Por: Juan Diego García – febrero 22 de 2018
Los acontecimientos recientes parecerían indicar un avance imparable de la derecha en Latinoamérica y el ocaso de la ola de gobiernos reformistas. ¿Cuáles podrían ser los motivos que explican este fenómeno? Al menos tres factores parecen estar en el meollo de la cuestión.
En primer lugar, y como el motivo central del retroceso de los gobiernos progresistas, estaría el mantenimiento del modelo clásico de inserción de estos países en la economía mundial: el extractivismo, es decir, su papel como simples suministradores de materias primas sin procesar, mercancías con escaso valor agregado y mano de obra barata a los mercados centrales del sistema, además del inmenso flujo de riqueza que los países periféricos entregan anualmente al sistema financiero mundial.
Cuando la expansión económica da al Estado recursos más o menos generosos -las ‘vacas gordas’-, los gobiernos progresistas buscan saldar la enorme deuda con los sectores más pobres de la población -programas de salud, vivienda, educación, alimentos subvencionados, etc.- y solo en medida muy modesta invierten esos recursos en el impulso de un modelo de economía esencialmente distinto del extrativismo, uno que tenga como base la industrialización, otorgue la prioridad al mercado interno y coloque como norte de su política la defensa de los recursos nacionales.
Cuando surge la crisis y faltan las divisas se debilita la acción social de estos gobiernos. Llega, entonces, la época de las ‘vacas flacas’ y es cuando la derecha acomete saboteando un tejido económico endeble que no resiste embates mayores. Todos los mecanismos a disposición de la burguesía criolla se ponen a funcionar casi siempre con resultados favorables al gran capital. El progresismo descubre, entonces, que tener el gobierno no es lo mismo que conseguir el poder y que solo un desarrollo económico autónomo ofrece márgenes suficientes para impulsar las reformas y ejercer la soberanía nacional. Acaso una distribución diferente de los recursos que dejan las ‘vacas gordas’, equilibrando inversión productiva y gasto social, sería una solución, si es que no se opta por una apuesta de desarrollo forzado con todos los sacrificios que ello supone, pero cuyos resultados son innegables. Así al menos se produjo la industrialización y modernización de Occidente, Japón y de las dos grandes naciones socialistas del siglo pasado. Si no existe, pues, una economía que ofrezca mínimas garantías ante el ataque interno y externo de la derecha solo queda el recurso del apoyo popular, pero a condición de movilizarlo para generar otra economía, de superar el extractivismo y construir un país diferente. Eso, al menos, es lo que proponen los gobiernos de Venezuela y Bolivia.
En segundo lugar, se destacaría la necesidad de definir la naturaleza del agente que esté en capacidad de hacer de vanguardia social del cambio. Desde una perspectiva socialista cabe, entonces, preguntarse en qué medida al obrero industrial clásico -hoy muy modernizado en los sectores avanzados del tejido económico- habría que añadir como parte del mismo proletariado a las amplias masas de asalariados del comercio y los servicios, ahora ampliamente mayoritarias. No menos importante sería elaborar una nueva formulación respecto al papel de la pequeña burguesía como aliado esencial de estos gobiernos, sobre todo considerando los procesos de urbanización y la disminución -en algunos casos drástica- del campesinado, y por supuesto, determinar el papel del llamado ‘pobrerío’, esa inmensa masa de población marginada, empobrecida e integrada a medias en el sistema -¿el “ejército de reserva” de la teoría socialista clásica?-. En este aspecto, habría que constatar que los avances de los gobiernos progresistas en el continente resultan muy desiguales, tanto por lo que hace a la politización de estas, sus bases sociales principales, como por lo que atañe a su grado de organización y protagonismo real en los procesos políticos.
En tercer lugar, todo indica que la cuestión del partido mantiene toda su importancia, al contrario de lo que dicen quienes, en las corrientes posmodernas, tienden a rebajar y hasta negar la necesidad de una organización profesional y adecuadamente preparada para orientar el movimiento social y político. La falta de un partido que satisfaga estas condiciones hace muy débiles a los gobiernos progresistas. Basta hacer un somero análisis de los partidos que encabezan estos proyectos en Latinoamérica para comprobar que la gestión pública resulta imposible sin un equipo dirigente de suficiente solvencia teórica y, por supuesto, ética.
Sin un modelo económico que supere el extrativismo, sin la organización y educación política de quienes en la sociedad moderna están llamados a ser los agentes históricos del cambio y sin unos partidos adecuados a estas exigencias, la toma del gobierno no conduce a combates superiores para resolver la cuestión nacional y, por supuesto, el problema de las clases. En efecto, en cuanto la crisis del sistema golpea la economía se desata la ofensiva del gran capital -nacional y extranjero- y los gobiernos de progreso se ven sumidos en la encrucijada. Si las bases sociales no están educadas en los objetivos del proceso ni organizadas para el combate -más allá de imponerse en las urnas- y si, por añadidura, los partidos que deben hacer de vanguardias de los procesos resultan inferiores al reto, se generan entonces todas las condiciones para la contraofensiva exitosa de la derecha local e internacional.
El balance para la izquierda tiene, no obstante, aspectos muy positivos, mientras los triunfos de la derecha en modo alguno resultan tan sólidos como la reacción desearía. El continente es una bomba de tiempo y las perspectivas mundiales están lejos de ser positivas para el capitalismo. Ojalá la lecciones acumuladas sean asimiladas de forma crítica y la izquierda se preparare para las batallas venideras. Hoy, como nunca, es válido el verso del gran poeta chino: “Reina un gran desorden bajo los cielos, la situación es excelente”.
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