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Por: Luz Edith Cometa – mayo 17 de 2008

En las tierras altas, a unos 40 minutos del casco urbano de Silvia, se han ido refugiando algunos indígenas nasa que han sido desplazados por la acción del volcán Nevado del Huila, una majestuosa montaña cubierta de nieve que, en los últimos días, ha obligado a los expertos a cambiar varias veces de la alerta amarilla a la roja y viceversa, teniendo en ascuas a la población de los sectores aledaños ante una posible erupción y sus conocidas consecuencias, entre ellas una avalancha como la que se presentó en 1994, dejando miles de muertos y numerosas familias desarraigadas.

Aunque cientos de familias nasa han decidido permanecer en el municipio de Páez-Belalcázar, al oriente del departamento, porque se niegan a abandonar sus tierras que es lo único seguro que tienen y han preferido arriesgar sus vidas, otros han tomado la decisión de buscar nuevos lugares donde puedan establecerse y terminar, de una vez por todas, con la incertidumbre que se repite cada que “el volcán se despierta”, como dice don José, uno de los indígenas desplazados.

Gracias al acogimiento que han recibido de sus hermanos indígenas los miembros del Resguardo de Ambaló, en el municipio de Silvia también al oriente del Cauca pero alejado de los estragos que dejaría una erupción, han podido respirar un aire diferente al de gases de origen volcánico que tienen en sus tierras y han establecido una posibilidad de mejorar sus vidas, al menos por unos días.

En comunidad, como siempre lo hacen, trabajan en pedazos de tierra que les han facilitado las familias de Ambaló y esperan que el Gobierno Nacional y el Departamental les asignen las propias para iniciar de nuevo.

Hablamos con algunos de ellos, quienes, tras la amenaza del volcán, deben enfrentar la presión de las autoridades que no los quieren en Ambaló, porque los relacionan con los procesos de recuperación de la Madre Tierra que adelantan los indígenas en ese sector del Cauca.

Don Santiago pertenece al resguardo de San Andrés, en límites con el Huila, y no es la primera vez que se desplaza, otras veces ha estado fuera de su parcela, bien sea por los procesos que adelanta con otras comunidades para recuperar tierras, bien sea porque se unió a las marchas y movilizaciones de los pueblos indígenas, o porque, como en 1994, tuvo que salir con su familia por un tiempo ante el riego de la catástrofe. “La matas no se dan, uno siembra y la ceniza no deja”, afirma don Santiago, quien piensa en el futuro no sólo de sus hijos sino de por lo menos 3.200 familias, agrupadas en 115 cabildos que conforman el sector indígena del Cauca, incluidas las de Tierradentro. No quiere escuchar nunca el ensordecedor sonido de la avalancha porque, según él, “cuando lo escucha ya es demasiado tarde, es porque se lo llevo a uno”.

Alirio es un hombre mayor y recorrido: ha tenido que trajinar la vida en la montaña para mantener a sus 6 hijos. Por eso ahora, junto con su esposa, ve la necesidad de salir de u tierra para tratar de sobrevivir, ante la amenaza de una avalancha. “En la primera avalancha, hace 14 años, fallecieron una niña de apenas 5 añitos y mi tía de 45, ellas no alcanzaron a salir y se las llevó”, recuerda
con nostalgia. Ahora, pese a las condiciones que afronta parte de su familia, cuatro menores que por estar en la escuela no pudieron acompañarlo y se quedaron con la mamá y el resto de la comunidad, siente que se pueden encontrar nuevas oportunidades y que la comunidad indígena de Ambaló, también de origen nasa, los ha acogido ayudado a mantenerse. “Conformamos las comunidades de los 115 cabildos y donde lleguemos somos bien recibidos”, afirma con seguridad.

Marcelo aún no se ha casado, vive con sus padres, ya mayores, y trabaja en lo que pueda porque, según afirma, “somos pobres y tenemos poca tierra”. A pesar de pertenecer a la guardia indígena y representar la fuerza y la protección para la comunidad, también teme a una posible avalancha: “si llegara a ocurrir eso, podría ocupar incluso las tierras altas”, dice. Él también quiere reubicarse y estar seguro porque, a pesar de que no vivió la experiencia de la avalancha de 1994, conoce muy bien de los alcances del fenómeno natural.

Alfredo pertenece al resguardo de Yaquivá, en el municipio de Inzá. Dice que, en general, los terrenos que habita su comunidad son de ladera y se prestan mucho para los derrumbes, lo que tiene en constante peligro a los indígenas, no sólo por la amenaza del volcán sino por las temporadas de lluvias que se repiten cada año. Su familia, compuesta por los mayores y varios hermanos, cree como él que las mejores tierras, donde sí se puede vivir y cultivar, fueron arrebatas históricamente por los ricos “que cogían las tierras de los abuelos, los iban engañando, matando y se las adueñaban”. Tras ese desarraigo social, deben enfrentar una amenaza natural que, en 1994, les hizo sentir un temblor muy fuerte, tanto “que las tejas se vinieron encima y nosotros salimos corriendo a defendernos. Mucha gente quedó herida, sin familia, sin nada. En Páez los caseríos desaparecieron y sólo se miraba humo blanco, no se podía ver al vecino debido a la ceniza y a los gases tóxicos”, recuerda. Ese mismo temor experimenta ahora, cuando puede ocurrir lo mismo y, por eso, solicita al gobierno que “preste más atención, partiendo de entender que, cuando las familias se extienden o sufren tragedias como la del volcán, lo que necesitan es tierra”.

Yolima es una joven indígena de apenas 23 años de edad, vive con sus padres y otros tres hermanos en Yaquivá. Aunque su situación particular y familiar le preocupa por la amenaza de una avalancha, ella decidió desplazarse a buscar otras tierras porque piensa en toda la comunidad. “Cuando estaba pequeña, no sabía lo que era un terremoto: la guaduas se caían, yo empecé a llorar, la gente se preocupaba por los muertos y los desparecidos”, afirma Dolly, sin inmutarse porque asegura que “cuando uno es niño, uno no siente ese temor, porque uno de niño no sabe”. Sin embargo, cuando recuerda lo ocurrido y piensa que podría ser igual o peor si llega una avalancha, en lo que primero piensa es en ayudar, en tocar puertas, en orientar a la gente, para que se pueda prevenir y que no haya tanto dolor.

Claudia es madre soltera, tiene dos hijos, de 4 y 8 años, a quienes dejó con los abuelos en El Cabuyo, zona indígena de Inzá de donde es oriunda. Su experiencia con la amenaza de la avalancha, además del temor, es la prevención que últimamente se ha acostumbrado a tener con sus pequeños, debido a la cantidad de gases tóxicos, humo y aire contaminado que puede afectarlos. “Según lo han dicho los mayores del cabildo y las autoridades que hacen campañas preventivas, es necesario taparlos con trapitos blancos húmedos y mantenerlos alejados del aire, porque ya se han presentado casos de dolores fuertes de cabeza, vómito y desmayos”.

Eliseo y Jaime son dos jóvenes que también se desplazaron hacia el municipio de Silvia por temor a la avalancha y en busca de nuevas posibilidades de vida a partir de la tierra. Ninguno de los dos recuerda con claridad la experiencia del 94 debido a su corta edad. Sin embargo, escuchan a los mayores y a Eliseo le preocupa que “no hay un plan de evacuación concreto, ni recursos suficientes para atender una emergencia así”. Jaime, uno de los 11 hermanos de su familia, afirma que “vivir en toda la parte baja del volcán es bastante peligroso porque, cuando empieza a reaccionar, los gases son los primeros que afectan y uno debe irse rápido a la parte alta de las montañas para salvar la vida, pero vivir así, noche y día, es muy difícil”, asegura.

Efraín tiene 25 años y, aún en medio de la desesperación o tal vez por ella misma, se encuentra chumiao, como ellos dicen de estar ebrio. La noche anterior han realizado un acto de refrescamiento indígena, donde piden a sus espíritus que les den buen tiempo, que calmen al volcán y que les den tierra y alimentos. Él afirma con vehemencia que “esperamos que no vaya a pasar eso, eso lo hemos pedido en el ritual, y, aunque hay escepticismo, nosotros esperamos que nos escuchen”.

Deysi es, tal vez, la menor del grupo: con 19 años ha dejado a sus tres hermanos, a su padre y a su madre, y se ha desplazado hasta Silvia con el fin de buscar la posibilidad de reubicar a toda su familia. “Hemos pasado varios sustos: el estado de alerta roja que nos mantiene con ansiedad, el terremoto y la avalancha del 94, y de allí en adelante varios inconvenientes, como que el río se creció y arrasó con varias casas y familias enteras murieron”. Por eso, junto a los más pequeños, acude al llamado de su comunidad a desplazarse en busca de mejores oportunidades.

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