Por: Juan Diego García – junio 11 de 2013
Algunos sucesos recientes debilitan en extremo la imagen del presidente colombiano como hombre de paz y, sobre todo, como aliado fiel de la integración regional. Santos apuesta por la Alianza Atlántica; pide ingresar en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE); reúne en Cali a los miembros de la Alianza Pacífico, invitando a Estados Unidos a formar parte del proyecto; y en un acto que muchos califican de imprudente y otros de jugada fríamente calculada, recibe con todos los honores al señor Henrique Capriles, cabeza de una oposición violenta al gobierno de Venezuela, un gobierno al que el propio Santos ha reconocido oficialmente.
Pedir un ingreso a la OCDE, conciliábulo siniestro de las grandes economías del capitalismo occidental, tiene tintes de megalomanía. La economía colombiana sobrevive, en buena parte, gracias a las remesas de los cinco millones largos de colombianos que trabajan en el extranjero, la entrada de divisas que deja el narcotráfico, la exportación de materias primas y las inversiones extrajeras en la minería a gran escala.
En contraste, su sector industrial es muy modesto y toda su aspiración parece reducirse a ser un socio menor, muy menor, del tejido económico mundial. En realidad, su actual estrategia consiste en promover lo que se denomina ‘extractivismo’, desmantelando su industria y abriendo de par en par su mercado a la voracidad de las multinacionales, mediante leoninos tratados de libre comercio.
A falta de una explicación más sólida, todo indicaría que la declaración del presidente Santos pidiendo un puesto en la OCDE no pasaría de ser parte de su campaña electoral, una exageración sin mayor trascendencia fruto del ardiente clima tropical.
La reunión en Cali de la llamada Alianza Pacífico ha sido entendida por algunos países claves de la región como una estrategia de competencia desleal con el Mercosur y, en general, con el proceso de integración al cual supuestamente Colombia se ha adherido con entusiasmo. Pero, en realidad, no hay nada sorprendente. Ahora se hace más patente el verdadero alcance de los compromisos de este país. En efecto, la Alianza Pacífico corresponde al modelo económico basado en el libre comercio con Estados Unidos, permitiendo a Washington reponerse al fracaso del ALCA. Por otra parte, la Alianza Pacífico se interpreta como una jugada gringa destinada a frenar los avances de china en la región. Sin embargo, casi todos los países firmantes de este tratado y los que anuncian su propósito de adherirse ya tienen compromisos nada desdeñables con Pekín, tal como acaba de ponerse de manifiesto con la visita a México del primer mandatario chino. La reunión de Cali ha sido un triunfo para los estadounidenses, pero, en todo caso, una victoria muy limitada. Hasta aliados tan leales como Santos también buscan en China un socio comercial que alivie, aunque sea en parte, las preocupaciones que genera la actual crisis mundial, la cual amenaza con disminuir la demanda de las economías centrales tradicionales. China compensa este riesgo y, ya se sabe, en asuntos de negocios no hay amigos sino intereses.
Solicitar el ingreso en la OTAN ha sido ‘un malentendido’ que Bogotá se ha apresurado a aclarar ante la displicente respuesta de Bruselas, según la cual Colombia, por su ubicación geográfica, no puede ser miembro de la alianza. A cambio, a Santos se le ofrece un tipo especial de asociación que convertiría al país, de hecho y de derecho, en una base operativa privilegiada de la OTAN, algo que preocupa sobremanera a los demás países del continente, que optan por promover la región como una zona de paz.
Más allá de los detalles pintorescos del asunto está la reacción general que ha suscitado la petición. ¿Se habrá adelantado Santos a los acontecimientos? ¿Prepara la OTAN cambios estatutarios para formalizar su papel de gran garrote del capital occidental en todo el planeta y Santos no hizo más que adelantarse de forma imprudente a estos preparativos? No debe olvidarse que Colombia ha sido desde siempre uno de los más fieles escuderos de Washington en la región y que, desde hace algunos años, alberga en su territorio miles de asesores extranjeros, siete o más bases militares al servicio del Pentágono y un número indeterminado de mercenarios que participan directamente en el conflicto interno. O sea, la presencia extrajera es pública y notoria desde hace décadas, sólo que la petición formal de ingreso en la alianza revive las suspicacias, alimenta los temores y confirma los peores presagios de que, en efecto, el país aspira a convertirse en el ‘Israel de los Andes’.
La reacción de sus vecinos no se ha hecho esperar. Venezuela pide explicaciones, otros condenan el intento y seguramente Brasil, principal amenazado por esta decisión, habrá reforzado su propósito de modernizar su armamento y pensará que en buena hora decidió comprar submarinos y armamento sofisticado para defender su soberanía. Considerando el papel de la OTAN en las guerras asiáticas, es legítimo considerar que Occidente también puede venir a América Latina a ‘salvar la democracia’ si ve en riesgo sus intereses, es decir, mercados, fuentes de materias primas, control de rutas, etc. Sería un incremento de la presencia militar de las potencias occidentales en el hemisferio, pero de tal magnitud que significaría algo más que un simple cambio cuantitativo.
Para muchas cancillerías se habrán confirmado los peores augurios con la declaración de Santos, considerando sobre todo que Unasur acordó crear un mecanismo de defensa independiente que promocionara una América Latina y un Caribe de paz, neutralidad y libre de la presencia amenazante de flotas extranjeras y armas nucleares.
Los menos sutiles quieren ver en la solicitud de Santos el intento de buscar empleo a los miles de militares que quedarían sin trabajo tras un eventual acuerdo de paz con la insurgencia. Colombia tiene casi medio millón de soldados, una cifra realmente desmesurada si se consideran su población y riqueza. Se trata de un contingente descomunal que, si bien no ha probado estar en capacidad de ganar conflictos al no derrotar la insurgencia interna, al menos sí han demostrado ser expertos en guerra sucia y en las tácticas destructivas de una tropa invasora, según enseñanzas de los instructores gringos, ingleses e israelíes. Son tácticas de destrucción masiva que no ganan las guerras pero sí son capaces de convertir en ruinas países relativamente prósperos como Iraq, Libia o Siria. Y para una empresa tan poco decorosa, Bogotá podría ‘exportar’ carne de cañón, como complemento de los bombardeos de los occidentales. De hecho ya lo hace, en pequeña escala y de manera discreta.
La recepción oficial al señor Capriles admite igualmente varias lecturas. Sería una jugada para restar protagonismo a Uribe Vélez, gran amigo y promotor del derrotado candidato venezolano. Otros la interpretan como una ‘deferencia’ hacia Washington. El señor Biden andaba de visita por la región, empeñado en impulsar una gran campaña contra Maduro y la revolución bolivariana. Otro ‘malentendido’ que Bogotá espera suavizar con un encuentro entre los dos presidentes. En realidad, en éste como en otros asuntos, el gobierno colombiano parece querer nadar entre dos aguas, se reconoce a Maduro y hasta se asiste a su toma de posesión, y luego se recibe a quien desconoce violentamente la legitimidad del nuevo mandatario. Se habla de paz e integración y, al mismo tiempo, se impulsan iniciativas contra los esfuerzos regionales por emprender un desempeño económico más autónomo. Para rematar, se anuncia solemnemente que el país pretende formar parte de una alianza militar ajena a la región y que no se distingue precisamente por ser un factor de estabilidad y convivencia entre las naciones.
Ojalá tengan razón quienes restan importancia a estos acontecimientos y los explican como imprudencias de escaso recorrido. Ojalá se equivoquen aquellos que, por el contrario, no creen en la ingenuidad de Santos y ven detrás de todo la acción interesada del imperialismo estadounidense.
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