Por: Germán Muñoz González
Este es el estallido social de una mayoría de la población, en particular de los jóvenes, que no acepta más la violación de su legítimo derecho a la vida digna.
Desde que nací, el mismo año del Bogotazo, he vivido prácticamente siempre bajo estado de sitio o de excepción o de conmoción interior, lo cual se podría traducir como Violencia, con mayúscula, pero con ropaje de legalidad.
La Violencia ha sido una especie de fatalidad histórica de la que pareciera no haber escapatoria para los colombianos. Ha sido un nudo ciego, una maraña de hilos donde caben fenómenos como la corrupción, la guerrilla, el narcotráfico, el paramilitarismo, la oposición política o la protesta social. Todos ellos están atados a una misma trama, sin raíces explicativas. Hoy necesitamos comprender el origen histórico de esa Violencia, es decir, la desigualdad social, y contraponerla a la figura del ‘enemigo interno’, que se ha convertido en la retórica predilecta para combatirla y que periódicamente cambia de nombre (castrochavismo ha sido la fórmula más usada en lo que va corrido del siglo XXI).
Puedo dar fe de que en 70 años de vida no había visto lo que he presenciado en las dos semanas que han trasncurrido del 28 de abril a la fecha. Protestas y manifestaciones recuerdo muchas: la más notable, tal vez, el paro nacional de septiembre de 1977, en el cual se contaron centenares de heridos, cerca de 30 personas muertas, la mayoría jóvenes menores de 25; sin hablar del movimiento estudiantil que surge en 1971 y, por supuesto, de la Violencia en los territorios nacionales en esa guerra civil no declarada que se desencadó en 1948 con el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán, momento fundante del fenómeno de las guerrillas. Han sido setenta largos años de guerra que no terminan con la firma del acuerdo de paz en 2016. Recordemos que el respaldo multitudinario de los jóvenes fue definitivo para exigir la refrendación de lo pactado.
Tampoco olvido el movimiento estudiantil liderado por la Mesa Amplia Nacional Estudiantil (MANE), que logró en 2011 desafiar a un gobierno entero y parar una reforma planteada por el presidente Juan Manuel Santos a la Ley 30 de educación superior en Colombia. Mucho menos el paro agrario de 2013 o el paro histórico del 21 de noviembre de 2020, en el que la gente protestaba en contra de las reformas de pensiones, laboral y educativa, y a favor del acuerdo de paz firmado entre el Estado y las FARC.
Más cercanas aún son las marchas del 9 al 21 de septiembre de 2020 para protestar en contra del extremo abuso policial, del mal manejo del Gobierno ante la crisis económica y social provocada por la pandemia, y para sentar una voz que dijera ‘basta ya’ a las masacres en el país, las cuales no tuvieron tregua a pesar de las medidas de confinamiento. En especial, hay que subrayar la Minga del Suroccidente Colombiano, liderada por las organizaciones indígenas en octubre de 2020, que emocionó por sus consignas y valentía, logrando movilizar a una gran parte de la sociedad en torno a sus exigencias tras su recorrido pacífico por el país, logrando la opinión favorable de millones de personas que los recibieron calurosamente en cada ciudad durante su viaje hasta la capital.
Sin embargo, la semana pasada y el fin de semana con gravedad inmensa he sido testigo, como lo fuimos todos los colombianos y, a través de las redes informáticas, el mundo entero –pero especialmente, en vivo y en directo, los habitantes de Cali y de Bogotá– de un escenario desconocido, de un escalamiento de la Violencia sin precedentes, de una ‘guerra’ desatada contra la población civil levantada en una justa protesta y que, valiéndose de armamento sofisticado de última generación, ha puesto en juego el terror como política de Estado. Nunca imaginé que a nuestras calles llegarían dispositivos desarrollados para el cuerpo de marines de los Estados Unidos con municiones aturdidoras, gases irritantes y perdigones de alto impacto, armas letales creadas para guerras entre ejércitos. Mucho menos pensé posible que llegáramos a este saldo inmenso y creciente de muertos, heridos, torturados, desaparecidos y abusados.
Baltazar Garzón está hablando del enfrentamiento asimétrico de “piedras contra fusiles”. Ha sido peor: fuego indiscriminado contra los manifestantes, a plena luz del día y bajo la complaciente y desvergonzada mirada de la Fuerza Pública.
El paro nacional ha llegado a lugares recónditos del país, donde nunca antes llegaba, y se ha mantenido sin dar tregua desde el 28 de abril. Ha desnudado las grietas del famoso modelo económico neoliberal, estable y ortodoxo, y ha mostrado palpablemente que en esta democracia formal, supuestamente estable, la clase política es incapaz de llegar a soluciones y su único recurso es la fuerza brutal de las armas. Nunca antes se había hecho tan evidente la desconfianza y falta de credibilidad de la población sobre la clase política, las fuerzas armadas y los medios masivos de seudoinformación. “Lo que estamos viendo es un descontento generalizado y quizá irremediable, es casi una situación prerevolucionaria”, dice Carlos Caballero Argáez.
Los noticieron de las empresas mediáticas repiten hasta la saciedad que se trata de ‘vándalos’ y ‘terroristas’. Ninguna de las dos palabras nombra lo que está sucediendo, pero ambas hablan de miedos y amenazas latentes para una parte de la población. El estallido social recoge la rabia, la indignación, el repudio de una mayoría de la población que no acepta más la violación de su legítimo derecho a la vida digna, en particular de los jóvenes comunes y corrientes, no pertenecientes a organizaciones ni partidos, que han ocupado la primera línea de las marchas callejeras, que se han movilizado y han visto a sus amigos caer masacrados.
El juvenicidio, sacrificio consensuado de aquellos que ‘no merecen vivir’
Hago parte de un colectivo de investigadores de varios países de América Latina y Europa que se ocupa del juvenicidio. La palabra es un neologismo que tiene seis años de existencia, derivado de la palabra feminicidio, con la cual guarda estrecha relación. Nos convoca una pregunta sencilla: ¿de qué mueren los jóvenes en América Latina? En Colombia, la primera respuesta es que los matan y se matan (se suicidan).
En estos días, se ha hecho evidente que Colombia es un país donde el juvenicidio hace parte de la rutina cotidiana. Hay nombres que entraron en nuestra historia y en nuestra galería de los afectos: Dilan Cruz, asesinado el 25 de noviembre de 2019 en Bogotá; Nicolás Guerrero, el 2 de mayo de 2021 en Cali; Kevin Agudelo, en Cali el 3 de mayo de 2021; Lucas Villa, el 5 de mayo de 2021 en Pereira. Tantos otros de una lista donde también están los 6.402 del panteón llamado ‘falsos positivos’.
En todos los países de América Latina existe una larga lista de asesinatos sistemáticos de jóvenes no casual, no accidental ni de página roja: se trata de asesinatos planificados. En algunos países, como México, Brasil y Colombia, las cifras son escandalosas (recordemos la masacre de la semana pasada en una favela de Río de Janeiro y la de Ayotzinapa el 26 de septiembre de 2014). Más de una vez han coincidido con dictaduras que han hecho de los asesinatos el pan de cada día. Otra cosa es que no se habla de ellos, han permanecido invisibles o han sido aceptados socialmente, producen indiferencia, son parte del paisaje.
Hablar de juvenicidio supone asesinatos, casi siempre atroces y brutales, que son llamados ‘ejecuciones extrajudiciales’ y se encuentra acompañados de desapariciones forzadas y múltiples formas de tortura. También es juvenicidio cualquier otra forma de atentado contra la vida de los y las jóvenes: la precariedad laboral, la exclusión de la vida pública, el silenciamiento y la satanización en los medios masivos de comunicación, las limitaciones a sus derechos, la prohibición de su movilidad dentro de territorios acotados, el cercenamiento de las libertades, la abierta represión. Juvenicidio es amputarles la posibilidad de vivir una vida digna y con sentido, negarles una imagen con contenido de verdad, representarles como predelincuentes o como causantes de peligro para la sociedad entera. Esto, porque no solo se mata a los jóvenes con balas, también se los mata borrándolos de la vida social, económica y política, eliminando su rostro, su buen nombre, convirtiéndolos en peligro social y creando el estigma en la opinión pública.
Dos conceptos son capaces de dar cuenta de esta dolorosa realidad en el actual contexto. El primero el de necropolítica, según los planteado por Achille Mbembe, que se genera a partir de dos preguntas fundamentales: ¿quiénes merecen vivir? ¿quiénes deben morir? Sin duda, en Colombia los jóvenes se encuentran en la lista de quienes deben morir. Son prescindibles. Algunos más que otros: los pobres, los negros, los pueblos originarios, los que ya no tienen miedo de enfrentar el poder porque lo han perdido todo. En consecuencia, necropolitica es gobernar a los seres humanos en relación con la muerte. Ya no es el gobierno de la vida solamente, es el gobierno de la muerte de los seres humanos.
El doloroso presente de muchos jóvenes ocurre en el horizonte del necropoder, donde aquellos que han sido llamados ‘el futuro de la patria’, protagonistas del momento más feliz de la vida, son permanentemente vulnerados y precarizados. El poder absoluto permite dictaminar quién vive y quién muere, utilizar el horror y el miedo como modelo de gobierno.
En segundo lugar, me parece fundamental para entender el juvenicidio la noción de Estado penal construida por Loïc Wacquant. Para entender la necropolítica hay que comprender la teoría del Estado después del 11 de septiembre de 2001, en la sociedad de la lucha contra el terrorismo. Se trata de un Estado que reprime hasta la muerte a todos aquellos que considera como potencialmente terroristas, que reprime desórdenes generados por el desempleo masivo porque este genera desórdenes. Igualmente, reprime a quienes no tienen futuro ni lo van a tener, a los que no tienen oportunidades, a los que viven en la incertidumbre porque generan riesgos para los demás. Castiga con puño de hierro y cárceles de miseria a los pobres, a los parias. Decreta pena de muerte a los negros, a los indígenas, a las mujeres, a los jóvenes.
Recordemos, en el caso colombiano, la atrocidad llamada ‘falsos positivos’ que alude a bajas en combates que no existieron, un eufemismo canalla. Fueron asesinatos intencionales, planificados y sistemáticos de civiles colombianos, población inerme (algunos con discapacidad), presentados por el Ejército como muertes en combate con el objeto de mostrar resultados exitosos y obtener recompensas económicas. Los cogieron en las calles de los barrios populares, engañándoles con ofertas de trabajo porque eran desempleados. Terminó siendo una política de exterminio de jóvenes pobres, sin trabajo. Juvenicidio es, en este caso, crueldad extrema cometida por un Estado penal. Son crímenes de Estado contra un supuesto enemigo.
Zaffaroni anota que el enemigo es la población civil, el enemigo son los jóvenes, el enemigo son los pobres, el enemigo son los negros de las favelas porque tienen el perfil de aquellos que son sacrificables y no pasa nada. En Colombia son jóvenes pobres que viven en zonas marginales: Siloé y Aguablanca en Cali, Ciudad Bolívar y las periferias de Bogotá, las comunas pobres en Medellín.
Aunque este acontecimiento tiene una larga historia, no es visible ni perceptible y no hay acción política en contra de esta realidad macabra que se ha enquistado en la vida social y política de América Latina, que se ha naturalizado en medio de la guerra y que ha existido en medio de la impunidad. Queda claro que el juvenicidio es sistemático, aceptado socialmente y que los jóvenes no les duelen a nuestras sociedades porque son vistos como un peligro social.
Las identidades de estos jóvenes están desacreditadas, se construyen a través de prejuicios, estereotipos, estigmas y racismo que producen criminalización, vulnerabilidad, indefensión, subalternidades radicales (como las llama Gramsci) o identidades canallas, vidas vulnerables y vidas que pueden ser suprimidas.
Las vidas precarias de los jóvenes colombianos no merecen ser protegidas. Se disparan indiscriminadamente granadas desde tanquetas contra quienes portan rostro juvenil, mientras helicópteros Blackhawk artillados los vigilan desde el aire.
La frase de Lucas Villa, premonitoria el día antes de ser acribillado en Pereira, es lapidaria: “ahorita en Colombia solo el hecho de ser joven y estar en la calle es arriesgar la vida”. ‘Los Nadie’ son los jóvenes del país más desigual de América Latina, siendo este el continente más desigual del mundo. La guerra es contra ellos, su resistencia es desde la ‘nada’.
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Cuanto dolor, América Latina sangra, el terrorismo de estado presente, llevando por delante un pueblo colombiano que no está decidido a entregarse. Que los movimientos populares del resto latinoamericano apoyemos estas luchas. Los colombianos no deben estar solos.