Por: Juan Diego García – diciembre 5 de 2011
La Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (Celac), constituida por los gobiernos del área a inicios de diciembre en Caracas, abre nuevas perspectivas al proceso de integración regional, tiene en sí misma un significado político de no menor importancia y nace, por supuesto, con todas las potencialidades y también con todas las limitaciones que son propias de este tipo de acontecimientos. La comunidad se origina con las fortalezas pero también con las debilidades de sus componentes.
El acontecimiento tiene variadas lecturas y mientras unos hacen gala de un optimismo sin límites hay por contraste quien considera que la iniciativa nace lastrada por enormes contradicciones y que, en el mejor de los casos, tendrá la existencia formal y vana de la Liga Árabe o la Unión Africana.
De partida, y no podía ser de otra manera, el distinto peso específico de cada país introduce diferencias en la toma de decisiones, alterando, más allá de la buena voluntad de sus participantes, los alcances reales de la solidaridad regional. No es un secreto para nadie que esta iniciativa constituye una victoria más de la diplomacia de Brasil, la mayor economía de la zona y cuyos intereses como potencia emergente tendrán una influencia decisiva en el devenir de la naciente organización. Las economías menos potentes del área no podrán jugar un papel semejante y se corre el riesgo de reproducir las relaciones de dominación que se buscan superar. Si las diferencias en el grado de desarrollo económico introducen obstáculos internos a los procesos de armonización institucional y política, igual ocurre con la orientación de cada Estado respecto a las relaciones con los países centrales del capitalismo. Pero tales diferencias no significan necesariamente que el proyecto esté condenado al fracaso o a convertirse en una iniciativa sin trascendencia: indican tan sólo que en su funcionamiento efectivo no serán pocas las dificultades que obliguen a temperar un exagerado entusiasmo.
Si la Celac funciona tan sólo como un reemplazo de la Organización de Estados Americanos (OEA), es decir, como una instancia de resolución pacífica de conflictos entre naciones hermanas, constituye de por si un enorme avance en la medida en que posibilita el ejercicio de la soberanía y debilita la influencia de los Estados Unidos. Si la misma OEA no es ya aquella ‘oficina de colonias yankees’ de otras épocas y la férula de Washington no tiene el efecto determinante de ayer, una Celac que funcione razonablemente puede ir desplazando a la OEA y resolver en la práctica las diferencias actuales entre los gobiernos que desean que la OEA desaparezca, por inútil y perniciosa, y aquellos que prefieren mantener ambos organismos, seguramente por no enemistarse abiertamente con sus amigos estadounidenses.
Es clara la intención de los gobiernos más proclives a Washington de hacer compatibles estos esfuerzos de unidad continental con los lazos tradicionales que les unen a los Estados Unidos y a Europa. Sin embargo, en defensa de sus intereses económicos, aún los gobiernos menos entusiasmados por los nuevos rumbos regionales no hacen ascos a la búsqueda de otros aliados. Atemorizada por las perspectivas de una gran recesión económica en los mercados tradicionales del Occidente rico, que expone en grado sumo el actual modelo agrominero orientado básicamente a la exportación, la burguesía criolla busca nuevos socios en las llamadas economías emergentes –China e India, en particular– que asegurarían el mantenimiento de las altas tasas de crecimiento de los últimos años en la región.
Si la Celac se entiende como algo más que una institución para arreglar pacíficamente los conflictos entre socios regionales y se asume como un mecanismo de actuación en el panorama internacional, resulta inevitable que promueva esfuezos mancomunados en todos los órdenes, empezando por el modelo económico y siguiendo por una política exterior de bloque, medidas comunes de defensas de los recursos, promoción de la cultura propia y la misma defensa mancomunada ante cualquier agresión militar que afecte a uno o varios de los Estados miembros.
Una región que desee mayores grados de autonomía y un desarrollo más equilibrado no puede someterse al juego tramposo de los Tratados de Libre Comercio (TLC), que exponen sus economías a una competencia insostenible y reproducen de hecho las formas clásicas del vínculo colonial tradicional. Economías orientadas a la exportación, carentes de un mercado interno dinámico y que renuncian a un desarrollo industrial y tecnológico propio, convirtiéndose en apéndices menores de las economías metropolitanas, no son precisamente los fundamentos del desarrollo. Los países de la Celac que han firmado este tipo de tratados constituyen un palo atravesado en la rueda del carro del desarrollo regional.
Siendo rigurosos, no solo sobra la OEA ni los TLC. Tampoco se necesita el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), inoperante tras la guerra de Las Malvinas: una agresión británica a un país miembro del tratado, Argentina; una aventura de claro sabor colonial, frente a la cual los Estados Unidos, violando todos los comprimisos solemnes de la defensa mutua, apoyó abiertamente al Reino Unido. La consecuencia real de la constitución definitiva de la Celac, si se asume rigurosamente el espíritu manifestado en Caracas, debería ser la conformación de un organismo propio de defensa, la declaración de la región como una zona de paz, la exigencia del desmantelamiento inmediato de las bases militares gringas en el área y la suspensión inmediata de la navegación de la IV Flota de los Estados Unidos en el Caribe, una presencia amenazante que ningún país de la región ha solicitado –al menos que se sepa–.
Pero, sin ir tan lejos, la molestia apenas disimulada de Washington por el nacimiento de la Celac da una idea de su importancia. Para Cuba significa un golpe más –y muy contundente– al aislamiento al que ha sido sometida por los Estados Unidos desde hace casi medio siglo. Para procesos progresistas como el de Venezuela significa, igualmente, el debilitamiento de los esfuerzos de la derecha y de Occidente por derrocar a Chávez y frustar la Revolución Bolivariana. Las perspectivas serán tan alentadoras como lo determine la correlación social de fuerzas que logre generarse. El desarrollo de la Celac depende, fundamentalmente, de la movilización de las poblaciones laboriosas del continente que asuman el reto de alcanzar, esta vez sí, la independencia política, el desarrollo económico y un puesto digno en el concierto de las naciones, poniendo término a los proyectos del ‘Destino Manifiesto’ y de cualquier otra forma de imperialismo que pretenda someter a estos pueblos a la humillante condición de súbditos.
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