilidades, mientras no se resuelvan los problemas que las engendraron, nuevas formas de violencia ocuparían su lugar. Y nadie puede asegurar que esas formas no sean de violencia irracional, carente de toda significación política. Guste o no, el actual movimiento guerrillero tiene un programa social y político, curiosamente muy moderado viniendo de quienes se proclaman comunistas. Si hace cincuenta años el gobierno de entonces hubiese emprendido una reforma agraria burguesa y hubiera hecho oídos sordos al Banco Mundial y, sobre todo, a los asesores del Pentágono, es seguro que hoy no existiría ni guerrilla ni un gobierno como el de Uribe Vélez, y la señora Betancourt sería una tranquila ama de casa o, por qué no, una fogosa parlamentaria con aspiraciones presidenciales.
Afortunadamente eran falsas las alarmantes noticias sobre la salud de la señora Betancourt y su inminente deceso. La nota amarga la pone, sin embargo, el duro contraste de las escenas emotivas de su reencuentro familiar –llevadas hasta a excesos grotescos por los medios de comunicación– con el dolor callado y la soledad de tantos miles de familias colombianas que, en el mejor de los casos, recibirán de sus hijos tan sólo los esqueletos, esos que se extraen a cuentagotas de las fosas comunes del terror oficial y paramilitar. La familia Betancourt está de parabienes. No lo están otras miles de familias colombianas, víctimas de la desaparición, sin duda la forma más cruel e inhumana del secuestro.
Si encuentras un error, selecciónalo y presiona Shift + Enter o Haz clic aquí. para informarnos.