Huerta comunitaria - Foto: Comunidad de Paz de San José de Apartadó

Huerta comunitaria - Foto: Comunidad de Paz de San José de Apartadó

Por: Sean Martin Cranley – enero 4 de 2011

La conmoción empezaba antes del primer canto del gallo campestre. Desde temprano, los campesinos se amontonaban debajo de los patios cercanos al kiosco central de la Unión, una vereda retirada de la serranía antioqueña. Entre saludos afectuosos y carcajadas espontáneas, los vecinos reflejaban la confianza forjada por años de convivencia y el calor humano que se generaba en este espacio al aire libre reemplazaba el sol ausente. Paulatinamente, llegaban hombres, mujeres y adolescentes con los pantalones metidos en las botas de caucho y con la rula, como se le dice al machete, en la mano. En realidad, todos los labradores esperaban que escampara para laborar juntos el día de trabajo comunitario de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó.

Mientras tanto, la llovizna madrugadora caía despacio sobre los tejados y gota a gota se formaban charcos sobre la tierra ya humedecida. El olor agridulce de las semillas de cacao impregnaba el aire, el humo negro de la leña ardiente salía por los huecos de la cocina .

Llegó la hora. Los pequeños grupos de trabajo abandonaron el refugio seco de manera precipitada, desplazándose monte arriba con ganas de trabajar. Cada colectivo por separado subió la cuesta por el estrecho camino real, ya trazado por centenares de botas que lo atraviesan a diario en función de recoger el alimento y germinar la esperanza. En fila india, serpenteaban agachando la cabeza entre los cacaoteros torcidos, evitando que las ramas rasgaran sus sombreros. De pronto, un grupo se asomó desde la quebrada de selva virgen donde encontraron una vasta extensión de rastrojo impermeable sobre todo el costado de la montaña.

La tarea del día: quitar el rastrojo que, cual peste, impide la productividad de los cultivos. Uno que otro vacilaba frente a semejante labor, pero nadie se echó atrás. Inesperadamente, un miembro del conjunto soltó un chillido que parecía un grito de batalla, un gemido desesperado. Y así, como personas poseídas por un poder descomunal, los demás dieron un paso adelante y comenzaron a abrir camino con el vaivén del machete. Al principio, parecía que sólo eran unos pocos, unos cuantos, hasta que resonó la gritería efervescente alrededor. Cuando el pequeño y acalorado grupo de trabajo se dio cuenta de esto se alborotó más.

Aunque no veían a los otros, los compañeros presentían que eran muchos y que iban ganando al monte. La bulla aumentaba. De repente, entre el retumbar de los machetes voleados y la tumbada de rastrojo, aparecieron numerosos campesinos de la comunidad de paz a lo largo de la montaña. Los gritos empujados desde las entrañas cargaban el aire con una energía excesiva, lo cual estimulaba a todos los demás a tirar el machete con un impulso exhaustivo.

En toda dirección salían montañeros transpirados, bregando con toda su fuerza para enfrentar la hazaña que les quedaba por delante. A medida que iban avanzando y subiendo la montaña, el sol comenzaba a penetrar las nubes, de manera que la mañana lluviosa, tal como el sudor de los campesinos, se evaporaba en el aire.

Entre agua y sol, los miembros de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó siguen abriendo camino entre los restos de una sociedad en guerra, pese a los diversos miedos y peligros que se presentan en la cotidianidad. Con el sudor de la frente y el esfuerzo inagotable apuestan, a veces a ciegas, a un futuro desconocido. Sin embargo, estos campesinos de monte están impulsados a continuar en su lucha por una vida con respeto, construyendo alternativas dentro del abatido campo colombiano.

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