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Por: Juan Diego García – junio 29 de 2008

Álvaro Uribe ha celebrado la muerte del líder guerrillero Pedro Antonio Marín con desbordado triunfalismo y no poco morbo, anotándose el deceso como un éxito más de su política de ‘seguridad democrática’. Se comprende que el presidente, enfrentado a crecientes presiones por los compromisos de sus parlamentarios con los crímenes de la extrema derecha y ahora denunciado por la compra de votos parlamentarios para asegurar su reelección, aproveche el acontecimiento de la desaparición del guerrillero más antiguo del mundo para apuntarse el suceso como una victoria propia.

Pero, más allá del alboroto mediático, la manera como ha muerto el viejo guerrillero y la misma persistencia de la guerra por más de medio siglo se convierten en un duro cuestionamiento a una democracia, la colombiana, que se presenta como ‘la más sólida del continente’.

Si murió como cualquier anciano, acompañado de familiares y amigos, Marulanda habría sobrevivido a más de catorce presidentes –un dictador incluido–, a muchos más ministros de Defensa que –todos a una– habían decretado su captura inminente y a más de siete grandes campañas de ‘cerco y aniquilamiento’. De sus casi 80 años, dedicó a la lucha armada alrededor de sesenta, primero como guerrillero liberal frente a la represión salvaje de los conservadores y luego como comunista, cuando los arreglos oligárquicos de su partido enterraron definitivamente todo proyecto de reforma agraria y optaron en su reemplazo por una contrarreforma en toda regla que ha producido el desplazamiento de millones de campesinos –más de tres millones en la etapa actual–, la expansión del latifundio y el estancamiento de un conflicto cuya solución nadie se atreve a prever.

Si, por el contrario, Manuel Marulanda cayó víctima de un bombardeo de la Fuerza Aérea, Bogotá podría anotarse ciertamente un triunfo táctico, pero al precio de poner en evidencia al presidente que prometió no bombardear campamentos poniendo en riesgo a los prisioneros de la guerrilla. El que Uribe llama ‘rescate humanitario’ no sería, entonces, más que una cortina de humo para desviar la presión nacional e internacional por el intercambio humanitario. Porque, luego de escuchar a los responsables gubernamentales asegurando que Marulanda habría sido abatido en uno de los muchos bombardeos realizados contra supuestos campamentos guerrilleros, cualquiera puede deducir que Uribe miente cuando habla de permitir el rescate sin riesgos, que sus generales no acatan las órdenes presidenciales o, sencillamente, que los asesores y mercenarios gringos desarrollan en Colombia su propia estrategia. Tendrían razón quienes, en Colombia y en el extranjero, sostienen que Álvaro Uribe Vélez no quiere el intercambio –o que los gringos no le autorizan a dar un paso que daría a la guerrilla un protagonismo que no se desea–.

En cualquier caso, de muerte natural o en combate, el hecho mismo de permanecer más de medio siglo alzado en armas y sobrevivir pone de relieve la profunda crisis de un sistema social como el colombiano: incapaz de eliminar las causas que provocaron la insurgencia en el pasado, las ha alimentado a lo largo de los años y las mantienen vivas en la actualidad. Se trata de las desigualdades, la pobreza y la falta total de horizontes, que sirven de caldo de cultivo a los conflictos, y, sobre todo, de la naturaleza excluyente y violenta del sistema político. Es ésta una violencia cruda y sin límites que no ha surgido de abajo más que como respuesta, como mecanismo de defensa frente a la violencia del sistema; una violencia que en el pasado se ejerció contra liberales y progresistas, luego se orientó contra el comunismo y terminó por convertirse en mecanismo automático frente a cualquier manifestación de descontento popular.

Marulanda es, entonces, fruto de la violenta historia del país, una responsabilidad que la clase dominante no puede eludir y no un mal endémico o una tendencia malsana de su población. Desde esta perspectiva, constituye una superficialidad o un sofisma de distracción reducir su figura a esa especie de encarnación del mal que presenta el gobierno y repiten los medios de comunicación nacionales y extranjeros, mostrando al legendario guerrillero como una suerte de exabrupto, de fenómeno extraño que nublaba el limpio cielo de la patria y cuya desaparición permite ahora que el sol brille con todo su esplendor. Los más optimistas anuncian, inclusive, el fin inminente de la violencia. Los más sensatos, sin embargo, saben que, aunque eso suena bien y conviene, el movimiento guerrillero sigue ahí y los vientos de odio y violencia que, en su día, sembró la dirigencia política y social del país seguirán dando sus frutos en nuevos rebeldes como Marulanda.

Se especula ahora sobre supuestas luchas internas en las filas de la guerrilla por hacerse con el mando, se aventuran conflictos entre ‘halcones y palomas’. Se asume con gran optimismo que la muerte de Marulanda viene a ser una especie de punto culminante al cual sigue necesariamente el colapso de la guerrilla, una pretensión que ni es nueva ni es real, como se encargan ya de sugerir algunos analistas locales y no pocos internacionales, incluyendo también autoridades estadounidenses. De hecho, las FARC ya han declarado la continuidad de su estrategia y el reemplazo de su líder histórico, seguramente preparado con suficiente antelación.

La muerte de Marulanda, por causas naturales, constituye su victoria personal sobre quienes buscaron darlo de baja en combate. Murió allí, en medio de los campesinos pobres que –fuerza reconocerlo– le dieron suficientes apoyos para eludir mil veces a la muerte. Y, a diferencia de tantos otros que en Colombia han utilizado la violencia como instrumento para mantener y aumentar privilegios, amasar fortunas y comprar los perdones de la justicia, el líder guerrillero muere sin ser propietario de nada, ni siquiera de la poca tierra que hoy le da sepultura. La violencia que acompañó su vida permite a unos mostrarlo como héroe mientras que para otros será un demonio. Pero, con independencia de los juicios, las loas o las condenas, lo cierto es que este viejo guerrillero nació en medio de una violencia que él no generó y que le arrebató su vida entera en un torbellino del cual nunca le fue posible escapar. Apenas tuvo educación, pero la lucha agraria lo convirtió en un dirigente incuestionable. Jamás visitó una academia militar, pero la guerra misma fue su escuela. Quiérase o no, Manuel Marulanda Vélez, nacido Pedro Antonio Marín, a quien una puntería excelente le condenó a ser conocido mundialmente por el sobrenombre de Tirofijo, será recordado por muchas cosas, buenas o malas según se mire, pero siempre como uno de los líderes agraristas más destacados del continente.

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