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El difunto Osama Bin Laden fue el mayor producto mediático de las últimas décadas, casi una caricatura - Foto: Sage Ross

Mayo 5 de 2011

Desde que, el domingo 1 de mayo, el gobierno de los Estados Unidos anunciara que sus tropas habían asesinado a Osama bin Laden, el impacto de la noticia ha sido tal que se ha convertido en el tema más mencionado por las mayores agencias de noticias y medios de comunicación del mundo. Los grandes monopolios de la información, en su mayoría, enaltecen a Obama y destacan su logro ‘heroico’, mientras continúa la invasión militar estadounidense a Irak y Afganistán, a pesar de las promesas de retiro de tropas que lo llevaron a la presidencia de la mayor potencia imperialista del mundo.

Como un héroe de Hollywood, el gobernante aprovecha este éxito militar y se autoproclama como el mayor defensor de los valores de su país y el llamado a “hacer del mundo un lugar más seguro”, según afirmó al anunciar la muerte del líder de Al-Qaeda. Sin embargo, no puede negarse que a través de la historia los EE.UU. han defendido su seguridad sacrificando y sometiendo pueblos con el único fin de adueñarse de los principales focos de riqueza sobre la faz de la Tierra, pues son los intereses económicos de sus clases dominantes los que determinan y determinarán el rumbo de su gobierno y, muy seguramente, la muerte del hombre más buscado sólo servirá para que el modelo de intervencionismo militar sobre el que esa nación ha basado sus relaciones internacionales se perfeccione.

De héroes y villanos

No se puede dejar de considerar que los fantasmas de Bin Laden y Al-Qaeda, surgidos luego de los atentados del 11 de septiembre de 2001, han sido uno de los mayores logros de la propaganda de guerra de EE.UU.: gracias a las alianzas del Pentágono con los principales monopolios de medios del mundo, especialmente el dirigido por el oscuro magnate Rupert Murdoch, el peligroso saudí pasó de ser héroe a villano para Occidente y su figura se clavó en el inconsciente colectivo globalizado como representación misma del mal.

La gloria de Osama nació con la guerra de los muyahidines en Afganistán contra las tropas de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, ocurrida entre 1979 y 1989. Durante este tiempo, EE.UU. apoyó a estas guerrillas islámicas para detener el avance soviético en plena Guerra Fría. Como dato curioso, uno de los íconos del cine taquillero de Hollywood, el imbatible mercenario John Rambo, acompañaba a estos pintorescos patriotas en sus correrías contra los rusos por pedido del gobierno estadounidense, en la tercera cinta de la saga de acción, que recaudó por sí sola U$180 millones y que se estrenó justo diez días después del inicio de la retirada de las tropas ordenada desde Moscú.

El temible villano fue un valioso aliado para Estados Unidos durante los gobiernos de Ronald Reagan y George Bush padre –ambos reconocidos por sus políticas anticomunistas en África, América Latina, Asia y Medio Oriente–, y fueron estos quienes incondicionalmente le proporcionaron armamento y entrenamiento a Osama y a su organización, a través de la CIA.

Finalizada la Guerra Fría, con la caída de la URSS, la historia de estas alianzas terminó. Oriente Medio se caldeaba entre la el final de la primera Intifada en Palestina y el inicio de la primera Guerra del Golfo, con la que Bush padre atacaba al Irak de Saddam Hussein, y se iniciaba una nueva época de conflictos en los que los que la lucha por el petróleo iba a ser protagonista en un región en la que se multiplicaron tanto las luchas antiimperialistas como los radicalismos religiosos.

Todo cambió para Osama y el mundo durante la Guerra del Golfo Pérsico. Bin Laden fue expulsado de Arabia Saudita por oponerse a la presencia de las tropas estadounidenses en su suelo, mientras el rey Fahd, fiel aliado de EE.UU. reconocido por su brutalidad, se sostenía gracias a la represión y se lucraba de las rentas petroleras. Bin Laden salió del país para proclamar la guerra santa desde el exilio. Con el tiempo, la organización armada que fundó al finalizar la guerra contra la URSS ya había botado raíces por numerosos países y encontraría, entre Afganistán y en Pakistán, el refugio adecuado para sus operaciones y los aliados más indicados para su fanatismo religioso.

Los talibanes, o ‘estudiantes’, que hicieron parte de las guerrillas islámicas de Afganistán durante la Guerra Fría y que fueron apoyados por EE.UU. y Arabia Saudita, sometieron a ese país a una interpretación absolutamente retrógrada de la Sharia, la Ley Islámica, que condenaba a su población a un atraso y a una pobreza enorme. De las mismas tensiones étnicas que los EE.UU. se aprovecharon en los años 80 para fortalecer el movimiento armado financiado por la CIA, con más de U$3.000 millones, fueron de las que se beneficiaron los talibanes para subir al poder en 1996 e imponer su régimen patriarcal, represivo y de fanatismo religioso, y de las que hoy se alimentan los grupos de ultraderecha que integran a Al-Qaeda.

La muerte del mito

Ya son diez años de la invasión a Afaganistán y ocho años de la de Irak, ambas con resultados catastróficos para la población civil y de grandes costos humanos para criminal maquina de guerra del Pentágono, ambas enfocadas al control de las gigantescas reservas de gas y petróleo de la región –una cuarta parte del total mundial–, y ambas justificadas por el fantasma de la amenaza terrorista de Bin Laden y Al-Qaeda.

Sin embargo, la muerte de Bin Laden no acerca el fin ni de Al-Qaeda ni del militarismo gringo, del que Obama ha demostrado ser un digno continuador. Hay que considerar que, para Washington, declarar guerras a otras naciones es parte esencial de su economía: los intereses de las petroleras en EE.UU. y la incapacidad para el recambio de sus fuentes energéticas, así como la enorme porción de la economía que ocupa la industria militar –tanto armamentística como de mercenarios–, ofrecen el combustible necesario para que, a través de nuevas alianzas internacionales, se dé continuidad al sistema belicoso que la potencia del norte ha impuesto al mundo y a estas guerras sin fin, que siguen alimentando a la ultraderecha religiosa a la que han enarbolado como máxima enemiga contemporánea.

Sumado a esto, la muerte del hombre más buscado del mundo transformó la deslucida credibilidad del presidente estadounidense en una popularidad altísima que le garantizará, muy probablemente, la reelección en los comicios del 6 de noviembre del próximo año. Dado que Obama necesita consolidar su imagen positiva de hombre fuerte y atraer el apoyo de los grandes monopolios financieros y petroleros, cabe preguntarse cuál será el próximo blanco de Estados Unidos, pues las necesidades de un enemigo externo no sólo alimentan los negocios del país más rico del mundo sino que mantienen a su opinión pública en condiciones favorables para la manipulación mediática y para el reclutamiento sistemático de sus jóvenes en las aventuras militares que esa nación desarrolla por el mundo.

Sin un enemigo que represente, en el imaginario colectivo, a todo el mal existente en el mundo, los EE.UU. no tienen razón de ser: ésta es la esencia de su cultura política y lo que sustenta actualmente su sistema. Falta ver qué nuevos villanos nos trae a la vista el entramado de propaganda que los monopolios de medios de ese país. De su capacidad y creatividad para construir nuevos enemigos dependerá la subsistencia del sistema que los tiene actualmente en la cima del poder global, pues con Osama Bin Laden ha muerto la máxima de sus creaciones.

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