Por: Juan Diego García – julio 4 de 2007
Los recientes triunfos electorales de la derecha y la muy publicitada cumbre de la Unión Europea eclipsan dos acontecimientos relevantes en Alemania e Italia: la creación de un partido de la izquierda (Die Linke) en Berlín y la reunión de grupos comunistas en Roma con el propósito de dar nacimiento a un partido similar al de sus colegas teutones.
Die Linke nace como la fusión de dos corrientes sociopolíticas de inspiración socialista y comunista encabezadas por Oscar Lafontaine y Gregor Gysi, el primero anterior destacado dirigente socialdemócrata y el segundo antiguo dirigente de los comunistas de la RDA.
El asunto no sería de interés si se tratara de una reunión de nostálgicos del viejo socialismo o una asociación de resentidos sin mayor representación social. Pero, muy por el contrario, en las filas del primero se agrupan destacados dirigentes sociales y sindicales escindidos del SPD y en las del segundo las estructuras sobrevivientes del antiguo partido marxista de la Alemania del este, con fuertes vínculos en los sectores obreros y con un núcleo intelectual muy sólido. Las encuestas le otorgan al nuevo partido una respetable representación parlamentaria que podría colocarle como la tercera fuerza política en el Bundestag, donde ya cuentan con grupo parlamentario propio. El nerviosismo en las filas de la socialdemocracia alemana indica bien a las claras hasta dónde se toman en serio el surgimiento de esta competencia política y electoral que nace evocando las mejores tradiciones socialistas de Willy Brandt y el legado histórico de los grandes teóricos del marxismo que ha tenido en estas tierras sus exponentes más lúcidos, desde Marx y Engels hasta la germano-polaca Rosa Luxemburgo.
Lo más destacable de este nuevo partido es su carácter revolucionario, es decir, su apuesta clara por el reemplazo radical del capitalismo y la construcción de un orden socialista que supere los errores del pasado y sobre todo que responda a los desafíos de la actualidad. Fieles a la tradición del internacionalismo el nuevo partido apuesta sin reservas por dar nueva vida a la lucha mundial contra el capital y se solidariza con los esfuerzos generales para enfrentar la guerra, la destrucción del medio ambiente y una globalización suicida, destacándose el apoyo a los movimientos nacionalistas del Tercer Mundo como la mayor expresión del combate contra el nuevo colonialismo.
En Italia se han reunido varias agrupaciones restantes del antiguo PCI, así como múltiples grupos de acción ciudadana de toda la península. Ante la decisión de antiguos comunistas (ahora socialdemócratas) y democristianos de fundar un partido similar al demócrata de los Estados Unidos, quienes siguen siendo comunistas y otros sectores que continúan fieles al legado de Antonio Gramsci entienden que el espacio de la izquierda queda entonces tan sólo para ellos y se dan a la tarea de repetir la experiencia alemana.
Tampoco se trata aquí de un par de nostálgicos de viejas batallas y menos de una iniciativa como tantas otras que reúne a un grupo de destacados intelectuales dispuestos a deslumbrar con nuevas interpretaciones de los clásicos. Estos comunistas tienen grupo parlamentario, forman parte de la actual coalición gobernante y su presencia en sindicatos, asociaciones e iniciativas ciudadanas no debe desdeñarse. Su decisión de permanecer o retirarse de la coalición que sostiene a Prodi puede propiciar la convocatoria de nuevas elecciones por la pérdida de la escasa mayoría parlamentaria que sostiene al gobierno o, como ya ha ocurrido en diversas ocasiones, obligar a la coalición a pactos vergonzosos con la derecha con el desgaste y el desprestigio que eso conlleva (como ocurre ahora con el SPD en Alemania).
Al igual que sus homólogos alemanes, los impulsores de la iniciativa italiana tampoco se proponen reformar el capitalismo o convertirse en simples buenos administradores del capital. Su objetivo es superar el sistema y recoger las viejas banderas de la emancipación humana; tienen tras de sí la muy rica experiencia del comunismo italiano y una base social sólida.
A estos dos acontecimientos se podría agregar otro. Mientras el Partido Socialista Francés no acaba de salir de su profunda crisis, el Partido Comunista Francés renace. Dado por muerto en la primera vuelta de las recientes elecciones, sale fortalecido de la segunda y hasta consigue formar grupo parlamentario propio. Si se diese un proceso similar a los dos anteriores una nueva izquierda en Francia podría incluir, además del tradicional PCF, a grupos trotskistas y otros menores que, en conjunto, alcanzarían una representación parlamentaria importante.
El espacio de la contestación al sistema ya no está, entonces, ocupado tan solo por los movimientos sociales que se destacan por su enorme capacidad de movilización, la frescura y espontaneidad de sus reivindicaciones y la creatividad de sus métodos de lucha.
Cuando los jóvenes de aquel Mayo del 68 se lanzaron a las calles a poner todo en tela de juicio fueron respaldados por los trabajadores, la revuelta llegó a las fábricas y el país se paralizó. El panorama actual no es por supuesto el mismo ni existe una suerte de principio metafísico que determine la necesidad ineluctable de tales coincidencias. Pero no deja de ser de gran interés observar cómo, dentro de la aparente estabilidad política que impone la hegemonía conservadora en el Viejo Continente, se desarrollan procesos sociales y políticos inquietantes que pueden desembocar, más pronto que tarde, en la convergencia de quienes buscan un mundo diferente y quienes desde la experiencia de sus luchas y sus errores del pasado no sólo piensan que otro mundo es posible sino que sostienen que es absolutamente indispensable.
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