Por: Omar Vera – julio 18 de 2008
Con su carreta, por el centro de Bogotá, Chepe* mira para todas partes cuando sabe que viene la tos. Las lluvias han estropeado el cartón que recoge y le han dejado gran dificultad para respirar y la sospecha de morirse pronto. Él, como al menos otros 1.500 habitantes de la calle, pasa sus noches en El Bronx, a unas cuadras de la Casa de Nariño, gastándose en droga lo que reúne con su extenuante trabajo. “Es preferible morirse aquí acompañado, que encerrado en una pieza de hospital”.
“Este es de los que sí trabaja, pero no va a durar mucho: ninguno dura mucho por acá”, nos dice de Chepe el viejo Murillo*, nuestro guía por las ollas atestadas de clientela. Según él, gente como Chepe llega allí para consumir drogas, pero también para buscar refugio, a pesar del hacinamiento: “no importa si en una pieza caben 10 ó 40: lo importante es no quedarse afuera cuando llueve”, y agrega que “por las noches sólo se oye a la gente toser en estas piezas y en los andenes”.
En Bogotá, de las más de 630.000 personas en condición de indigencia que reporta la Administración Distrital, unas 8.500 viven en la calle y muchas de ellas se hacinan en sitios que, como este, se convierten en privilegiados espacios de contagio de tres enfermedades inseparables: miseria, descomposición social y tuberculosis.
Para Luz Linares, enfermera jefe de Urgencias del Hospital San Blas, la enfermedad no es asunto sencillo: “hace cinco años práticamente no se veían pacientes habitantes de la calle con tuberculosis, teníamos máximo un caso por año. En estos seis meses hemos visto unos seis o siete”. Precisa que muchos casos no son detectados porque los enfermos mueren rápidamente o no colaboran nunca con las muestras necesarias para detectar la tuberculosis e iniciar el tratamiento.
A pesar de considerar a la tuberculosis como una enfermedad pasada a la historia, 17 países han encontrado una variación multirresistente, es decir, tolerante a los antibióticos, y un reciente informe de la Universidad Nacional ha señalado una posible emergencia sanitaria sin detectar. Martha Murcia, una de las autoras de la investigación, señala que “me sorprendió que muchas muestras eran de pacientes habitantes de la calle, de manera que es una bomba la que tenemos en Bogotá porque estarían regando la bacteria por todos lados”, debido a su movilidad por la ciudad y a la resistencia que oponen al tratamiento.
“Ellos no van al hospital por su patología sino a satisfacer otras necesidades, como la alimentación, sin entender las connotaciones de tener tuberculosis y de hacerle daño a otras personas”, señala Linares, precisando que retenerlos para tratamiento es muy difícil: “son tres fases de tratamiento, cada una de un mes: si se falla, se agrava el problema. Conforme pasan los días, su farmacodependencia les lleva al consumo y ellos se retiran sin que podamos hacer nada”, agrega.
El tratamiento de la tuberculosis sigue un protocolo que incluye un cóctel de antibióticos, uso de tapabocas especiales, soporte nutricional y aislamiento del paciente durante la primera fase. Pero, los efectos de la carga de medicamentos, la abstinencia de bazuco y la ansiedad producida por el encierro estropean casi cualquier esfuerzo por lograr la curación y terminan generando resistencia a las medicinas. Mientras tanto, un número incalculado de habitantes de la calle puede estar infectado sin saberlo y sin que se puedan detectar sus casos y tratarlos, pues muchos mueren sin que ninguna institución se tome la molestia de identificarlos.
Murillo no lo duda: “Últimamente es mucha la gente enferma y si le ponen a uno un médico es para dar vueltas por todos lados y que, al final, nadie lo atienda”, indicando que los habitantes de las ollas “se deterioran muy rápido, pero prefieren quedarse acá”. Mientras muestra a los clientes de un expendio señala que, “apenas vuelve por acá, se enferma otra vez la gente”.
“Las fumadas de todo lo que uno consigue por acá van acabando la salud: si llegan 10 kilos de mercancía, los rebajan para convertirlos en 13 o más. Nadie sabe qué se está fumando y se enferma un montón de gente”, nos dice mientras compra los alimentos que, seguramente, desechó algún restaurante.
La malnutrición de los habitantes de la calle, sus largas vigilias, sus sueños a la intemperie, las lluvias permanentes y su rechazo al tratamiento médico propician la transmisión de la enfermedad. “Sus defensas se bajan mucho y llegan en muy mal estado al hospital”, señala Linares, agregando que “nos esforzamos por darles lo mejor, pero nuestros servicios de urgencias no cumplen con los requerimientos mínimos y eso, junto a la falta de colaboración de los pacientes, dificulta las cosas y nos expone a un alto riesgo”.
El tratamiento de la tuberculosis se ha limitado a un tema clínico y es una enfermedad social, relacionada con el hambre y las condiciones de vida de los habitantes de la calle. Políticas de choque para tratarla siguen en mora y cualquier esfuerzo por controlarla es insuficiente mientras no se atienda la relación entre contagio, tratamiento y pobreza extrema de una población marginada y excluída. “Luego de que acaban con El Cartucho, nos pasan a sitios más reducidos, que no están a la vista del mundo, y nos riegan por toda Bogotá, pero los problemas siguen ahí y son más graves que antes”, nos dice Murillo.
Chepe, mientras tanto, ha cogido unas monedas y se fuma una pipa amarillenta, luego de tomarse un aguadepanela con calentado, esperando otro acceso de tos. Pareciera ser que pronto será otro muerto sin nombre, que nunca más volverá a la olla. Y aunque esto pasa cada día en nuestra ciudad, en la Bogotá visible, la agonía social, humana y vital de este hombre sigue siendo solo un tema incómodo para muchos.
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* Nombres cambiados para proteger a las fuentes. Publicado originalmente en el periódico POLO.
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