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Abril 14 de 2008

Por estos días está en las bocas de muchos y muchas el admirable y connotado caudillo Jorge Eliecer Gaitán, a quien se le recuerda por su valiente oposición a los poderes políticos y económicos dominantes en plena mitad del siglo XX, 10 años antes de que se formara el Frente Nacional y en momentos en que el Partido Conservador y el Partido Liberal se disputaban el poder. Eso, por lo menos, frente al pueblo, porque en realidad compartían los beneficios de éste, al estar al servicio de los intereses internacionales del capital financiero y en contra del socialismo.

60 años después del magnicidio de un autentico líder político del pueblo colombiano, como lo fue Gaitán, desde estas páginas queremos conmemorar esta fecha, llamando la atención acerca de la vigencia del pensamiento gaitanista en la actualidad y sobre la hipocresía que aún existe frente a su valiosa labor.

“No me vengan con hipocresías, que conocemos sus nombres y el pueblo liberal y el pueblo conservador los conoce y sabe que esas pequeñas minorías se defienden mutuamente, por encima de sus ideas, para defender sus intereses en contra de los intereses del pueblo que trabaja, en contra de la clase media y en contra de la clase trabajadora, en contra de los profesionales y en contra de los intelectuales, en contra de los industriales y en contra de los agricultores, y de los cafeteros que no tienen el teléfono de las influencias políticas, que funciona igual para las voces de la oligarquía conservadora que para las voces de la oligarquía liberal” .

Bajo una mascarada de pretendido independentismo, los partidos tradicionales, el Liberal y el Conservador –sumidos en un gran desprestigio y faltos de credibilidad–, han intentado sustentar que en Colombia se practica una auténtica democracia que no es otra cosa que la continuación del acuerdo del Frente Nacional, donde los dos partidos borraron sus diferencias para gobernar de acuerdo a los intereses del gran capital extranjero y sus beneficiarios en Colombia.

El ejemplo perfecto de esto es el actual gobierno colombiano: por más que el presidente Uribe afirmó que se había retirado del partido liberal y defendió su ‘independencia’, a la hora de hacer campaña busco alianza con todos los sectores de extrema derecha de la política tradicional del país, pero principalmente con los que tienen las clientelas listas y amañadas. Tal es el caso de la vuelta drástica que dio el senador Jorge Aurelio Iragorri Hormaza, gamonal liberal caucano, quien después de estar por marras en el poder gracias a los votos de los liberales de corazón, en las elecciones pasadas resultó siendo del Partido de la U: los pequeños favores clientelistas –prioridad en los programas de gobierno: desayunos escolares, familias en acción, almuerzos calientes y hasta el bono de 30 mil pesos para alimentar a familias que pueden llegar a ser de 8 integrantes– han hecho lo suyo en la compra de votos. Allí mismo, en el Cauca, el ex gobernador liberal Juan José Chaux Mosquera –relacionado además con la parapolítica–, lacayo incondicional de Uribe y el recientemente posesionado, y por casualidad ex liberal, Guillermo Alberto González Mosquera, también atento servidor del poder central, son apenas una muestra de lo que en el país es la independencia del actual gobierno.

Del partido conservador ni hablar. Su ‘independencia’ quedó demostrada con el apoyo que recibió Uribe en su segunda campaña presidencial, cuando esta colectividad decidió no presentar candidato propio y apoyar nuevamente a Uribe. Ahora, cuando desde el congreso la bancada conservadora apoya incondicionalmente los proyectos de la Casa de Nariño, la eventual propuesta de una reforma constitucional para que haya una tercera reelección toma una inusitada fuerza.

“El pueblo conservador y el pueblo liberal han empezado a entender que sí los distanciaban ciertos principios filosóficos y económicos fundamentales; sin embargo, en el hecho de las costumbres políticas, habían llegado a incidir para defender intereses que les son mutuos y que les son caros”

En Colombia actúa “la misma rosca del poder político con distinto color”, que, como lo decía Gaitán a las multitudes, sólo atiende a favorecer sus propios intereses y no los del pueblo. Esto es especialmente vigente, ya que desde ese entonces empezaba a tomar fuerza el poder económico tras el poder político, es decir, la ley de libre comercio y el neoliberalismo asomaban sus narices, oliendo carne fresca en América del Sur y en Colombia, uno de los manjares biodiversos y pluriétnicos con mayores fuentes naturales, recursos minerales y, sobre todo, mano de obra barata que permitiera el florecimiento de la economía de las multinacionales de los Estados Unidos.

“Ellos quieren tener un país paria, imbécil, que trabaje para sus intereses […] que giran estratégicamente: unas veces con sello rojo, otras con sello azul, pero siempre en las casillas de los bancos para los giros y los descuentos”.

Esas palabras hacen erizar la piel, más aún cuando nuestra realidad actual nos ha dejado las caras consecuencias de gobiernos como el de César Gaviria, que abrió las venas de Colombia con la Apertura Económica; de Andrés Pastrana, que ejecutara a ojo cerrado un plan pensado desde Estados Unidos, el Plan Colombia; o de un Álvaro Uribe que está dispuesto a vender por pedazos la riqueza natural, las empresas estatales y la fuerza de trabajo de los colombianos con la firma del Tratado de Libre Comercio, proyecto con el cual los únicos beneficiados son los dueños de multinacionales extranjeras, que tienen el poder para aplastar en la competencia a la pequeña y mediana industria colombiana.

El tema de que a esas clases dominantes que, desde de los 50, están interesadas en mantener un país de parias –dícese de la “persona excluida de las ventajas de que gozan las demás, e incluso de su trato, por ser considerada inferior”–, está más vigente que nunca, debido a que las reformas constitucionales instauradas por los últimos gobiernos y acentuadas con mayor fuerza por el presidente actual perjudican constantemente a las mayorías: desmejoran en gran medida la salud de los colombianos, con la Ley 100 de 1993, que lo que ha logrado es un desorden administrativo sin antecedentes y ha adjudicado el pago de esos errores a los usuarios o a los hospitales públicos a los que han ido privatizando; con la reforma a la Ley de Transferencias, que ha hecho lo propio con las entidades territoriales; con una reforma laboral que está en contra de la clase trabajadora y de los profesionales; con la estigmatización, persecución y derrumbamiento de la libertad de pensamiento y expresión, que busca arrebatar a los colombianos su identidad y soberanía; y, finalmente, con las leyes que favorecen exclusivamente al comercio internacional y que van en contra de los pequeños y medianos industriales, y en contra de los agricultores que no se benefician del latifundio, dentro de ellos los pequeños productores de café, que no tienen las influencias para proteger sus intereses colectivos y deben someterse a un mercado injusto, afrontando el abandono estatal y la quiebra de su único patrimonio.

“¿Se ha pensado en la capacidad fisiológica de ese hombre que, atraído por la oferta del dinero inmediato, sacrificara su biología y sus sistema psíquico para ganar más dinero como lo propone el Dr. Ospina Pérez? […] Ése es un viejo criterio mandado a recoger, por inhumano, por cruel y por atroz. Ése es un viejo sistema en donde el hombre nada cuenta: el hombre debe ser esclavo de la máquina. Se le debe proteger: sí, que produzca lo más que pueda, que se le pague alto, pero que produzca mucho para que el rendimiento alto no se detenga. No importa su psicología, no importa la resistencia de su biología. Lo importante es que la oligarquía plutocrática gane y dé el espejismo de pagar más cuanto más se trabaje, aún cuando quiebre la biología y la psicología del pueblo colombiano, porque la economía de los menos esta por encima de la vida de los más”.

¡Que más apropiado que este discurso para describir la globalización, la apertura económica y los tratados de libre comercio que se quieren implantar en este mismo instante! Los colombianos, en razón del libre mercado, actuamos en detrimento de nuestras condiciones laborales, psicológicas, fisiológicas y biológicas: trabajando más tiempo por menos dinero; acogiendo a las maquilas como fuente de empleo, sin garantías salariales, de salud o de prestaciones, y convirtiendo nuestro trabajo en apéndices de las máquinas, todo para servir de base al proyecto de país que nos reserva una minoría que gobierna en los Estados Unidos y en Colombia.

Ayer veíamos cómo el Congreso de los Estados Unidos discute este tema sobre Colombia y que, incluso, los mismos precandidatos por el Partido Demócrata afirman la inconveniencia para la clase trabajadora y los derechos humanos del Tratado de Libre Comercio. Sin embargo, este proyecto es presentado por el presidente Uribe y todos sus servidores como la panacea para el desarrollo para nuestro país.

Por fortuna, así como en la época de Jorge Eliecer Gaitán, existen personas que se están dando cuenta de cómo son las cosas en realidad y no se dejan obnubilar por el espejismo del dinero a costa de la esclavitud. Decía Gaitán en su discurso pre electoral:

“Y se había dado cuenta la oligarquía conservadora de eso, y sabían que la juventud conservadora y el pueblo conservador, y los campesinos y la gente que se ha visto sometida a este mismo régimen de retraso político en Colombia, estaban avanzando y van a hacer una revolución de los sistemas, de los sistemas y las costumbres políticas”.

No estamos escuchando a uno de los líderes sociales de la actualidad: tal vez al presidente de Venezuela, Hugo Chávez Frías; tal vez a Fidel Castro, a Evo Morales de Bolivia; o quizá a Rafael Correa, presidente de Ecuador; ni siquiera a un líder político colombiano como Carlos Gaviria o el senador Jorge Enrique Robledo, todos ellos conscientes de que el poder político y la democracia auténtica es servir a los intereses del pueblo, a los intereses colectivos y no a los particulares. Todos ellos adelantando vastas estrategias para redistribuir la riqueza, las tierras, para valorar al ser humano y la vida por encima de lo económico, todos con la palabra unión y soberanía en sus labios, todos ellos con seguidores dispuestos a hacer la revolución.

“Yo lo que sé es que […] si los jefes son inferiores y si esta gente sigue cavilando, y si esta gente es incapaz de decidirse y si hay hombres dirigentes incapaces de dar la batalla de mando y de combate, puede que los dirigentes no hagan la unión entre sus odios mentiras e hipocresía, pero el pueblo […] hará la unión […] mientras la oligarquía conservadora será afectada”.

Con esta invitación a la unidad de los inconformes con el sistema político de hace 60 años, Jorge Eliecer Gaitán sigue vigente, no sólo en sus palabras, sino en las acciones que adelantan los que piensan como él, los que están cansados de tanta invasión, de tanto colonialismo, de tanto abuso. A él lo mataron los poderes que se sentían seriamente amenazados con su victoria indiscutible si hubiera estado en las elecciones. Pero, tras ese magnicidio, ha vivido con más fuerza su necesidad de justicia social, su espíritu revolucionario y su visión de que es posible lograr un gobierno del pueblo para el pueblo y sin intromisiones del gran poder económico, nacional y extranjero.

Hoy, cuando los estamentos políticos, los medios de comunicación masivos y hasta los miembros de la oligarquía actual resaltan a Gaitán como un honorable hombre, continúa la hipocresía porque siguen estando en contra de sus ideas y de quienes las quieren poner en práctica, a quienes estigmatizan y no se limitan en llamar comunistas, guerrilleros o terroristas. ¿Será que a Gaitán también le dirían eso si estuviera vivo y fuera un líder actual?

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