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Por: Juan Diego García –  abril 10 de 2008

Los motivos por los cuales Estados Unidos y sus aliados decidieron invadir Irak eran evidentes mentiras para todo el mundo, menos, eso sí, para la opinión pública estadounidense, manipulada convenientemente por su propio gobierno y los grandes medios de comunicación. Ahora, que se cumplen cinco años de la agresión, aquellas mentiras han dejado secuelas que vale la pena resaltar, comprobando una vez más que no se miente en vano.

No había ni hubo armas de destrucción masiva, pero, como efecto perverso de tal estrategia, quien tenga problemas con los Estados Unidos pensará hoy que resulta muy ventajoso tenerlas. Sólo así los occidentales se avienen a razones y cambian el bombardeo por la mesa del diálogo: que se lo pregunten, si no, a Corea del Norte. Con tales antecedentes no sería extraño, entonces, que las autoridades iraníes decidieran prudentemente cambiar su programa nuclear pacífico por otro de naturaleza militar que mejore su capacidad de negociación; de todas maneras, hagan lo que hagan, siempre se les acusará de querer la bomba atómica. Por otra parte, no harían nada diferente de lo que ya es la práctica habitual de muchos países que se apuntan por diversas razones a la carrera de armamentos nucleares –empezando por las potencias nucleares mismas–. Y, como siempre, aparece alguien dispuesto a poner la nota del ridículo en los asuntos más serios: el gobierno colombiano acusa ahora a las FARC de buscar uranio con fines terroristas, eso sí, aclarando solemnemente y para alivio general que la guerrilla colombiana no está aún en condiciones de fabricar una bomba atómica.

Tampoco existían vínculos entre los terroristas de Bin Laden y el gobierno de Sadam Hussein. No había bases de Al Qaeda en Irak. Todo era una patraña para vincular a Sadam con los ataques del 11 de septiembre y dar más fuerza a las justificaciones de la agresión. Pero ahora sí las hay, y no pocas: ni las fuerzas de ocupación ni los grupos locales contrarios al fundamentalismo ultrarradical han conseguido erradicarlas. Tampoco se ha conseguido tal propósito en Afganistán y otros países como Pakistán, Argelia o Marruecos, precisamente grandes aliados de los Estados Unidos. En Pakistán, por ejemplo, los terroristas se mueven como Pedro por su casa. Nada extraño si se recuerda que los servicios secretos afganos, en estrecho trabajo conjunto con la CIA, fomentaron, armaron y financiaron a todo tipo de fundamentalismos terroristas como instrumento contra los soviéticos en la guerra que se vivió en ese país al final de la década del 80. Crearon el monstruo y hoy se les ha salido de las manos. Por contraste, quienes son mal vistos por Occidente –en una clasificación arbitraria elaborada y cambiada a conveniencia, como ocurrió con Libia– son, precisamente, los mayores enemigos del fundamentalismo terrorista: Siria, Palestina, Hezbolá, y lo fue en su día –y de manera muy decidida– el propio Sadam Hussein. No sin motivos, los críticos de esta guerra ‘contra el terrorismo’ sostienen que, antes que acabarlo, la guerra no ha hecho otra cosa que extenderlo por todo el planeta.

Las mentiras que intentaban justificar esta guerra ilegal y criminal han causado daños muy graves a la credibilidad ciudadana en los gobiernos y en los medios de comunicación. Los presidentes han quedado como solemnes mentirosos. No sólo los tres siniestros de las Azores –Bush, Blair y Aznar–, también el resto de gobernantes de la Unión Europea que encubrieron los vuelos secretos de la CIA y aquellos que, como ya es sabido, al tiempo que se rasgaban las vestiduras ante la flagrante violación de la legalidad internacional por parte de Estados Unidos, colaboraban discretamente con Washington: el muy socialdemócrata Gerhard Schröder, sin ir más lejos. Perder credibilidad es grave porque deteriora la legitimidad no sólo del gobierno mentiroso sino del sistema mismo. La ciudadanía, aunque no sea proclive a teorías conspirativas, termina por dudar de todo y esperar de los gobernantes cualquier cosa. Ya no es sólo que incumplan las promesas electorales: es que pueden enviar a los jóvenes a morir en guerras que, presentadas como ‘de interés nacional’, al final resultan ser tan sólo operativos militares en defensa de algún consorcio petrolero.

Tampoco salen bien parados los medios de comunicación, en especial los estadounidenses, tan dados a reclamar para sí una profesionalidad puesta a todo prueba, una vocación impoluta por la verdad, una independencia de intereses minoritarios y una garantía más –y no pequeña– del régimen de las democracias occidentales –la llamada ‘libertad de prensa’–. Son profesionales, sí, pero de la manipulación y la mentira: su ‘verdad’ no es otra que aquella de los grupos de intereses que los financian y su independencia ninguna, pues en este caso se desnudan como voceros a sueldo de gobiernos mentirosos, detrás de los cuales apenas logran ocultarse los magnates de la guerra –el complejo militar-industrial–, los gángsteres de la reconstrucción, los potentados petroleros y las modernas ‘empresas de la seguridad’, expresión meliflua para denominar al mercenario moderno.

A tal punto llega el deterioro de la credibilidad que hasta las teorías más descabelladas hacen carrera y asumen formas de veracidad que sorprende. Precisamente, en relación a los ataques terroristas del 11 de septiembre circulan versiones muy sólidas que aseguran, si no la autoría directa, al menos una complicidad criminal de las autoridades estadounidenses que, sabiendo lo que ocurriría, nada hicieron para impedirlo, ya que les venía de perlas para justificar la guerra contra Irak: una acción preparada minuciosamente desde años antes –como ha sido públicamente reconocido–. El más reciente personaje destacable que se suma a las voces que denuncian el complot es el mismísimo anterior presidente de Italia, el señor Francesco Cossiga.

En el caso de esta guerra criminal, el engaño de la opinión pública se orquesta desde las instancias gubernamentales y de ello se hacen eco cadenas de radio, televisión y diarios, los mismos que se suponen un elemento crítico y de defensa de la verdad. Pero, después de todo lo acontecido en esta guerra, ¿quién volverá a creer en el compromiso con la verdad del New York Times o del Washington Post? ¿Quién apostaría un centavo por la credibilidad en la CNN o la FOX?

Europa aparentemente estaría salvada de este incendio. Sin embargo, cadenas como la BBC terminaron también claudicando, después de encarnar durante años el ideal de un medio de prensa independiente y profesional, garantía del derecho ciudadano a una información veraz. Y, a propósito de la BBC, circula un rumor según el cual esta cadena pública británica comunicó la caída de la tercer torre en Nueva York, ¡veinte minutos antes de que ocurriera! –¿por qué motivo?–. Carnaza, entonces, para los fervientes partidarios de la “teoría de la conspiración”.

A estas alturas, resulta ya reiterativo enumerar los efectos devastadores de esta guerra, cuya principal víctima, además de la verdad y la justicia, es por supuesto el propio pueblo de Irak. Un enorme crimen por el cual sus responsables difícilmente habrán de sentarse en el banquillo de los acusados. Todos y cada uno de ellos merece, sin duda, su propio juicio de Nürenberg, la soga incluida.

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