Por: Javier Orozco Peñaranda – agosto 1 de 2012
Amanece en la cuenca asturiana. Hace un mes que la niebla se mezcla con el humo de las llantas y de los troncos quemados, llevando muy arriba el grito de protesta de los obreros mineros. Están en huelga indefinida. Son en su mayoría hombres y se tapan la cara con pañuelos. Vienen de muchos pozos y reclaman con sus sindicatos las ayudas pactadas con el gobierno español para que se mantengan las explotaciones de carbón. “Si cierren les mines morremos toos”, dicen en su lengua materna.
Se enfrentan al derechista Rajoy, que preside el gobierno de España con amplia mayoría en el Congreso, y a la Unión Europea, capitaneada por el capital financiero alemán y francés. Ambos imponen grandes recortes en derechos sociales a cambio de rescatar de la debacle con inyecciones de euros frescos a los bancos españoles, desculados por especular con el precio del suelo y de las viviendas, esquilmados por sujetos que hasta hace poco nos presentaban como referentes, casi héroes.
No me refiero a los constructores de urbanizaciones, ni a los latifundistas rancios que aún exhiben títulos nobiliarios, ni a los que se forraron tras las privatizaciones de empresas rentables del Estado sino a sujetos como Rodrigo Rato, el exdirector del FMI y expresidente de Bankia, antes Caja Madrid, un pillo de guante blanco, gran privatizador, dirigente del Partido Popular y uno de los padres del ‘milagro español’, convertido en pesadilla y no sólo para los mineros.
De golpe llega la policía a doscientos metros de la barricada, en muchos carros, haciendo ruido. Quieren impresionar a los obreros. Confían en que se les vaya la fuerza por la boca como en los bares, al calor de un par de botellas de sidra. Calculan su presencia masiva, su investidura de intocables, sus trajes negros acolchados de tortugas ninja. El gobierno cree que las amenazas de cárcel intimidarán al puñado de ciudadanos atrincherados, aunque educados en el respeto a la Ley y el miedo a la autoridad, sobre todo cuando se expresa en multas.
Los policías ya no son sólo asturianos: se comenta en los corrillos de guardia que los mineros hacen en las bocaminas. El gobierno español ha traído personas de otras comunidades que no tienen reparos a la hora de repartir golpes y sacar sangre a los vecinos para ‘imponer el imperio de la Ley y el orden’. Se bajan con calculado ímpetu, con ruidoso aparato, como impulsados por una misión divina. Exhiben los símbolos de su autoridad, grandes escudos, porras como falos, fusiles, granadas de humo, material como para una guerra. Tienen prisa por demostrar quién manda aquí, quién tiene ‘el poder y la gloria por siempre’. En instantes forman una escuadra y se avalanzan sobre los atrincherados blandiendo sus garrotes, lanzando gases lacrimógenos y disparando bolas de goma. Los obreros se parapetan tras lo que tienen a mano, tanques de basura, troncos de árboles recién cortados, vagones sacados de los socavones o un simple pañuelo palestino.
Le pregunto a Marcos, mecánico de una empresa minera, antes de que la cosa se ponga más fea:
–¿Y ahora qué vais a hacer?
–Hacerles frente –me dice, subiéndose el pañuelo hasta los ojos y alistando el cañón lanza voladores–. Dicen que responden a nuestra violencia, pero cuando estaban los del 15M sentados en la calle o los estudiantes en Valencia de manera pacífica, la policía no llegaba a dialogar sino a dar repartir golpes. En la televisión dicen que no quieren enfrentamientos, que hacen esfuerzos por contenerse, pero ya ves cómo llegan estos cabrones.
– ¿Tienes miedo? –le pregunto.
–No –me dice–, miedo tendrán ellos, acostumbrados a que nadie les plante cara.
Estallan cerca los bombazos, silban los disparos y a la humareda de llantas y troncos se suma el gas policial. La embestida oficial avanza unos metros, pero los voladores disparados con picardía zigzaguean y restallan junto a los agentes del orden que retroceden. Los mineros van usando su arsenal según el momento: a los disparos oficiales responden con bazucas artesanales que lanzan voladores de pólvora blanca. El estruendo es de auténtica batalla. La ‘benemérita’ retrocede más. Los obreros no avanzan, tosen, se restriegan los ojos, se enjuagan la cara con agua leche y recomponen sus filas tras las barricadas. En medio del fragor, tal vez entusiasmado por el triunfo parcial, Marcos me grita al oído:
–Nos hacemos fuertes porque hay unión. El minero otra cosa no tendrá, pero un corazón grande y mucha unión entre compañeros sí que hay. Es que en el socavón te juegas la vida y sin unión podemos perderla.
Parecía que se retiraban, pero llegaron más policías. Ya no traen tanta prisa. Se bajan de las patrullas y enfilan las jaulas para llevar presos. Se van organizando en filas a lo ancho de la autopista cortada por la barricada ardiente. El segundo asalto puede ser muy duro. Los obreros se han reorganizado. Los tres artilleros improvisados que operan las lanzaderas de voladores, los encargados de las tirachinas, los lanzapedradas, los que, aguzando los sentidos y con más instinto que estrategia, intentan dirigir la batalla, todos se tensan esperando la segunda carga. En la barricada se hicieron cálculos. Piensan que podrán entretenerlos un rato, mientras la retaguardia obrera de manera discreta se pone en marcha. Van a cortar una vía del tren a pocos kilómetros para distraer a la policía y disminuir la presión en este sitio. Toman un poco de agua, alguien llevó café en un termo y comparte las últimas dos tazas:
–Estoy en el monte desde las cinco de la madrugada, cortando madera –dice bajo el tapabocas.
En el breve silencio se comenta que el Congreso de los Diputados en Madrid negó las enmiendas de la izquierda para que se respetara el monto de los fondos destinados al carbón. Las mujeres de los mineros fueron desalojadas por la fuerza del salón de sesiones: salieron cantando el himno de los mineros “Santa Bárbara bendita…”. Querían mirar a la cara a los políticos que les pidieron el voto con promesas que luego traicionaron.
Los comentarios de las noticias son interrumpidos por el helicóptero policial. Como una libélula gigante sobrevuela y amenaza con hacer llover fuego sobre los obreros. La tensión sube.
Su rodeo bate el aire humoso y abre el segundo asalto.
–Mira la desproporción de esta guerra –me dice Marcos a gritos–. Son como cien, traen helicóptero, muchos coches patrulla y carros jaula, fusiles, pistolas, cuchillos, chalecos antitodo, balas de goma, botes de humo, porras, radios y meses de entrenamiento. En cambio, la lucha obrera sigue siendo como hace casi un siglo, cuando sacamos cagando leches al rey y a su corte de parásitos. Sólo tenemos caucheras, lanzacohetes de voladores y piedras, pero sobre todo tenemos rabia, decisión de defender las zonas mineras, nuestro trabajo, y de que no se rían de nosotros, sobre todo que no nos mientan más, que los políticos que nos mandan a la calle den la cara.
La arremetida es brutal. Entre el humo la policía apareció también por detrás de la barricada y atrapó a varios obreros. Hubo heridos. La mayoría corrió hacia las laderas y desde el monte siguieron lanzando piedras y voladores. Abandonada, la barricada es apagada por operarios escoltados por la guardia civil. Les ha costado imponer el orden. A los pocos minutos, una densa humareda tras el cerro alertaba a los gendarmes de que tenían un nuevo frente abierto en La Robla. La radio avisa que hay otros cortes de carreteras por Matallana, en la vecina León, y en algunas vías del tren por Pola de Lena, en Asturias.
–Estas luchas son muy duras –dice Marcos, jadeando cuesta arriba con su lanzadera al hombro, intentando ocupar un sitio alto desde donde mejorar la puntería y escapar del cerco–. Les respondemos a razón de cómo nos entren. Si vienen a dialogar, hablamos, pero llegan a muerte y la respuesta es otra. El primer día de la huelga, cuando entraron al pueblo, los niños salían del colegio. Lanzaron pelotas, gases, apalearon a todo Cristo y los guajes estaban acojonados. Y de ésa no teníamos nada para defendernos. De ahí empezamos a buscar maneras y a diseñar lanzaderas y tirachinas, siempre como respuesta a sus ataques. Ya los hemos hecho retroceder varias veces, en las calles, en la carretera, en los pozos, en el río.
Tres barricadas matinales bloqueaban también al pueblo de Ciñera de Gordón. La policía llega de nuevo en un tropel organizado para intimidar. Ningún vecino les pidió rescatarlos, de hecho no los quieren ver en el poblado:
–Nosotros controlamos los tres accesos, el del campo de fútbol, el del puente del estanco y el de la carretera general. Algunos obreros viven aquí, pero toda la población vive de las minas, por eso nos dan su apoyo –dice Marcos emocionado–. En medio de la batalla nos traen agua y leche para los gases lacrimógenos y dejan abiertos los portales de sus casas para que nos refugiemos.
La policía arremete, los obreros responden, el pueblo se pierde entre el humo y el estruendo.
–Les echamos voladores porque llegaron disparando. Quieren golpear duro, quieren coger a varios e intimidar al resto diciendo: ‘atrapamos a diez mineros, a éstos se les va caer el pelo con la Ley Antiterrorista’.
La cosa se pone más fea. Los sindicatos temen una desgracia en cualquier combate, cualquier día. Los obreros, conocedores de su heroico pasado, se sienten llamados a reeditarlo.
–¡Puxa Asturies! –grita el del café, que nos pasa al trote loma arriba ya con el rostro descubierto. El gobierno, más sutil, esconde planes que golpearán los derechos de todas las gentes y no sólo los de los mineros.
No se ven fórmulas de solución a este conflicto. Las columnas obreras van entrando a Madrid dejando atrás quinientos kilómetros de carretera, recibiendo el apoyo de mucha gente, tanta como la que arropó a la ‘roja’ bicampeona de fútbol de Europa y campeona del mundo. Es que los triunfos deportivos han servido de cortina para generar la ficción de la unidad nacional y para que la gente se olvide por momentos de la corrupción de algunos políticos y de los miembros de la casa real, pero han sido útiles sobre todo para diluir responsabilidades y concitar falsos consensos de apoyo a los planes de ajuste contra los más débiles.
Tras el combate en Ciñera, la policía en su retirada olvidó una porra ‘extendible’ y por ahí botada en las cunetas, entre las cenizas, también quedó la credibilidad de los mineros en el gobierno de Rajoy.
Cae la tarde, el esquivo sol asturiano se prodiga por las montañas vestidas de un verde rabioso. No hay manera de comunicarse por teléfono celular: el gobierno ha cortado la señal de los móviles para evitar que los obreros coordinen su respuesta. Es día de huelga general y la región se moviliza hacia Langreo. Miles de personas acuden, el comercio local cerró en solidaridad con los obreros. Dependen de ellos.
Entre el estruendo de los petardos desfilaron los habitantes de las cuencas mineras del Nalón y del Caudal. Los partidos de izquierda y sus consignas, los sindicatos y sus banderas, las asociaciones de jóvenes y de desempleados, los familiares de mineros y los descreídos de todas las causas admirados del arrojo de los obreros. Algún político con sonrisa de hiena se asomó al balcón para saludar con la misma mano con la que despilfarró los fondos mineros de los últimos años en obras faraónicas que nadie usará cuando las minas se cierren y la gente se vaya.
–Ye pa eso que ficieron tantes carreteres, pa que nos marchemos –me explicaron luego en el local social de La Semiente, donde se preparaban para quemar en la foguera de San Xuan la imagen de un político, un obispo y un banquero.
Un éxito la huelga de los mineros, masiva, unitaria: se nota en la quietud de los castilletes de minas emblemáticas, como el pozo Sotón o el Maria Luisa, cuyos portales ahumados son testigos de que los obreros no toleran imposiciones del gobierno, ni policías en su sitio de trabajo y de resistencia. Un puñado de valientes están encerrados hace un mes a 500 metros bajo tierra, en el pozo Candín, en el pozo Santiago y en el Santa Cruz. Se comunican por el teléfono del socavón, se niegan a salir de la oscuridad hasta que haya luz verde para la actividad en las cuencas carboneras. Me recuerdan a los sindicalistas colombianos, maestros de la lucha en las peores condiciones.
La huelga minera, la marcha negra, los cortes de vías, las batallas en las barricadas, el encierro bajo tierra, son toda una lección de resistencia en una sociedad instalada en la ilusión de que tenían la vida resuelta. Pero no hay futuro para los jóvenes, ni para los mineros, ni para las regiones donde viven y trabajan. Su lucha es contundente, sus exigencias concretas. Es toda una medida de aceite al gobierno de Rajoy, un llamado a otros sectores sociales que también tendrán que jugársela luchando o desaparecer.
–Hay que espabilar, que vienen por todo –explica un malabarista en las calles de Langreo.
La radio registra la entrada a Madrid de una gran columna de obreros mineros con sus cascos, linternas y ropas de faena. Es la marcha negra que desde hace dos semanas se enfila hacia la capital desde regiones como Asturias, León, Castilla y Aragón. La alcaldesa de la ciudad, esposa del expresidente Aznar, les advierte a los obreros con soberbia amenaza y dice que no tendrán en la ciudad un sitio para acampar. El gobierno nacional ve imposible sacar 300 millones de euros para salvar la minería, pero firmó la petición a la Unión Europea de 100.000 millones de euros para salvar a los bancos privatizados. Estos despropósitos resultan insultantes para los mineros.
El final es incierto
–La pelea hay que darla, la única lucha perdida es la que se abandona –reflexiona Marco–. Lo veo muy negro, éstos no dan el brazo a torcer y nosotros va a ser difícil que lo hagamos. Si no aceptan devolver al menos la mitad del 63% de los fondos mineros recortados, lo tenemos jodido. De todos modos ya estamos en la calle. ¡Qué más nos da! Y sabemos pelear largo, como en la huelgona del 62 que duró varios meses. Pero, por ahora, no se ve la sensatez de la que hablan ni en el gobierno ni en la policía.
Una multitud en Madrid se volcó a recibirlos. “Madrid obrero saluda a los mineros”. Lo que diga la alcaldesa les da igual. Las calles del centro de la capital y la Plaza de Sol son más acogedoras que el socavón del que vienen y donde quedaron encerrados sus compañeros. Y, en todo caso, la intemperie asusta menos que un futuro que amenaza con dejarlos a todos en la calle, y no sólo por una noche.
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