Ejercicios de marines estadounidenses en Turbo (Antioquia) - Foto: Armada de EE.UU.

Ejercicios de marines estadounidenses en Turbo (Antioquia) - Foto: Armada de EE.UU.

Por: Juan Diego García

Para los países de América Latina y el Caribe un proceso de paz exitoso en Colombia es positivo desde todos los puntos de vista. Ninguno de ellos se beneficia directamente de la guerra y, por el contrario, ven con recelo y temor que el conflicto  se pueda extender a los países vecinos o, por simpatía, reproducirse en otros.

Para todos la guerra condiciona demasiado y de forma negativa unas relaciones comerciales que en los últimos años se han incrementado notoriamente. La misma integración física de las naciones, una necesidad imperiosa, se ve obstaculizada por el conflicto. Sin ir más lejos, la comunicación entre los dos océanos es clave, particularmente con el Pacífico para países como Venezuela y Brasil. La estabilidad y el buen clima social son requisitos importantes para que prosperen los negocios. La guerra como instrumento permanente sólo beneficia a quienes obtienen sus ganancias del comercio de armas o practican un capitalismo primitivo. La paz elimina, entonces, un foco de preocupación nada desdeñable para los gobiernos de la región.

Pero si la paz es bienvenida para los vecinos de Colombia, el asunto ya no es tan claro para los Estados Unidos y sus aliados europeos –incluyendo a Israel que, como prolongación de Occidente, desempeña aquí el papel de instrumento bélico de primer orden–. La guerra beneficia en primer lugar a los productores de armas y a diversas empresas de mercenarios –eufemísticamente llamados ‘contratistas’– que con la paz verían reducida o sencillamente eliminada su mayor fuente de ingresos. Lógicamente, no tienen el menor interés en ver terminado un conflicto que les reporta tantas ganancias, siendo Colombia el tercer receptor de ayuda militar estadounidense del planeta, tan sólo después de Israel y Egipto.

Pero mucho más que los fabricantes de armas o las empresas de mercenarios, los Estados Unidos no ocultan su inquietud debido al papel central que el país tiene en su estrategia continental. No es una casualidad que Colombia tenga ya vínculos muy estrechos con la OTAN. Tampoco lo es que hasta hoy sólo hayan habido tibios apoyos a la iniciativa de paz del presidente Santos no sólo desde Washington sino por parte de sus aliados europeos. El compromiso firme de Noruega no se traduce en un apoyo de la Unión Europea, ni siquiera de países que, como España, tienen grandes intereses e inversiones en el país andino.

En realidad, los Estados Unidos nunca han apoyado un proceso de paz. El Plan Colombia, fraguado por los estrategas del Pentágono e impuesto al obsecuente gobierno de Pastrana –y mantenido bajo otras denominaciones hasta hoy– jamás ha buscado la paz sino ganar tiempo para cambiar radicalmente una correlación de fuerzas que hace más de una década favorecía claramente a la insurgencia –lo confiesa el mismo Pastrana en su libro de memorias–. A estas alturas, cualquiera sabe que el combate contra la droga era tan sólo una excusa utilizada por Washington para afianzar sus posiciones, convirtiendo a Colombia en su mayor base de apoyo para su estrategia militar en la región. El Plan Colombia, o como quiera que ahora se denomine, no ha tenido nunca el propósito de atacar a las mafias de la cocaína o la heroína –la marihuana ya se produce en los propios Estados Unidos a escalas industriales– y siempre ha sido un instrumento para combatir a la insurgencia, de suerte que si se resuelve el actual conflicto y se supera el problema de la producción de sustancias psicoactivas la administración de Obama tendrá que buscar nuevos argumentos para justificar su masiva presencia militar en el país. La versión oficial que vincula insurgencia y droga para justificar el Plan Colombia resulta todo un sarcasmo habida cuenta del vínculo –ése sí vigoroso y plenamente establecido– de empresarios, políticos y funcionarios del Estado, incluyendo militares y policías, con el narcotráfico.

Los empresarios de la guerra y los estrategas del Pentágono harán, entonces, todo lo que esté a su alcance para impedir que las conversaciones desemboquen en un proceso de paz sólido. Para ello cuentan con la ayuda diligente de fuerzas que en Colombia conspiran abiertamente contra todo intento de poner fin al conflicto. Más proclives a un acuerdo de paz estarán, sin embargo, las empresas transnacionales, para las cuales un país en paz significa menores costes y mayor tranquilidad para sus inversiones. Para satisfacer a todos el gobierno de Estados Unidos intentará, seguramente, garantizar que las pérdidas de algunos –el grupo de quienes ahora sacan ventajas del conflicto– se compensen con las ganancias de otros, pero sobre todo buscará por todos los medios que un arreglo pacífico no afecte de manera sensible su presencia militar en el país. Será, por tanto, prioritario para Washington preservar en lo esencial los privilegios otorgados para el uso de las bases militares, las relaciones especiales del Pentágono con las Fuerzas Armadas locales, las facilidades dadas a organismos de espionaje e injerencia en los asuntos internos del país –DEA, Usaid, etc.– e, igualmente, conservar las ventajas inmensas que Colombia ha entregado a las empresas estadounidenses a través del Tratado de Libre Comercio.

Éste sería el discurrir de los acontecimientos si Santos mantiene el respaldo interno que hoy le otorga a su estrategia de paz la clase dominante, o al menos sus grupos mayoritarios. Por supuesto que también necesita un apoyo popular amplio para neutralizar las fuerzas opositoras, como la denominada extrema derecha de ganaderos, militares y ciertos sectores sociales que salen muy beneficiados con la guerra permanente. De no ser así, ni el más entusiasta respaldo de los países de la región puede impedir el fracaso. Los estadounidenses y sus aliados europeos apoyarán salidas que supongan los menores costes posibles para sus intereses –no es otra, por supuesto, la actitud de la misma clase dominante local–, pero con igual decisión apoyarán a Santos si desiste de sus propósitos de paz –siempre se puede echar la culpa del fracaso a la insurgencia– o se pondrán discretamente del lado de quienes le den un ‘golpe de Estado constitucional’ si consideran que el presidente ‘ha ido demasiado lejos’. Saben que, más temprano que tarde, varios gobernantes de la región procederán de igual manera.

Hasta ahora, gobierno y guerrilla han mostrado bastante realismo en el diálogo y éste es un elemento que alimenta el optimismo. Parece que han madurado un cierto consenso sobre el primer punto de la agenda, la cuestión agraria, y se aprestan ahora a abordar el segundo, la reforma política, seguramente mucho más complicado que el anterior. Y aún falta el resto de los temas a debatir, en todos y cada uno de los cuales se verán afectados grandes intereses extranjeros presentes en el país. Es de esperar que el realismo se mantenga y prevalezca la sangre fría y la prudencia, que aconsejan considerar ante todo la real correlación de fuerzas por encima de los deseos más ardientes.

Desde esta perspectiva, es legítimo pensar que, si llega la paz, Colombia no será de momento plenamente libre e independiente, pero habrá dado un paso de gigante en esa dirección. El fin del enfrentamiento armado tampoco supondrá de forma inmediata la superación de la pobreza y el atraso, pero si se alcanza una reforma política que modernice y, sobre todo, que civilice los sistemas de participación ciudadana, avanzar en esa dirección ya no será una meta imposible y el esfuerzo habrá valido la pena –para los insurgentes, esto ha significado medio siglo de sacrificios–.

Realismo significa, entonces, para la clase dominante aceptar que tiene que dar por finalizada la guerra permanente contra su propia población, cesando el terrorismo de Estado y la práctica de convertir en crimen toda protesta social, y renunciar al capitalismo de expropiación salvaje, sobre todo contra campesinos y asalariados. Para las fuerzas de la insurgencia y, en general, para el movimiento popular y la izquierda política el cese del conflicto no significará, por supuesto, la revolución social a la que aspiran, pero sí el despeje de los caminos hacia su consecución.

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