Pasaron dos años de las mayores protestas registradas en la historia reciente de Colombia y quienes sufrieron lesiones físicas y psicológicas por cuenta de la violencia policial siguen exigiendo que se sepa quiénes fueron los responsables y se les sancione, mientras la justicia es para estas personas tan esquiva como su derecho a una atención digna en salud.
Al menos 116 personas fueron víctimas de lesiones oculares por cuenta de la represión con la que el gobierno de Iván Duque intentó silenciar el descontento de la población. La pérdida de sus ojos sigue siendo un doloroso recordatorio de lo que ha significado para los jóvenes enfrentar su indignación y compromiso por lograr una sociedad más justa con la fuerza bruta y el abuso como respuesta estatal.
“¡Mis ojos!”
Cuando estallaron las protestas en la ciudad de Pasto, al suroccidente de Colombia, Clara* era estudiante y, aunque nunca pensó en manifestarse en la calle, las agresiones de la Policía a los jóvenes que protestaban la llevó a salir a acompañarlos:
“Al principio quería como dedicarme a mirar, acá en la casa o así en la web, pero cuando sentí que ya era mucha gente dije: ‘la gente está poniendo de acuerdo, es verdad’ […] Miré una peladita [joven] que estaba en la plaza del Carnaval y un muchacho grabando. ¡Y taz! [le dispararon] a la muchacha con un gas lacrimógeno en la cabeza […] unos 18 a 20 años […] era jovencita […] Yo miré ese video y dije: ‘mierda, ¿qué pasó aquí?’. Entonces, como que ya empecé a salir a las manifestaciones, pero sola”.
Pasaron los días y la pelea en la calle no hacía sino crecer en todo el país. Clara ya no solo era una observadora sino que participaba activamente en el movimiento de los jóvenes y las Primeras Líneas, en sus reuniones en los cierres de vías y manifestaciones, tomando las precauciones que podía ante la violencia de la Policía: “Nosotros ya salíamos protegidos con escudo, casco, y gafas [de protección]. Sabíamos cómo se maneja la Fuerza Pública”.
Lamentablemente, nada la preparó para lo que pasó el 9 de junio de 2021. Según recuerda, ese día no pudo comer en la olla comunitaria que habían organizado otros muchachos como ella porque el Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD) de la Policía la destruyó y arruinó los alimentos, y el cansancio ya se iba apoderando de su cuerpo. Esa noche el ataque de los uniformados fue especialmente brutal contra los manifestantes:
“Me di cuenta de que las gafas estaban empañadas y entonces dije: ‘[hay que] salir corriendo de aquí…’, porque ya se estaban preparando los del ESMAD para seguir disparando. Bajé las gafas un poquito para limpiarlas y cuando yo subí [la cara] el de la Policía ya estaba así [apuntándome]. Fue tan raro porque yo miré cómo se venía la ‘esa’ [granada de gas]. O sea, directo, en milisegundos que uno no alcanza ni a reaccionar ni nada. Uno queda así como en la nada […] Dije: ‘¡mis ojos!’, y ya, hasta ahí”.
Esa noche Clara perdió casi totalmente la vista en su ojo derecho y afronta graves problemas de salud desde entonces.
De acuerdo con la Casa de la Memoria, una coalición de defensores de derechos humanos surgida con ocasión del estallido social en Pasto, esa noche se reportaron 14 personas con lesiones físicas causadas por el exceso de fuerza del ESMAD, varias de ellas por disparos de diversos tipos de armas a la cabeza de los jóvenes.
La cosa no paró allí. Según Clara, la Policía se ensañó contra las personas heridas y los manifestantes tenían graves sospechas de que agentes de civil estaban suplantando al personal médico: “en ese tiempo hasta en las ambulancias estaban llevando por allá los chicos y les estaban dando… ¡qué golpizas!”. Por eso se negó a ser atendida por la Cruz Roja: “se dieron cuenta [los socorristas] de que yo era de Primera Línea, entonces dijeron: ‘uds. no se puede ir en ambulancia, toca en moto’”.
Disparos sistemáticos a la cabeza
Cinco semanas antes, dos jóvenes de Bogotá vivieron la misma tragedia: perdieron uno de sus ojos por el impacto de objetos disparados por la Policía hacia ellos.
El 1 de mayo de 2021 Daniel Jaimes llegó al sector de Marichuela en la localidad de Usme, al sur de la capital colombiana, para participar en la marcha del Día Internacional de los Trabajadores y manifestarse en contra de “el abuso policial, la privatización de la educación, la reforma tributaria, todas las reformas que se estaban lanzando en ese momento. Fue algo que nos hizo sentir afectados como comunidad”, según recuerda.
Esa noche un agente del ESMAD le disparó una granada de gas lacrimógeno al rostro y le generó graves lesiones que, por desgracia, no fueron atendidas oportunamente y lo llevaron a perder su ojo derecho.
Durante semanas tuvo que enfrentar demoras en la atención para su salud y barreras para recibir el tratamiento adecuado. A esto se sumó que el Hospital El Tunal, donde fue remitido inicialmente, no tenía especialistas para este tipo de lesiones y tuvo que ser remitido al hospital de Facatativá. Asegura que “en un mes recibí tres cirugías a nivel facial, también se vio afectado mi ojo derecho, mi nariz, mis pómulos, los pisos orbitales. Tuve una hemorragia en mi ojo izquierdo y una alta probabilidad de quedarme ciego”.
Después de un mes tuvo que continuar con el procedimiento en otro centro de salud, pues “la cirugía que me habían realizado no fue muy buena”.
Ese mismo 1 de mayo, Juan Pablo Fonseca también salió a manifestarse, pero en la localidad de Usaquén al norte de Bogotá. Asegura que participó en las protestas debido que “ya veníamos con varias dificultades desde 2019 y 2020, haciendo presión para que fueran escuchados los jóvenes, se pedía una serie de cambios”.
Como Clara y Daniel, Juan Pablo también fue víctima de trauma ocular por el impacto de una granada de gas lacrimógeno disparada a su rostro. El joven, que en esa época era auxiliar de cocina, asegura que “afortunadamente […] tuve una atención pertinente para la gravedad de lo me había pasado: en 15 días ya había tenido 5 cirugías. Fue importante en su momento porque tenía la posibilidad de perder la vida”.
No obstante, no duda en señalar lo difícil que fue el proceso por la gravedad de las heridas que le causó la Policía en la cabeza:
“Fue muy doloroso porque las fracturas que tuve en la mandíbula, en la parte de los músculos, no me dejaban abrir la boca. Entonces, yo solo me estaba alimentando con líquidos y ya había perdido casi 17 kg, llegué a pesar casi 42 kg. Llevaba un mes hospitalizado […] Para la reconstrucción maxilofacial me abren por la parte coronal de la cabeza, tuvieron que levantar el rostro para empezar a reducir las fracturas, fueron aproximadamente 72 puntos, entonces el dolor era constante, tenía un catéter conectado para poder eliminar la sangre que estaba en el cerebro y que no tuviera coágulos”.
Actualmente, Daniel y Juan Pablo hacen parte del Movimiento en Resistencia contra las Agresiones Oculares (MOCAO), una iniciativa para que las víctimas de lesiones oculares puedan denunciar lo ocurrido y seguir exigiendo justicia.
Meses después la violencia policial siguió, a pesar de los llamados por parte de las Naciones Unidas al gobierno Duque para detener los ataques a los manifestantes y garantizar justicia para las víctimas. El 26 de agosto de 2021, David Racedo fue herido en Bogotá cuando protestaba en la localidad de Usme de Bogotá. Al igual que en los casos mencionados anteriormente, él también perdió uno de sus ojos por un objeto disparado por los uniformados, según recuerda:
“El ESMAD comenzó a lanzar gases indiscriminadamente y soy afectado en mi ojo derecho por una bala de goma […] Empiezo a sangrar y los jóvenes de la Primera Línea empiezan a gritar: ‘un herido’. Me ayuda la misma comunidad”.
David asegura que primero fue trasladado al hospital Meissen y no recibió allí mayor atención médica porque “no había especialistas en el área de oftalmología, entonces, al otro día me remiten al hospital El Tunal. Allí me revisa un oftalmólogo y me dice que es una herida grave pero que no tenían los especialistas”. David finalmente fue atendido en el hospital Simón Bolívar.
Para Carolina, una defensora que participó en el comité de verificación de derechos humanos en la localidad de Usme, “las exigencias eran bastante básicas: oportunidades laborales, un trabajo estable, alimentación”, pero el gobierno Duque se negó completamente a escuchar a los jóvenes. “Ellos [las autoridades] tenían la posibilidad de parar todo lo que ocurrió, hasta la muerte de personas. Hubieran podido parar la pérdida ocular de estos jóvenes. Esto se pudo evitar”, asegura.
Solidaridad
A pesar de todo esto, lo que salvó incontables vidas durante el paro nacional de 2021 fue la solidaridad. Por todo el país, decenas de voluntarios y profesionales de la salud se unieron para proteger a los heridos y brindarles apoyo. Sin embargo, las afectaciones físicas, económicas y mentales dejaron una profunda huella en las víctimas y sus familias, quienes enfrentan dificultades y luchan contra el olvido.
En Pasto los grupos de socorristas voluntarios y defensores de derechos humanos trasladaban a las personas que resultaron heridas a la Casa de la Memoria, donde recibieron refugio y primeros auxilios. Martín*, un voluntario que atendió allí a cientos de heridos, afirma que llegaron a tener “cuatro, cinco, seis, siete, camillas” pero que después no fueron suficientes. Agrega que la mayoría de las lesiones eran heridas abiertas por golpes de objetos, intoxicaciones por inhalar gas lacrimógeno e impactos directos a la cabeza. Según recuerda:
“Hubo un chico […] le dieron estando a 5 metros en el rostro. Creo que cuatro o cinco dientes perdió y estaba inflamadísimo. Le dieron directamente en la cara. A otros otros les dispararon en el pecho: uno casi se nos muere porque no podía respirar”.
Desde la Casa de la Memoria, los heridos que necesitaban atención hospitalaria eran remitidos en ambulancias, pero la mayoría de estas fueron pagadas por las personas que se solidarizaban con la protesta porque, según Martín, las autoridades no ofrecieron ayuda alguna: “acá pasó algo particular y es que desde la alcaldía [de Pasto] nos decían que no había ambulancias. De hecho, hubo gente que pagó ambulancias [privadas] para llevar muchachos porque las ambulancias de la alcaldía nunca [aparecieron]”.
Clara asegura que el apoyo que recibió de los voluntarios médicos fue vital para evitarle complicaciones mayores y hasta para costear su tratamiento:
“Cuando [el doctor] me miró, [dijo]: ‘esto es de urgencias […] ¿Ya usted tiene la plata?’ […] Imagínense una cirugía de esas, porque fueron como cuatro a la vez en una, y yo creo que por ahí ya esa cosa va estando en sus seis o siete millones [de pesos]. A mí me tocó pagar como $400.000 no más y eso me lo ayudaron […] mucha gente me ayudó”.
Gracias a este apoyo y a la oportuna intervención quirúrgica que le realizaron, en la que se reemplazó parte de su humor vítreo por un sintético, Clara se salvó de la pérdida de su ojo derecho pero no puede ver por este y necesita de la atención de un médico especialista que no hay en Pasto: “imagínense la fila que tienen, entonces, la gente trata de irse como a Bogotá”, asegura.
Sin embargo, la solidaridad que permitía atender a los jóvenes heridos en la Casa de la Memoria también suscitó el acoso de la Policía, según recuerda Martín:
“Venían como en una actitud también amenazante, como que ‘bueno, ¿acá qué está pasando?’, y había rondas constantes de la Policía. Como siempre estaban pasando […] en un momento ya les dijimos: ‘sí, acá tenemos heridos. ¿Cuál es el problema? Si nosotros los dejamos afuera tirados es omisión de socorro y eso es un delito”.
Aun así, allí no terminaban las agresiones a las personas heridas. Una vez entraban al sistema hospitalario tenían que soportar el acoso de los policías que iban allí a buscarlos entre los pacientes.
Alba*, médica en un hospital de Pasto, asegura que en muchos casos la gente llegaba al hospital con traumas craneoencefálicos por golpizas en la cabeza y que hubo ocasiones en los que los agentes llegaban hasta allí para preguntar a los vigilantes por personas heridas en cabeza, brazos y piernas, a lo que varias personas del centro de salud se opusieron por el riesgo que esto suponía para los pacientes. Esto llevó a la creación de una red solidaria entre el personal de salud, según relata Alba:
“Empezamos a hablar con respecto a lo del paro, con respecto a las personas que hacen parte de este paro, sí, porque realmente nosotros no teníamos la visión de que los chicos y las chicas de las líneas eran, como la gente los llamaba, vándalos y gamines”.
Una violenta desatención
Para las víctimas y sus familiares, las lesiones oculares significaron cambios muy duros. Esto, de un lado, porque este tipo de heridas son inocultables, lo que implica sufrir un estigma social que siempre refiere al momento de la agresión; y, de otro, por las barreras para la atención que mantiene el sistema de salud colombiano y la situación de abandono en la que se encuentra la mayoría de hospitales del país.
Al respecto, Alba asegura que para los jóvenes que atendió esos cambios eran notorios:
“Ellos decían: ’es que [ahora] me siento como un viejito, que tengo que estarme echando las gotas cada hora, que tengo que estar tomando el medicamento’; y la adaptación de la familia también a ellos, a esas nuevas rutinas de empezar a pelear con la EPS, endeudarse para [comprar] los medicamentos”.
Por su parte, Daniel Jaimes manifestó que a pesar de estar afiliado al sistema de aseguramiento en salud como beneficiario, los costos de tratamiento han sido muy altos y que los medicamentos no le han sido suministrados a tiempo. Según relata, esto llevó a la familia a vender parte de sus pertenencias para poder pagar estos costos:
“Les tocó hacer rifas, vender cosas para que yo pudiera tener mi asistencia médica. Me sentía una carga para mi familia, me sentía mal, tuve muchas recaídas emocionales, depresiones. [Por esto] puedo decir que de víctima me fui convirtiendo en activista social”.
Carolina denuncia que hubo falta de atención en el sistema de salud porque las personas heridas al momento de ingresar a los centros médicos se encontraban con una misma respuesta: “si eran integrantes de la Primera Línea o [estaban allí] por protestas no les podían atender. Nos pasó en el CAMI de Santa Librada, no les atendieron”. Agrega que muchos obtuvieron atención pero haciendo pasar las lesiones por accidentes de tránsito: “para que recibieran una atención inmediata muchos compañeros ingresaron como una situación del SOAT [Seguro Obligatorio de Accidentes de Tránsito]”.
Después de salir del hospital las víctimas no recibieron un acompañamiento profesional adecuado ni un seguimiento adecuado por parte del sistema de salud, viéndose obligadas a esperar hasta que las EPS tuvieran un espacio para consulta con un especialista. Así, a la situación de violencia policial que causó sus lesiones se sumó a una revictimización de parte del Estado por negligencia en la atención en salud que estas personas siguen cargando sobre sí.
Al respecto, Paulina Farfán, coordinadora del área de Democracia y Protesta del Comité de Solidaridad con los Presos Políticos, organización defensora de derechos humanos que hace acompañamiento jurídico a varios casos de lesión ocular, afirma que:
“Los jóvenes tienen dificultades para acceder a su atención médica, no les entregan medicamentos, tienen retrasos con las cirugías. Este tipo de cosas suceden un montón en los casos de lesiones oculares porque manifiestan [las EPS] que son cirugías muy costosas”.
El ESMAD y sus excesos
La violencia policial fue tal que la Comisión Intermericana de Derechos Humanos (CIDH) visitó Colombia entre el 8 y el 10 de junio de 2021, y luego de analizar miles de audios, videos, fotografías y testimonios individuales y colectivos pudo “constatar” que la respuesta del Estado a la protesta social se caracterizó por el uso excesivo y desproporcionado de la fuerza, que en muchos casos fue letal.
Según datos del Ministerio de Defensa del gobierno Duque, durante los tres meses que duró el estallido social de 2021 el ESMAD fue desplegado 1.653 veces y 24 civiles habían resultado asesinados y otros 1.147 lesionados en el marco de las protestas. Sin embargo, dicha cartera no informó nada sobre quiénes eran los responsables ni sobre los tipos de lesión, pero sí que la Policía procedió rápidamente a judicializar al menos a 224 personas, 80 de las cuales recibieron medidas de aseguramiento. Hoy decenas de jóvenes siguen privados de su libertad o vinculados a procesos penales interminables por haber participado en estas protestas.
No obstante, el balance que presentan las organizaciones defensoras de derechos humanos es muy diferente. El Instituto de Estudios para el Desarrollo y Paz (Indepaz) informó que, entre abril y julio de 2021, 83 personas fueron asesinadas, siendo la Fuerza Pública la presunta responsable de 44 homicidios.
Mientras Indepaz presenta 93 heridos oculares, el informe “Represión en la mira”, elaborado por el Comité de Solidaridad con los Presos Políticos, la Campaña Defender la Libertad: Asunto de Todas, MOCAO y el Centro de Atención Psicosocial, informa un número mayor:
“De los 116 casos, 12 fueron cometidos contra mujeres, 70 fueron hacia hombres y en 34 no se logró establecer la identidad de género […] La no identificación de las víctimas en muchos de los casos se debió a la prevención y el temor de que pudieran ser judicializados”.
Solo en Pasto la Casa de la Memoria reporta que entre el 28 de abril y el 9 de junio de 2021, la Policía es responsable de 476 detenciones arbitrarias, 233 lesiones físicas, 17 amenazas, 2 casos de tortura, 1 agresión sexual y 2 atentados. De las personas lesionadas 191 fueron hombres y 41 mujeres, y 61 sufrieron lesiones en la cabeza, representando 26% de quienes resultaron heridos.
Tanto las cifras como los testimonios de Clara, Daniel, Juan Pablo y David, ocurridos en lugares y fechas diferentes, demuestran que durante el estallido social de 2021 existió un patrón en la actuación de la Fuerza Pública para apuntar a la cabeza armas de fuego, como lanzagases y escopetas, y disparar con ellos gases lacrimógenos y municiones de impacto, como balas de goma y otros proyectiles, que produjeron lesiones en ojos, cara, cráneo y mandíbula de los jóvenes que protestaban.
Dos años adaptándose
Los daños causados por este tipo de criminalidad estatal han dejado daños profundos en las víctimas, tanto por las lesiones en su cuerpo como por los impactos psicosociales que han tenido que afrontar durante y después de sus tratamientos médicos. En el caso de quienes han sufrido lesiones oculares, reconstruir su proyecto de vida y retomar sus actividades cotidianas ha tenido una dura carga de aprendizaje de algunas habilidades básicas. Al respecto, Juan Pablo Fonseca, señaló que este proceso no ha sido fácil y explica cómo lo ha sobrellevado:
“Con esta violencia sí se pierden los sueños, se modifica la vivencia de uno. No es fácil vivirlo ni asimilarlo. Vivir con esto también es un aprendizaje constante: cómo movernos, cómo recuperar nuestra motricidad, cómo trabajar con esos 90° de ángulo y no con 180° [de campo visual]. Puede ser complejo no ver por el lado derecho, saber que no hay nada ahí. Es algo que se aprende con el tiempo y se seguirá aprendiendo. La idea también es fortalecer esa introspección hacia uno mismo”.
Para otras personas como Daniel Jaimes, fue su voluntad de continuar como artista y su sueño de ser tatuador lo que le ayudó en su proceso:
“Los sueños que yo tenía en ese momento se vieron opacados, pero con mi fuerza de voluntad, la ayuda de psicólogos y [después] de conocer varias víctimas de lesiones oculares, sigo con mi proceso de tatuar. Eso me ayudó muchísimo”.
Asimismo, David Racedo asegura que se ha adaptado para atender público, debido a que trabaja en el comercio, y que ha tratado de afrontarlo de manera positiva junto a su mamá e hija, a pesar de lo difícil que es:
“Al principio me sentía un poco deprimido: que la gente me viera con ese nuevo aspecto que tenía, con una herida tan grave y en el rostro […] Yo sabía y era consciente de que eso dependía de mi actitud”
Por su parte, Clara había ahorrado junto a varios amigos y logrado comprar una máquina de impresión 3D para su negocio antes del Paro Nacional, pero luego de la agresión de la Policía le es difícil trabajar y tiene deudas. La pérdida casi total de la visión por el ojo derecho hace que el izquierdo tenga que hacer un esfuerzo al que no está acostumbrado, por lo que ha tenido que adaptarse a unos dolores de cabeza que califica de “inmundos” cuando no usa un parche para cubrir el órgano lesionado.
Además, esta situación es todavía más difícil cuando trata de calibrar los espejos de la impresora 3D o de pasar periodos largos frente a la pantalla del computador o tatuando, por lo cual trabajar es todo un reto. Clara asegura que “para los tatuajes, para la pintura y el aerógrafo se me ha hecho recomplicadísimo. Igual con el computador, tampoco puedo usarlo mucho tiempo. Entonces, me ha tocado más aprender, por así decirlo”.
Pero no todos han podido adaptarse. De acuerdo con los integrantes de MOCAO, el llevar una lesión ocular toda la vida tiene unas implicaciones y más sin una atención integral. A esto se suma la carga social y el estigma por parte del Estado. En este sentido, Juan Pablo Fonseca expresa lo revictimizante que es todo el proceso:
“Después de que uno pierde su ojo empieza a encontrar unas consecuencias más altas. La falta de atención psicosocial […] Nos tenemos que someter a la estigmatización por todas las instituciones del Estado: salud, laborales, Justicia. Evidenciamos una tortura sistemática”.
En la misma línea, Paulina Farfán explica que estos traumas oculares generan otros impactos graves sobre la salud, el bienestar psicosocial y la vida de las víctimas. Esto, según explica, van más allá del simple abuso policial:
“Tenemos algunos elementos para considerar que es una tortura: se presenta un daño tanto físico como psicológico, hay unos patrones que evidencian intencionalidad [porque] gran parte de las lesiones oculares fueron ocasionadas con gases lacrimógenos [a los cuales] se da un uso antirreglamentario, y un fin [porque] existe un amedrentamiento, existe un castigo contra quienes ejercen su derecho a la protesta social”.
Por su parte, Carolina afirma que muchos de quienes salieron a la calle en 2021 para protestar por sus derechos y resultaron lesionados hoy lidian con cicatrices profundas también en sus emociones, mientras demandan que se atienda su salud mental para evitar más tragedias:
“Al no solucionarse las condiciones [de subsistencia de estas personas] y hoy seguir buscando la manera de resolver la vida, eso ha generado en los jóvenes unos problemas de salud mental muy fuertes, al punto de perder completamente el sentido de la vida. Aquí en Usme una compañera de 17 años decidió irse [suicidarse]. Es muy difícil y muy duro vivir en estas condiciones como están”.
La doctora Alba ve este mismo problema de salud mental y considera que:
“Hay algunos de ellos que realmente uno no mira que vivan realmente: mueren a diario, mueren en sus ilusiones, mueren en todos su ser […] O sea, viven en la muerte […] A a esto se le suma el olvido desde nosotros como sociedad: fueron los chicos que en su momento enfrentaron situaciones duras, ¡sí que fueron!, y les llamábamos héroes y ahora están totalmente olvidados”.
Rehaciendo la vida en medio de la impunidad
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en su primer informe de seguimiento publicado en 2023, señaló la poca atención que el Estado colombiano ha prestado a las recomendaciones de dos años atrás y le hizo un llamado para que investigue y sancione a los responsables de los asesinatos, desapariciones, torturas, agresiones sexuales y detenciones arbitrarias sufridas por civiles en el marco del estallido social de 2021. En especial, el organismo llamó la atención sobre la impunidad en los casos de centenares de heridos y en particular de las personas con trauma ocular por cuenta del uso indebido de armas de baja letalidad por parte del ESMAD y los excesos de la Fuerza Pública durante las jornadas de protesta.
Han pasado dos años y en muchos de los casos las investigaciones son nulas y pocos los avances. Algunos casos han pasado a la Justicia Penal Militar y en las imputaciones de delitos, cuando se llega hasta allí, se toman estas actuaciones como lesiones personales. Para MOCAO, las víctimas se enfrentan a la poca voluntad de los operadores de Justicia para investigar con imparcialidad los casos y sancionar a los responsables. Sobre esto, Paulina Farfán afirma que:
“Tenemos tres casos de lesión ocular en los que se ha condenado al Estado o se le ha otorgado esa responsabilidad al ESMAD. Resultan estos tres casos históricos, pero son de bastante tiempo atrás, entonces, podemos ver los altísimos niveles de impunidad”.
No obstante, lo más preocupante para la defensora de derechos humanos es que en estos únicos tres casos no hay una responsabilidad penal. “No hay una individualización de esa responsabilidad, no hay una responsabilidad institucional”, asegura Paulina.
Hoy, las investigaciones por presuntas faltas disciplinarias no avanzan, aunque en 2021 la Inspección General de la Policía informara de 218 investigaciones disciplinarias abiertas: “103 por abuso de autoridad, 16 por homicidio, 25 por lesiones personales, 41 por agresiones físicas, 3 por acoso sexual”. Alrededor de este tema, la Procuraduría General de la Nación, en respuesta a un derecho de petición de este medio, reporta que de 917 procesos disciplinarios contra la Policía, 184 “corresponden a actuaciones que fueron clasificadas como adelantadas por miembros del ESMAD”, y aclara que en etapa de instrucción hay 165 casos, de los cuales 117 han sido archivados; apenas 12 han llegado a etapa de juzgamiento y 6 han sido trasladados a otras instituciones por problemas de competencia. Ninguno de ellos ha terminado en sanciones disciplinarias luego de dos años.
Respecto a esta dura realidad, la doctora Alba asegura que si bien ha sido duro para las personas lesionadas lidiar con la impunidad, “algunos de ellos han logrado organizarse, han logrado generar unas redes de apoyo con sus mismos pares”. Tiene razón: Juan Pablo Fonseca explica que al unirse con otras víctimas como él y organizarse ha logrado el soporte que ni el Estado ni la sociedad le ofrecen:
“Sentimos que hacemos una campaña hacia la empatía [para] no sentirnos revictimizados, acompañarnos en este proceso tan eterno que esta violencia ha dejado […] Hemos aprendido un montón, es imaginable. Todos los compañeros tienen cantidad de conocimientos, sus expectativas de vida son muy enriquecedoras, cada uno de ellos y ellas es una persona muy especial y con unas historias de vida muy profundas”.
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